Conciencia
Las opiniones sobre lo que está bien y lo que está mal difieren. Una de las posibles conclusiones de esta observación sería la de que cada persona debe seguir su propia conciencia. Pero, que sea correcto o no actuar según la conciencia depende, de hecho, de lo que ésta diga al respecto. La falacia de que siempre se tiene que seguir la propia conciencia se basa en dos consideraciones: la primera es “que los dictados de la conciencia siempre son acertados”; y la segunda, que “nadie debería ser obligado a actuar en contra de su conciencia”. Actuar en conciencia no exonera a la persona de su responsabilidad moral. La conciencia puede cometer errores o ser consultada con demasiada ligereza. A veces es preciso seguir la conciencia en contra de la opinión general, o incluso en contra de la ley. Pero esto no es excusa para obrar mal.
En sus inicios, la Iglesia cristiana consideró la conciencia como un esclarecimiento interno dado por Dios para distinguir el bien del mal. Pero como los filósofos griegos habían alcanzado sólidas conclusiones sobre la sabiduría práctica y la virtud moral cinco siglos antes de la llegada del cristianismo, los pensadores cristianos razonaron que debía de haber otro modo, independiente de la revelación o la autoridad eclesiástica, de llegar a tal comprensión. Se pensaba que ésta debía ser una facultad interna, propia de la razón o de la intuición, común a todos los seres humanos. En el periodo preescolástico se atribuyó a la intuición. Agustín enseñó que dios había otorgado una conciencia como medio directo de conocer la ley moral. Sin embargo, más adelante se remitió a la razón, y Tomás de Aquino pensó que, más allá de la evidencia de que se debe hacer el bien y evitar el mal, la conciencia, como facultad más compleja, ayuda a razonar sobre la corrección o incorrección moral de las acciones concretas.
En los siglos XVII y XVIII, los filósofos también pensaron en una facultad moral, “un sentido moral o conciencia”. Shaftesbury y Hutcheson consideraron que el sentido moral es una cuestión que atañe al sentimiento: repugnancia del mal y aprobación del bien. Otros pensadores contemplaron que estas reacciones estaban basadas más en la razón que en el sentimiento. El obispo Joseph Butler criticó a Shaftesbury por hacer que la moral dependiera del sentimiento más que de la razón y por relacionarla únicamente con la felicidad. En cambio, él consideraba que la naturaleza humana está constituida por una jerarquía en cuyo ápice se asienta la conciencia. El amor por uno mismo y la benevolencia, en posición intermedia, son principios importantes pero menores; y en el peldaño inferior se hallan las pasiones y los apetitos personales.
La descripción kantiana del papel que desempeña la razón en la toma de decisiones morales es más abstracta y compleja que esta simple apelación a la conciencia. No obstante, Kant concedió también especial atención a la conciencia en su teoría moral y, de hecho, creía que la conciencia ofrecía el único móvil moral. Para Kant, la conciencia es el deseo de seguir la ley moral: el principio del deber por el deber mismo.
En el siglo XX, el filósofo intuicionista H.A. Prichard atribuyó a la filosofía moral anterior el error de buscar un motivo o una razón para cumplir con el deber. Si uno tiene dudas respecto a su deber, si se pregunta, por ejemplo, si debería pagar una deuda, lo único que puede hacer es imaginar una situación en la que el principio en cuestión esté involucrado y “dejar que la propia capacidad de pensar moralmente haga su trabajo”.
Es habitual presuponer que se debe obedecer la conciencia. Pero esta sencilla idea presenta una serie de dificultades. Muchos problemas morales son complejos y necesitan analizarse de un modo que no está al alcance de la conciencia. Además, parece haber excepciones legítimas a principios generalmente acordados, como el de que uno no debería mentir, y parece asimismo, en in, que la conciencia no siempre transmite el mismo mensaje. Esto fue reconocido en la antigüedad, como demuestra el siguiente relato del historiador griego Herodoto. Según éste, el rey Darío de Persia preguntó a unos visitantes griegos qué tendría que ofrecerles para persuadirles de que comieran los cuerpos de sus difuntos padres. Horrorizados, los griegos dijeron que ninguna cantidad de dinero en el mundo podría convencerles para hacer tal cosa. Entonces Darío hizo entrar en la estancia a los miembros de una tribu que consideraban un deber sagrado comer los cuerpos muertos de sus padres y les preguntó qué tendría que darles para que en lugar de comerlos los quemaran. Estos últimos se sintieron igualmente horrorizados.
Actualmente, las prácticas varían tanto como en tiempos de Herodoto. Por ejemplo, algunas personas creen que la pena capital es la manera más justa para tratar a los asesinos, mientras que a otros les asquea la idea de acabar deliberadamente con cualquier vida humana. Unas sociedades aceptan la poligamia, mientras que otras defienden la monogamia.
De lo antes mencionado, algunas personas extraerán conclusiones escépticas sobre la naturaleza de la conciencia. Pero, ¿está justificado este escepticismo? Cada cultura tiene un concepto del asesinato que lo diferencia de la ejecución judicial o de matar en una guerra. La regulación de una conducta sexual, aunque puede variar en áreas específicas, es universal, como también lo son las obligaciones entre padres e hijos. Es posible exagerar las diferencias, pero, aunque existan, la idea de que la conciencia es una fuente de valores compartidos puede encontrar su base en la similitud de las necesidades humanas.
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