Desde el pesimismo
Dicen que fue Aristóteles quien recomendaba que una urbe no sobrepasase los cien mil habitantes para que sus ciudadanos no fueran del todo infelices. Siglos más tarde, esta sugerencia se confirma en el escenario de Nueva York, en la película Taxi driver: “En cada esquina hay un individuo que sueña con ser alguien. Un hombre solo, abandonado por todos, que trata desesperadamente de demostrar que existe”.
Esta reflexión podría aplicarse hoy a cualquiera de nuestras ciudades, a cualquiera de nosotros. Somos personas solas, extraviadas en un mundo de zombis (nunca encerró tanta verdad el término muerto viviente), amargados, anónimos y hedonistas. Víctimas del utilitarismo económico, deshumanizados, controlados por un estado paternalista que nos mantiene bajo sospecha, angustiados y explotados.
Estos son los rasgos que describen someramente al hombre occidental. Pretendemos darle sentido a la vida absurda que llevamos, imponerle o fingirle un propósito. Nos adueñamos de cualquier esperanza que nos salve. Inventamos remedios que conjuren a la muerte. Nos aplicamos en tareas que no merecen la pena. Hozamos en nuestra intimidad sin llegar a saber cómo somos. Lo intentamos todo para no acabar en el diván de un psicoanalista. Nos agrada asistir gratis al espectáculo de los demás. Habitamos un estercolero y nos empeñamos en decorarlo con brillantes luces de colores. Competimos en la libertad con los demás desconcertados, porque la libertad es un peso difícil de llevar. Buscamos la verdad en nosotros mismos, en magias y trampantojos. Comemos de la olla podrida de la envidia. Llenamos las horas vacías con entretenimientos ridículos a fin de evitar el vértigo del vacío. Tenemos en común que, tarde o temprano, todos ingresamos en la secta de los infelices y que esta vida tan corta se nos hace demasiado larga.
La Iglesia católica proclama que fuera de ella no hay salvación. Me temo que en la herejía tampoco.
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