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Filosofando

Miedo a equivocarse

Miedo a equivocarse

El triunfo de la razón fría y árida, sin ninguna contaminación emocional y/o sentimental, ni influencia de las creencias religiosas asentadas en la fe, se produjo en Francia, en el siglo XVII. Un filósofo, a la vez que matemático y físico, de nombre René Descartes, padre de la filosofía moderna, fue el primero, con permiso de Aristóteles, que planteó la necesidad de resolver problemas de toda índole haciendo uso exclusivo de la razón, como también la forma de levantar desde la razón una perfecta construcción científica a imitación del modelo de la matemática, que desde los egipcios no había sufrido ninguna fuerte sacudida epistemológica, y esta es la causa de que se hubiera mantenido incólume al paso del tiempo. Así pues, la nueva filosofía debería basarse en la metodología deductiva de la matemática, que ofrece la máxima seguridad porque nace directamente no de la experiencia sensible incierta, sino de la misma razón.

En el fondo, la gran preocupación de Descartes era huir del error o el miedo a errar de nuevo. La filosofía se había equivocado demasiado a lo largo de la historia, por esta razón era urgente hacer una Filosofía sólida y coherente, que fuese duradera e impermeable no solo al error, sino a la misma duda. No se puede dudar de que se duda, dijo orgulloso Descartes cuando se atascó con la propia duda, quedándose encerrado en un callejón sin salida. Para él, dudar significaba pensar y esta es pues la piedra angular donde apuntaló su gran edificio racionalista. Un edificio que no mucho después sería en parte desmontado por los empiristas ingleses, que apostaron por la necesidad de conectarse con la realidad extra mental amparándose en los sentidos y acelerando el despliegue de las ciencias naturales fundamentadas en la observación sensible y en la experimentación.

Carecía de lógica no usar los sentidos externos e internos, -puesto que los tenemos, para algo han de servir-, y dejar que solo trabaje la razón, como bien observó Kant, ensamblando eclécticamente el mejor racionalismo dogmático continental europeo y lo mejor del empirismo inglés, rozando siempre el escepticismo. Kant despertó del sueño dogmático racionalista agitado por la filosofía de Hume. Querer apartarse del error es un acierto; creer que no se puede errar es un error y pensar que poseemos la verdad en exclusiva es vanidad, el peor de los errores.

Filosofía de la música

Filosofía de la música

Con la filosofía griega comenzó también la reflexión sobre la música. Los griegos fueron los autores de los primeros escritos de teoría musical: Aristóteles, Euclides, Nicómano, Aristoxeno. Desarrollaron el sistema de la escala así como una primera noción musical. La doctrina de la armonía cósmica de Pitágoras (entre 570 y 497-96 a.C.) tuvo una gran relevancia en el ámbito de la música. De acuerdo con la idea de que los números son la esencia de las cosas, Pitágoras creía que la distancia entre los planetas guardaba relación con las proporciones de longitud de las cuerdas en los tonos armónicos, y que éstas, a su vez, se correspondían con los movimientos del alma humana. Por eso, cuando giran, los planetas hacen música, una música que desgraciadamente somos incapaces de escuchar si nuestro comportamiento no es lo suficientemente moral.

La especie humana de los gilipollas

La especie humana de los gilipollas

Aaron James, profesor asociado de Filosofía en la Universidad de California, ha establecido una nueva taxonomía biológica para el ser humano: el gilipollas, que él define como delusional asshole porque es alguien equivocado sobre su grandeza, uno de los que se engañan a sí mismos y piensa que tiene talento, que es el mejor.

La especie de los gilipollas abunda mucho en estos tiempos. Ellos se ven como seres extraordinarios, un personaje para la historia, y con este concepto de grandiosidad se sienten legitimados para hacer cualquier cosa, incluso tratar mal a los demás. Aaron James encuentra un número abundante de estos especímenes entre los artistas y pone como ejemplo a Miles Davis o Picasso, convencidos de que su talento les situaba por encima del resto de los mortales, consideraban que las reglas de la convivencia vigentes para los demás no eran válidas para ellos. “Esa clase de tipos se creen autorizados para gozar de ventajas especiales en la vida cooperativa a partir de un sentido de la legitimación que les inmuniza contra las quejas de los demás. Y en tanto están inmunizados, sienten que no tienen que respetar a los demás”.

Este tipo de personas se saltan los límites de la convivencia, igual que hacen los delincuentes, pero la diferencia entre ambos radica en que el gilipollas no tiene consciencia de estar haciendo algo ilegal o inmoral. Puede saltarse una cola, no pagar impuestos o pisarle el cuello a otro, pero se siente legitimado para hacerlo porque él es especial, un genio, alguien que destaca en la sociedad y tiene poder, por eso no debe rendir cuentas a nadie. El gilipollas no se está saltando las normas, simplemente actúa como le corresponde. Anclado en la superioridad, el gilipollas no soporta que nadie esté a su altura, la igualdad es un insulto, y como pertenece a una casta superior, no se somete a ningún límite.

Según explica James, la mayoría de estos imbéciles suelen ser hombres, ya que los varones están socializados en culturas que les empujan hacia actitudes dominio e insensibilidad. “Cuando actúan de este modo solemos decir que los hombres son así, pero cuando lo hacen las mujeres entendemos que está fuera de lugar y las reprendemos. No creo que haya nada en la naturaleza biológica de los varones que nos lleve a comportarnos como unos gilipollas. También las mujeres pueden serlo, pero como culturalmente es más difícil, resulta menos probable que se comporten como tales”.

Este tipo de comportamiento es muy útil cuando se quiere ascender en la escala social, y para quienes buscan conseguir estatus, dinero o poder, estas conductas reportan sustanciales beneficios. A la hora de convivir o de relacionarse con un gilipollas, no hay que dejarse avasallar ni ceder a sus pretensiones, también hay que atenerse a sus reacciones, porque estos tipos, contrariados, son difíciles de manejar. No conseguiremos que un gilipollas deje de serlo, por eso hay que evitarlo primero y si no es posible hacerlo, fijaremos con claridad los términos de nuestra relación sin renunciar a nuestro estatus de igualdad, aunque nos cueste algún enfrentamiento.

Aaron James encuadra a los gilipollas cerca de lo que la psicología califica como desórdenes narcisistas de personalidad, aunque su trastorno no es exactamente el mismo. Una cosa es cierta, los gilipollas están de moda y abundan cada vez más.

Reflexiones pesimistas

Reflexiones pesimistas

Somos asesinos, exterminadores, dañinos, dominadores, insolidarios, egoístas, miopes, malvados, embusteros, inhumanos, cobardes, dependientes, desvalidos, codiciosos, una peligrosa jauría de alimañas, una tribu de primates.

Queremos mejorar, pero nadie lo hace. Yo lo haría, pero si los demás no lo hacen…, nos excusamos. Así que nadie hace nada. Volvemos a la barbarie, a las cavernas.

Todo cuanto hay en el mundo es mercancía. No hay ética que nos mueva. El poder es el dinero y la guerra del capital contra la sociedad y contra el futuro se libra ya desde hace tiempo.

Somos viajeros extraviados, hemos perdido el rumbo y nos necesitamos unos a otros para encontrar el camino, pero prevalece el sálvese quien pueda. Aún no somos conscientes de que solos no podemos.

Caminamos aislados por el bosque calcinado de la esperanza, eso sí lo hacemos conectados con los supuestos amigos de facebook, con nuestro iphone en la mano.

Matemática

Matemática

Nadie explica por qué el universo se expresa a través de las matemáticas. Lo dijo Galileo: es la lengua con la que Dios creó el universo. Hemos creado fórmulas que describen perfectamente cómo se mueven los planetas alrededor del sol, cómo flota un barco o cómo la luz se refleja en el agua. ¿Por qué los babilonios y los griegos inventaron las matemáticas? Quizá sea nuestro sistema perceptivo el que nos indujo a ello. Podemos ver el límite de las cosas, contar, distinguir entre diferentes clases de líneas… La matemática, según Descartes, es la forma de racionalidad más sublime. Nos permite aprender la realidad de una forma más cabal que la que nos proporcionan los sentidos. Incluso el sonido, en su aspecto musical, muestra un conjunto de propiedades matemáticas, lo que nos lleva a la primera reflexión: la naturaleza es matemática. O lo fue hasta el siglo XX, cuando Herbert Marcuse se rebeló contra el imperio de la razón: puede utilizarse y se hace, para suprimir la multidimensionalidad del ser humano y manipularlo.

La compasión no es matemática. Tiene que ver con el corazón, es irracional. Sin matemática no hay música, pensaba Bach. Pero ya no nos interesa un mundo fabricado como un reloj. Los románticos prefieren verlo como algo orgánico e imperfecto y oponen a la razón emoción e intuición. Ya lo decía Wordsworth, la poesía debe producir una explosión espontánea de sentimientos.

Razón y pasión hacen la vida.

Manifiesto surrealista

Manifiesto surrealista

Vivimos aún bajo el imperio de la lógica, aunque sus métodos ya solo sirven hoy en día para resolver problemas secundarios. El racionalismo absoluto, que por inercia arrastramos, solo sirve para sopesar hechos estrechamente ligados a la experiencia. Los fines mismos de la lógica se nos escapan. Por otro lado, sobra decir que la experiencia se ha revelado acotada: atrapada en una jaula, se revuelve, teniendo difícil huida. La experiencia se basa, ella también, en la utilidad inmediata, siempre vigilada por el sentido común. So pretexto de civilización, amagando progreso, hemos desterrado de la mente todo cuanto, lo sea o no, se considera superstición, quimera; hemos proscrito toda búsqueda de la verdad que no se ajuste a los métodos al uso. Fruto, aparentemente, de la casualidad se ha revelado recientemente un aspecto de la vida intelectual _a mi juicio, de lejos, el más importante_ que se pretendía dejar inadvertido. Se lo debemos a los descubrimientos de Freud. Basándose en ellos, se está conformando una opinión gracias a la cual el explorador de lo humano podrá ampliar sus investigaciones e ir más allá de las realidades primarias. Quizá, la imaginación esté a punto de rescatar sus derechos. Si las profundidades de nuestra mente albergan extrañas fuerzas capaces de aumentar la superficie, o de luchar victoriosamente contra ellas, todo indica que interesa captarlas, captarlas primero para luego someterlas, si procede, al dominio de la razón. Hasta los analistas saldrían ganando. Pero conviene tener presente que ningún método parece a priori más adecuado para acometer la tarea; que hasta que no se demuestre lo contrario tanto poetas como sabios pueden abordarla y el éxito de la misma no depende del camino, más o menos caprichoso, que se escoja.

 

*Fragmento de ¿Qué es el surrealismo? Conferencia pronunciada en Bruselas por André Breton el día 1 de junio de 1934 en convocatoria pública organizada por los surrealistas belgas.

Dogmas

Dogmas

La razón cristiana está basada en el dogma, en la certeza de una verdad absoluta conseguida directamente mediante la revelación divina. Durante más de un milenio, esta filosofía de pensamiento único ensombreció el cielo de Europa, hasta que, en 1610, Galileo Galilei enfocó a Júpiter con su telescopio y descubrió sorprendido que cuatro lunas contravenían el mandato divino de girar alrededor de la Tierra y daban vueltas en torno a Júpiter. El delito de Galileo y de tantos otros fue cuestionar el dogma tras la observación de la evidencia. Y en esta evidencia, la Tierra estática colocada por Dios no estaba en el centro del Universo, ni todos los astros existentes giraban a su alrededor.

Galileo fue convencido “amablemente” de su error, el inquisidor Roberto Berlamino consiguió que se retractara, le condenó a cadena perpetua y le impidió investigar y difundir sus enseñanzas. Casi al mismo tiempo, Giordano Bruno era incinerado por cuestionar el mundo conocido y exponer la posibilidad de que hubiera más de un sistema solar. Hoy calculamos que hay unos 70.000 trillones.

El dogma ha condenado a millones de personas a vivir en la ignorancia, sin pensar por sí mismos, sin avanzar como sociedad, sin mejorar como individuos… Eso sí, con el consuelo de haber sido creados por Dios a su imagen y semejanza y con la tranquilidad de estar destinados para la gloria eterna si no han osado transgredir el dogma que los acogota.

Suicidio

Suicidio

Desde hace un tiempo pienso en el suicidio, esa puerta falsa que abrevia el tránsito por este valle de lágrimas, mal llamado vida. No es lo mismo querer morir que no tener nada por lo que vivir, decía Marilyn Manson. No es lo mismo querer morir que querer matarse, dijo otro con no menos razón. Y ahora que con la crisis nos sobran motivos para querer marcharnos, la sociedad empieza a mirar de frente al suicida, a entender sus motivos.

Tenemos el recuerdo del primer hombre al que suicidaron: Jesucristo, él no buscaba la muerte, pero su padre quiso que se inmolara en un ritual que los cristianos conmemoran cada año. “Hágase tu voluntad y no la mía”, se resignó Jesucristo cuando estaba en la cruz, y eligió la muerte. Desde entonces, el suicida ha estado mal visto. Toleramos otras cosas: la dominación del débil, la rivalidad cavernícola, la guerra, el genocidio, la tortura, el terrorismo, la violación, las ejecuciones, el acoso, la explotación, la pederastia…, pero no el suicidio. El suicidio no lo aceptamos, es un tabú omnímodo.

Tal vez los deseos de morir laten ahí, en nuestro subconsciente más inconsciente. Nos seducen, nos inquietan, nos atormentan, nos parecen la mejor solución cuando todo se tuerce y vivir es un terror sin tregua, sin refugio y sin alivio.

La muerte a libertad propia debería figurar en la declaración universal de derechos humanos. Elegir la muerte en el tiempo oportuno, con la mente clara y el ánimo sereno, cuando ya no existe posibilidad de vivir dignamente, no es algo vergonzante que deba prohibirse. Ahora la crisis aterra a una sociedad muerta de miedo e incapaz de tomar decisiones. La crisis quizá nos obligue a ejecutarnos. Y esta salida es digna para quien vive en el sufrimiento infinito de su calamidad, que ya no tiene fin ni paliativos, porque la vida, a veces, llega a ser insoportable, invivible.

No todos tenemos madera de mártir para arder en la pira del infortunio y soportar cualquier cosa con fe, por eso no podemos criticar al que emprende viaje por su cuenta, huyendo de sí mismo, de los demás, de todo y busca en la muerte el descanso, el fin a sus males.

Aprender

Aprender

La educación formal es aquella reglada, secuenciada, sistemática, evaluada y localizada. Es la que se imparte en escuelas, institutos y universidades

La educación no formal presenta formatos flexibles y poco reglados. Son los cursos a distancia, los tutoriales que ofrece Youtube, las propuestas de asociaciones, museos, centros culturales…

Sin embargo, la mayor parte de nuestro aprendizaje está basado en nuestras experiencias. Es una educación informal y espontánea. Es todo lo que hemos aprendido antes de ingresar en el sistema escolar y todo lo que seguimos aprendiendo cuando lo abandonamos.

En Estados Unidos, país pionero en casi todo tipo de estudios, se ha realizado un muestreo que revela que entre los tres y los cuatro años de edad, un niño participa en unas 300 actividades de aprendizaje informal solo en el ámbito de la educación científica. Es lo que aprende en los cuentos y películas, en el parque, en la visita al zoo o a un museo… En estas actividades adquirimos evidencias sobre el funcionamiento del mundo físico y la naturaleza y desarrollamos herramientas intelectuales que nos permiten medir, estimar, hacer hipótesis, experimentar… Pero, sobre todo, cultivamos valores como la curiosidad, la racionalidad o el sentido crítico.

Por eso, más que invertir en sofisticados métodos y programas de educación formal, cuyo impacto será mínimo, en el mejor de los casos, sería más positivo ampliar la oferta de lugares donde pueda florecer el aprendizaje informal: una granja, una fábrica, un taller mecánico, la ribera de un río… Sería un aprendizaje divertido que se integraría inmediatamente en nuestro acervo cultural. Nada que ver con memorizar tediosas lista de nombres, fechas, símbolos…

Apocalipsis

Apocalipsis

La confusión vital no es el estado de ánimo más adecuado para afrontar el confuso periodo histórico que nos toca vivir. El Primer Mundo se desploma como proyecto de prosperidad y libertad. La población se ha vuelto adicta a las compras y al sexo sin sensualidad, la imagen ha sustituido a las palabras como lenguaje mayoritario y los libros son objetos anticuados. El mundo que conocemos se colapsa. Se privatiza la sanidad y la educación. La sede de la ONU es un centro comercial. Los pobres y los viejos no son rentables, así que se establece un programa oculto para “deshacerse” de ellos. La censura se extiende, los opositores políticos se eliminan. Las protestas llenan las calles de gente desesperada. El mundo es un caos controlado por mafiosos y a merced de las veleidades de mercados y políticos.

Desde el pesimismo

Desde el pesimismo

Dicen que fue Aristóteles quien recomendaba que una urbe no sobrepasase los cien mil habitantes para que sus ciudadanos no fueran del todo infelices. Siglos más tarde, esta sugerencia se confirma en el escenario de Nueva York, en la película Taxi driver: “En cada esquina hay un individuo que sueña con ser alguien. Un hombre solo, abandonado por todos, que trata desesperadamente de demostrar que existe”.

Esta reflexión podría aplicarse hoy a cualquiera de nuestras ciudades, a cualquiera de nosotros. Somos personas solas, extraviadas en un mundo de zombis (nunca encerró tanta verdad el término muerto viviente), amargados, anónimos y hedonistas. Víctimas del utilitarismo económico, deshumanizados, controlados por un estado paternalista que nos mantiene bajo sospecha, angustiados y explotados.

Estos son los rasgos que describen someramente al hombre occidental. Pretendemos darle sentido a la vida absurda que llevamos, imponerle o fingirle un propósito. Nos adueñamos de cualquier esperanza que nos salve. Inventamos remedios que conjuren a la muerte. Nos aplicamos en tareas que no merecen la pena. Hozamos en nuestra intimidad sin llegar a saber cómo somos. Lo intentamos todo para no acabar en el diván de un psicoanalista. Nos agrada asistir gratis al espectáculo de los demás. Habitamos un estercolero y nos empeñamos en decorarlo con brillantes luces de colores. Competimos en la libertad con los demás desconcertados, porque la libertad es un peso difícil de llevar. Buscamos la verdad en nosotros mismos, en magias y trampantojos. Comemos de la olla podrida de la envidia. Llenamos las horas vacías con entretenimientos ridículos a fin de evitar el vértigo del vacío. Tenemos en común que, tarde o temprano, todos ingresamos en la secta de los infelices y que esta vida tan corta se nos hace demasiado larga.

La Iglesia católica proclama que fuera de ella no hay salvación. Me temo que en la herejía tampoco.

Ser mujer

Ser mujer

On ne naît pas femme: on le devient, “No se nace mujer, se llega a serlo”, la célebre frase de Simone de Beauvoir responde a la afirmación de su contemporáneo Lacan: No existe la mujer. La mujer creada por las ideas hegemónicas masculinistas no existe; en cuanto a sujeto, se constituye mediante un acto de autoafirmación. Y es en ese camino por llegar a ser donde surgen los conflictos, porque el mundo es el reino de los varones.

Se llega a ser mujer en una sociedad patriarcal donde la construcción del sujeto femenino exige heterosexualidad, maternidad abnegada, belleza física para satisfacer el deseo masculino, virtud, subordinación al hombre… Se hace a la mujer buscando la simetría, escogiendo el propio camino, creciendo en un futuro indefinidamente abierto, con libertad para ser con independencia de los mandatos, normas y símbolos que impone la cultura.

Hombres y mujeres llegan a ser lo que la cultura, políticamente construida, determina mediante reglas que atañen al género, clase y raza de la persona. Los papeles establecidos y definidos por los grupos dominantes de la sociedad funcionan como dispositivos de control para mantener la organización social que más les conviene a ellos.

Durante veinte siglos no ha existido equivalencia entre hombres y mujeres, ni siquiera la sociedad contemporánea, con la conquista de la democracia, ha permitido desmantelar la jerarquía de sexos. Filósofos, médicos, educadores, científicos, legisladores, políticos, varones, en definitiva, han establecido las definiciones de la mujer fijando los cánones de comportamiento según las cualidades que ellos consideraban que eran consustanciales a la feminidad.

Desde el Génesis, que sostiene que la creación del hombre es para gozo de Dios y la de la mujer es para goce del varón, motivo por el que no nace de la misma materia noble sino de un costado del varón, destinada a complementar su existencia; el mito fundador de la humanidad, difundido el cristianismo, sitúa al varón en un plano de superioridad.

Poco importa cuál es el origen de este orden binario jerarquizado que perpetúa la dominación masculina, ni que desde Aristóteles se haya mantenido a lo largo de la historia un discurso que subordina a la mujer. El problema radica en la institucionalización simbólica de las relaciones de género, de clase y de razas. Como apunta el psicoanalista Cornelius Castoriadis, el simbolismo no es neutro y el individuo se enfrenta a un orden establecido de antemano, un lenguaje ya constituido que adjudica un significado, un orden imaginario.

El orden simbólico dominante, el lenguaje del discurso, las prácticas cotidianas, impregnan los mecanismos del Estado, estructuran la familia nuclear, establecen la división sexual del trabajo, el desarrollo del conocimiento. Los márgenes para la disidencia son mínimos y aun así han sido aprovechados por las mujeres para definirse a sí mismas, creándose numerosos movimientos de mujeres por la equidad, el desarrollo del pensamiento feminista, logros sexuales, políticos, económicos, culturales…

Si desechamos la referencia a la divinidad, nos queda un territorio nuevo para construir un paradigma distinto. Si consideramos a los seres humanos iguales por el hecho de ser humanos, la importancia del cuerpo se desvanece. Nace entonces una premisa de neutralidad en las construcciones humanas, una postura de objetividad adecuada para el desarrollo de los sujetos.

Walter Freeman

Walter Freeman

Walter Freeman, psiquiatra, desarrolló un método infalible para curar todo tipo de desórdenes de la conducta humana. Su método mejoraba otro ya existente puesto en práctica el Premio Nobel de Medicina (1949) Egas Moniz y consistía en clavar un punzón justo encima del globo ocular del paciente, golpearlo con un martillo de caucho y atravesar el hueso que forma la órbita del ojo hasta hundirlo unos siete centímetros en el cerebro, luego se cercenaba a derecha e izquierda y se procedía a repetir la operación en el otro ojo. En unos tres minutos se destrozaban los lóbulos frontales del cerebro y el paciente se volvía tranquilo y silencioso, un ser pasivo. Moniz supuso que las ideas delirantes surgían en los lóbulos centrales del cerebro, bastaba, pues, con destruir las conexiones neuronales de esta zona para erradicar los síntomas. Freeman aplicó este sistema para curar depresiones, trastornos esquizoides y paranoides, conductas asociales y violentas, ansiedad severa, tendencias suicidas, desordenes obsesivo compulsivos…

Freeman estaba convencido de que las instituciones psiquiátricas de Estados Unidos eran tan caras de mantener que suponían la ruina del país, por eso, y con el fin de racionalizar los gastos, eligió la lobotomía como remedio para las personas con problemas de salud mental. Aún hizo más, abarató los costes de la intervención que realizaba Moniz suprimiendo la anestesia local y realizándola de forma ambulatoria. La lobotomía experimentó un bum insospechado, se calcula que entre 1936 y 1950 se practicaron unas 20.000. El número de enfermos mentales se redujo considerablemente en Estados Unidos y también el elevado coste que suponía tenerlos encerrados en hospitales psiquiátricos.

Vagabundos, presos peligrosos, amas de casa depresivas, niños hiperactivos se añadieron a la lista de personas lobotomizadas hasta sumar una escalofriante cifra que ronda las 100.000 en todo el mundo. El macabro proceso se detuvo en 1967, cuando ya se había extendido a otros países como Japón, donde se utilizaba especialmente para curar a niños con dificultades de aprendizaje escolar o problemas de comportamiento. Fue una clara vulneración del principio hipocrático: Primun non nocere (Lo primero, no hacer daño). Fue una forma cruel y legal de tortura, una conducta nada ética, una práctica sanitaria contraria a la salud y a los principios científicos. Debería ser un referente a la hora de iniciar cualquier nuevo tratamiento médico.

Pura banalidad

Pura banalidad

Entre las almas refinadas y cultas de creadores y artistas de la élite intelectual, existe la creencia de que antes todo era mejor, cuando ellos disfrutaban de su esplendor y no pensaban que un día también morirían y nos dejarían solos y huérfanos, ahogándonos en nuestra burda miseria cultural. Según esta casta superior, la trivialización del arte es un hecho actual e imparable que termina por mancharlo todo, un fenómeno degenerativo ajeno a ellos, que ocurre en contra de su voluntad y afecta a la Cultura escrita con mayúsculas, la más delicada, exclusiva y minoritaria, ésa que se despliega paralela al tiempo de su existencia. Y los intelectuales visionarios, por una razón ética, tienen que denunciar este delito para que los pobres mortales con pocas luces no caigamos en los seductores espejismos del vil espectáculo que nos desvía del riguroso quehacer del pensamiento abstracto.

Después de ellos vendrá la muerte de las ideologías coherentes, nos llegará el caos enfangado en el nihilismo y la vulgaridad más deprimente se extenderá por todas partes, llena de las risas de la gente descerebrada que disfrutará con el espectáculo chabacano. Los puristas se han erigido en conciencia colectiva sin que nadie se lo haya pedido, nadie les ha otorgado tal denominación; consideran que la sociedad pueril los necesita e instalados en su torre de marfil, también torre vigía, interpretan que todo acontecerá de rebote, nada consistente y duradero puede aparecer sin que ellos lo hayan predicho, observado, valorado y sentenciado.

Me parecen bien estos espíritus críticos y sensibles, fieles custodios del orden establecido que a veces dan un puñetazo en la mesa contra el espectáculo vulgarizado; pero su temor no es nuevo, siempre ha palpitado a lo largo de la historia. Podría aportar numerosas pruebas en este sentido, aunque me limitaré a dos, que considero representativas. El filósofo Sócrates reaccionó con hostilidad contra los sofistas porque banalizaban la cultura y degradaban cualquier saber serio, conseguido con el jugo de la neurona, hasta el extremo de que el escepticismo y el relativismo de los sofistas impedía cualquier construcción científica. Asimismo, dos siglos antes, Heráclito ya había puesto el grito en el cielo porque en una de las ciudades más prósperas y ricas académicamente como era la suya, Éfeso, “se desterraba la excelencia y se sublimaba la vulgaridad”, se lamentaba de que la gente en su tiempo de ocio valorase más la “agilidad animal” de los atletas en las competiciones olímpicas, que no hacen más que reproducir el comportamiento de las bestias cuando saltan, corren, realizan acrobacias y se dan golpes. En cambio, la belleza espiritual no era tan aplaudida como le correspondía. Las realidades aprendidas con los ojos del cuerpo, no con los del entendimiento, siempre son más atractivas para las personas sencillas, ya que no requieren de esfuerzos mentales. De aquí el éxito de deportes como el fútbol, donde todo se reduce a entender que quien marca más goles, gana.

Como hecho reciente, evoco la antimúsica que representa la erupción volcánica, escandalosa y ruidosa en el mundo del arte protagonizada por The Beatles y por The Rolling Stones, como también lo que se denomina música dodecafónica. Las reacciones de desaprobación por parte de las personas más conservadoras, defensoras del buen gusto tradicional, fueron airadas. No podían admitir una ruptura alternativa a las orquestas de toda la vida. Las palabras de recusación eran chillidos tan histéricos como los que proferían los cantantes de los grupos de rock. Los extremos acaban tocándose siempre.

Además, todas las personas tendemos a interpretar que nuestro momento existencial es el más cabal de todos, el más relevante, el que ha hecho mayores aportaciones a la ciencia, al arte, a la paz universal. Probablemente esto nos pasa porque es nuestro tiempo y nuestro espacio, y orgullosamente nos envanecemos pensando que somos protagonistas como actores o como espectadores complacientes.

Vargas Llosa ha escrito el libro La civilización del espectáculo, donde arremete con severidad contra las manifestaciones culturales groseras. No considero adecuado el título ya que el espectáculo por sí mismo no tiene nada de malo. Sin espectadores, el teatro y la música no serían nada. Por otro lado, la cultura ha tendido siempre a ser visualizada: los griegos se reunían en los anfiteatros para escuchar las tragedias y la música. Opino que se podría escribir un libro defendiendo la tesis contraria y el autor también tendría razón, más si tenemos en cuenta el analfabetismo secular, algo que afortunadamente ahora no ocurre.

No obstante, el libro es un clamor necesario contra la tentación de despeñarnos, como siempre ha ocurrido en la historia de la cultura, por la pendiente más fácil y dulce, aunque sea grosera, contando para ello con la connivencia de algunos intelectuales que aprecian la basura televisiva, basta e insolente, y a los que cualquier manifestación dotada de vida espiritual les resulta pesada y menospreciable.

Estoy convencida de que más allá de Vargas Llosa, la buena literatura seguirá viva; la literatura y la pintura, y el cine, y la música, y el teatro… En nuestro momento histórico, al igual que hay bazofia también se están creando auténticas obras de arte. Tal y como siempre ha sucedido.

Campos de concentración nazis

Campos de concentración nazis

Si bien todo campo de concentración es por definición un espacio de negación de la justicia y otros valores humanos, fue precisamente bajo el Nazismo cuando se llevó al máximo esa definición. Primero bajo la tutela de las SA (camisas pardas) y luego de las SS (camisas negras), una serie de principios básicos de humanidad fueron demolidos uno a uno. Uno de los postulados básicos del individualismo es que la persona sea responsable de las consecuencias de sus actos. Pero con los nazis, el prisionero pagaba culpas ajenas y cualquier acción individual era fuertemente castigada repercutiendo en el grupo. Por lo tanto, el prisionero tenía todos los incentivos para fusionarse con el colectivo y tratar de hacer invisible su presencia en el lugar. Ningún gesto, mirada o necesidad individual podía ser expresada sin un castigo o censura por parte de los guardias o los propios compañeros de encarcelamiento. La única forma de escapar, aunque fuera temporalmente, a la dureza del trato, era volverse cómplice de los captores y administrar los castigos y torturas. Pero esa excepción era temporal. No estaba permitido que el prisionero tomara forma y expresión individuales. De haber sido así, sencillamente no se explicaría que aunque débiles y malnutridos, decenas de miles de prisioneros que superaban en 200 a 1 a los guardias, se doblegasen ante el terror colaborando pasivamente con su inminente exterminio.

Los campos de concentración nazis fueron laboratorios humanos. En ellos se demostró hasta qué grado el ser humano era capaz de volverse inhumano. Hasta qué grado puede negarse la propia individualidad, hasta que punto uno puede ejecutar acciones malévolas (pasar de victima a verdugo) y hasta qué nivel se puede atentar contra la dignidad de la persona. Si hay algo terrible que no se ha señalado, es que los nazis siguieron una estructura extremadamente precisa y perversa en su plan de destrucción del prisionero. Eran frecuentes las órdenes y contraórdenes así como los castigos y señales confusas, con el objeto de disociar en la mente de la víctima la causa con el efecto. Es precisamente ese elemento el más perturbador de todos. Si el ser humano no es capaz de comprender por qué ocurren cosas así, parece todo una burla metafísica del destino, donde los inocentes pagan por los culpables, donde el propio mérito no determina los resultados en la vida y donde la virtud y el vicio se confunden para negar todo concepto del bien y el mal. Para que el hombre sea hombre, debe poder relacionarse sanamente con la realidad a través de la razón. Debe percibirla, identificarla y entender las consecuencias directas de las acciones propias y ajenas. De lo contrario, estará viviendo en un universo sin sentido, sin justicia. Y eso es filosóficamente lo más propicio para cualquier tiranía totalitaria: desarmar al ser humano ante la realidad.

Lo que sucedió en Alemania a escala general, se dio en Auschwitz en particular. La negación del individualismo (justicia, responsabilidad, dignidad, búsqueda de la propia felicidad) a favor del colectivismo no puede si no llevar al desastre.

El holocausto nazi es la consecuencia directa de la aplicación de ciertas ideas: las ideas antioccidentales. Si el ser humano quiere que la justicia, y el respeto a la vida que de ella deriva, prime en sociedad, debe entender que la razón es el atributo que permite concebir y aplicar la justicia. Sin el uso activo de la razón el ser humano degenera en brutalidad primitiva, y cualquier conflicto entre sujetos se resuelve finalmente por la fuerza, a favor del más fuerte. El Nazismo no es solo una excepción histórica pintoresca y detestable, es el llevar a un grado coherente las ideas que mucha gente ha aceptado desde hace algunas generaciones. Difícilmente somos inmunes a nuevos problemas similares si conservamos las raíces que los permiten.

Negar la razón como atributo individual, negar la realidad y nuestra capacidad de percibirla, negar el principio de causa y efecto en nuestra comprensión del universo y la sociedad sólo puede tener resultados como esos. La mansedumbre y lo que ella permite son imposibles cuando los individuos están conscientes de sus atributos individuales de razón y existencia individuales. El antídoto para las ideas totalitarias, es el ideario de la libertad, es decir de la justicia, la razón, los derechos individuales y la búsqueda de la propia felicidad. Si algo debemos aprender sobre el fenómeno Nazi y sobre Auschwitz en particular, es que las ideas tienen consecuencias. Y las ideas colectivistas tienen consecuencias nefastas para la vida humana.

El final de un tiempo de certezas

El final de un tiempo de certezas

Según la metáfora de Nietzsche, los europeos se hallaban a la deriva, habían quemado los puentes y se habían echado a la mar con sus naves. Ante ellos se extendía el mar abierto, misterioso, infinito y terrible. Si se dejaban llevar por la nostalgia de la tierra firme, se encontrarían con serias dificultades, ya que la tierra firme no existía. Nietzsche hablaba “de una minoría de espíritus libres”, pues sabía que la “mayoría de la gente de la Vieja Europa” continuaba necesitando la religión, la metafísica o la ciencia. Asimismo, nadie podía vivir mucho tiempo con esta cómoda incertidumbre. “Quizás nunca antes en la historia existió un mar abierto semejante”. Esta abertura infinita observada por Nietzsche era la culminación de un siglo de pensamiento crítico, de duda corrosiva, pero también de positivismo. La desorientación, más radical que en cualquier otra época anterior, era la tendencia inevitable, una sensación de no saber donde estaba la certeza y si todavía existía, y de no saber que podría traer el futuro.

Esta desorientación podía contemplarse como la aparición de todas las formas posibles de conocimiento o como la pérdida de la única forma posible de conocimiento. Nietzsche celebró esta contingencia, pese a todos sus riesgos. La desorientación, tanto si despertaba un sentimiento positivo como uno negativo, modeló las nuevas respuestas a las preguntas de siempre. La naturaleza humana comenzó a considerarse menos racional, el conocimiento más subjetivo y la historia menos comprensible y predecible. La corriente general del pensamiento iba hacia un universo dominado por el azar, sometido al cambio constante, sin finalidad ni objetivo. Y a pesar de que el fin del siglo XIX no representó un modo predominante y unificado de pensamiento, se podrían establecer los rasgos comunes y las constantes que aparecen en el pensamiento de los últimos años del siglo XIX y de los primeros del XX.

La revuelta contra el positivismo es una constante de este pensamiento. Esta revuelta era esencialmente una reacción contra el culto a la ciencia y contra la visión del mundo proyectada por la ciencia que, según afirmaba, denigraba la vida y el espíritu; pese a todo, no era tanto una revuelta contra la ciencia en sí misma, como en contra del cientificismo. Más concretamente, esta revuelta se centraba contra la pretensión de la ciencia de considerar todo conocimiento como de dominio propio y contra la idea del determinismo, que era considerado limitador de la libertad. En realidad, se insistía en el afianzamiento de la irracionalidad de los hombres, no porque se defendiera la desrazón, sino porque se consideraba que la razón no era la única ni la más perfecta forma de conocimiento. No se atacaba a la razón, se atacaba la presunción de que la razón positiva fuese el único medio para salir de la ignorancia.

Conciencia

Conciencia

Las opiniones sobre lo que está bien y lo que está mal difieren. Una de las posibles conclusiones de esta observación sería la de que cada persona debe seguir su propia conciencia. Pero, que sea correcto o no actuar según la conciencia depende, de hecho, de lo que ésta diga al respecto. La falacia de que siempre se tiene que seguir la propia conciencia se basa en dos consideraciones: la primera es “que los dictados de la conciencia siempre son acertados”; y la segunda, que “nadie debería ser obligado a actuar en contra de su conciencia”. Actuar en conciencia no exonera a la persona de su responsabilidad moral. La conciencia puede cometer errores o ser consultada con demasiada ligereza. A veces es preciso seguir la conciencia en contra de la opinión general, o incluso en contra de la ley. Pero esto no es excusa para obrar mal.

En sus inicios, la Iglesia cristiana consideró la conciencia como un esclarecimiento interno dado por Dios para distinguir el bien del mal. Pero como los filósofos griegos habían alcanzado sólidas conclusiones sobre la sabiduría práctica y la virtud moral cinco siglos antes de la llegada del cristianismo, los pensadores cristianos razonaron que debía de haber otro modo, independiente de la revelación o la autoridad eclesiástica, de llegar a tal comprensión. Se pensaba que ésta debía ser una facultad interna, propia de la razón o de la intuición, común a todos los seres humanos. En el periodo preescolástico se atribuyó a la intuición. Agustín enseñó que dios había otorgado una conciencia como medio directo de conocer la ley moral. Sin embargo, más adelante se remitió a la razón, y Tomás de Aquino pensó que, más allá de la evidencia de que se debe hacer el bien y evitar el mal, la conciencia, como facultad más compleja, ayuda a razonar sobre la corrección o incorrección moral de las acciones concretas.

En los siglos XVII y XVIII, los filósofos también pensaron en una facultad moral, “un sentido moral o conciencia”. Shaftesbury y Hutcheson consideraron que el sentido moral es una cuestión que atañe al sentimiento: repugnancia del mal y aprobación del bien. Otros pensadores contemplaron que estas reacciones estaban basadas más en la razón que en el sentimiento. El obispo Joseph Butler criticó a Shaftesbury por hacer que la moral dependiera del sentimiento más que de la razón y por relacionarla únicamente con la felicidad. En cambio, él consideraba que la naturaleza humana está constituida por una jerarquía en cuyo ápice se asienta la conciencia. El amor por uno mismo y la benevolencia, en posición intermedia, son principios importantes pero menores; y en el peldaño inferior se hallan las pasiones y los apetitos personales.

La descripción kantiana del papel que desempeña la razón en la toma de decisiones morales es más abstracta y compleja que esta simple apelación a la conciencia. No obstante, Kant concedió también especial atención a la conciencia en su teoría moral y, de hecho, creía que la conciencia ofrecía el único móvil moral. Para Kant, la conciencia es el deseo de seguir la ley moral: el principio del deber por el deber mismo.

En el siglo XX, el filósofo intuicionista H.A. Prichard atribuyó a la filosofía moral anterior el error de buscar un motivo o una razón para cumplir con el deber. Si uno tiene dudas respecto a su deber, si se pregunta, por ejemplo, si debería pagar una deuda, lo único que puede hacer es imaginar una situación en la que el principio en cuestión esté involucrado y “dejar que la propia capacidad de pensar moralmente haga su trabajo”.

Es habitual presuponer que se debe obedecer la conciencia. Pero esta sencilla idea presenta una serie de dificultades. Muchos problemas morales son complejos y necesitan analizarse de un modo que no está al alcance de la conciencia. Además, parece haber excepciones legítimas a principios generalmente acordados, como el de que uno no debería mentir, y parece asimismo, en in, que la conciencia no siempre transmite el mismo mensaje. Esto fue reconocido en la antigüedad, como demuestra el siguiente relato del historiador griego Herodoto. Según éste, el rey Darío de Persia preguntó a unos visitantes griegos qué tendría que ofrecerles para persuadirles de que comieran los cuerpos de sus difuntos padres. Horrorizados, los griegos dijeron que ninguna cantidad de dinero en el mundo podría convencerles para hacer tal cosa. Entonces Darío hizo entrar en la estancia a los miembros de una tribu que consideraban un deber sagrado comer los cuerpos muertos de sus padres y les preguntó qué tendría que darles para que en lugar de comerlos los quemaran. Estos últimos se sintieron igualmente horrorizados.

Actualmente, las prácticas varían tanto como en tiempos de Herodoto. Por ejemplo, algunas personas creen que la pena capital es la manera más justa para tratar a los asesinos, mientras que a otros les asquea la idea de acabar deliberadamente con cualquier vida humana. Unas sociedades aceptan la poligamia, mientras que otras defienden la monogamia.

De lo antes mencionado, algunas personas extraerán conclusiones escépticas sobre la naturaleza de la conciencia. Pero, ¿está justificado este escepticismo? Cada cultura tiene un concepto del asesinato que lo diferencia de la ejecución judicial o de matar en una guerra. La regulación de una conducta sexual, aunque puede variar en áreas específicas, es universal, como también lo son las obligaciones entre padres e hijos. Es posible exagerar las diferencias, pero, aunque existan, la idea de que la conciencia es una fuente de valores compartidos puede encontrar su base en la similitud de las necesidades humanas.

Alejandro Magno

Alejandro Magno

Encontrándose al borde de la muerte, Alejandro Magno convocó a sus generales y les comunicó sus últimos deseos:

1. Que el ataúd fuese llevado en hombros y transportado por sus propios médicos de la época.

2. Que los tesoros que hubiera conquistado (plata, oro, piedras preciosas) fueran esparcidas por el camino hasta su tumba.

3. Que sus manos quedaran balanceándose en el aire, fuera del ataúd y a la vista de todos.

Uno de los generales, asombrado por tan insólitos deseos, le preguntó a Alejandro ¿cuáles eran sus razones?

Alejandro explicó:

1. Quiero que los más eminentes médicos carguen con mi ataúd para así mostrar que ellos no tienen ante la muerte el poder de curar.

2. Quiero que el suelo sea cubierto por mis tesoros para que todos puedan ver que los bienes materiales aquí conquistados aquí permanecen.

3. Quiero que mis manos se balanceen al viento, para que las personas puedan ver que vinimos con las manos vacías y con las manos vacías partimos.



Ser religioso no significa ser bueno

Ser religioso no significa ser bueno

Si la existencia de Dios, independientemente de que sea judío, cristiano o musulmán, previniera, por poco que fuera, del odio, la mentira, la violación, el pillaje, la inmoralidad, la extorsión, el perjurio, la violencia, el menosprecio, la maldad, el crimen, la corrupción, la perfidia, el falso testimonio, la depravación, la pedofilia, el infanticidio, la canallada y la perversión, habríamos visto, no a los ateos (pues son considerados intrínsecamente viciosos) sino a los rabinos, sacerdotes, papas, obispos, pastores, imanes y con ellos a sus fieles, a todos sus fieles, que suman mucha gente, practicar el bien, sobresalir en la virtud, dar ejemplo y demostrar a los “perversos” que no tienen Dios que la moralidad está de su lado: que respetan escrupulosamente los Mandamientos y obedecen las consignas de las suras; por tanto, no mienten, no roban ni violan, no difunden falsos testimonios, ni matan, y todavía menos fomentan atentados terroristas en Manhattan, expediciones punitivas en la franja de Gaza o no encubren los actos de sus sacerdotes pedófilos. Entonces veríamos que a su alrededor los fieles se transforman gracias a su comportamiento intachable y ejemplar. Pero en vez de eso…

Por tanto, que nunca más se asocie el mal de este planeta al ateísmo. La existencia de Dios, en mi opinión, ha generado en su nombre muchas más batallas, masacres, conflictos y guerras a lo largo de la historia que serenidad, amor al prójimo, perdón de los pecados o tolerancia. Por lo que yo sé, los papas, los príncipes, los reyes, los califas y los emires no han brillado mayoritariamente por su virtud, hasta el punto que Moisés, Pablo y Mahoma sobresalían, respectivamente, en el asesinato, las palizas o las razias, algo que demuestran sus biografías. Quizás estos actos puedan considerarse como variaciones sobre el tema del amor al prójimo.

Encontrarle sentido a la vida

Encontrarle sentido a la vida

Los seres humanos tendemos a la excentricidad intelectual, a la parcialidad, a la compartimentación de la vida y de sus problemas. Eso si no caemos en el egoísmo más recalcitrante. Es posible que este desenfoque corresponda a un intento de la mente por mantenerse sana entre tantos inputs y estímulos como recibe. Lo que resulta lamentable es que a caballo entre –ismos e –istas parciales se pierda el norte. Las agendas se llenan de actos que organizan oenegistas, animalistas, asambleístas, catequistas…  El hombre completo, global, integrador, se halla en vías de extinción. La pregunta de por qué no se indigna hoy la gente es retórica: la indignación está, como casi todo, parcelada y dividida. Se le ha aplicado a los ciudadanos el principio bélico de divide y vencerás

Tiempo atrás, casi todos los habitantes del mundo conocían el sentido de su existencia: la vida humana es un lapso de prueba para el alma, quien se acerca a Dios y a su doctrina consigue la auténtica vida, la vida eterna al lado del Padre y de sus seres queridos. Así pues, el objetivo de vivir era hacerlo conforme a las propuestas del programa de salvación, una especie de filantropía oriental con toques místicos. Si vivir es un penar en el valle de lágrimas, morir es el paso necesario para alcanzar la vida eterna. Todavía quedan personas que piensan de esta manera, en cristiano. Y a su manera son felices, y lo más importante, son objetivamente coherentes y consecuentes. También son felices, coherentes y consecuentes las personas sin creencias religiosas, que saben que al final de sus días hay un non plus ultra y se aplican el carpe diem de los clásicos. También los agnósticos y los ateos conocen el sentido de la vida. Y los que dudan y se pasean por el filo de la navaja de la creencia y la descreencia. La mayoría de personas, en cambio, ignoran qué sentido tiene la vida y, por descontado, si tiene sentido la muerte, la propia y la de los demás. Si uno no sabe ni eso, ni por qué ha de morir, y le da igual planteárselo, difícilmente dará sentido a su vida.

Aunque solo fuera por principio de supervivencia: tengo que saber dónde está el peligro para caminar en dirección contraria; aunque fuera por aplicar el principio escolta: procuraré dejar el mundo mejor de cómo lo he encontrado, cada hijo de vecino debería saber qué hace en esta vida, plantearse el sentido de sus días. ¿Hay algo más triste que no saber qué finalidad tiene tu vida?