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Filosofando

Encontrarle sentido a la vida

Encontrarle sentido a la vida

La ausencia de Humanismo de los planes de estudio agrava la vacuidad de las personas, que se enfrentan a la muerte sin saber por qué viven. De hecho, racional y tradicionalmente, solo son posibles dos vías para dotar de sentido a la existencia humana: o vivir con los otros o encerrarse en el propio yo a explorar la existencia. O sea, descubrir que el hombre es un ser que necesita comunicarse, expandirse, interaccionarse, asociarse (en nombre de una ideología o de una religión, es lo mismo); darse cuenta de que la calidad de la vida individual depende de la colectiva y aceptar que de todo individuo, la sociedad espera un poco de colaboración. O por el contrario, averiguar que lo único que da sentido a la vida es el yo, un yo que enferma, que caduca, que muere, un yo melancólico, lábil, autoestimado. Los primeros hacen, los segundos dicen que los que deben hacer son los otros.


Gabriel Celaya, nacido hace cien años, y militante de la poesía social, ya lo dejó escrito: *pobres de los que, pobres, lloramos los sudores, creyéndonos divinos y del existencialismo: pues sí, me estoy muriendo, amigos míos./ ¿Sois felices? Me alegro. Yo, no tanto. Descubrió el poder salvador del amor y le dedicó estos versos a su Amparitxu: Estoy vivo todavía gracias a tu amor, mi amor,/ y aunque sea un disparate todo existe porque existes". Y es que sin amor, nada tiene sentido.

 

* Poema El martillo de Gabriel Celaya

Cuando el trabajo, cuando lo cotidiano

nos va y nos va golpeando,

se abandonan los bellos disfraces con que un día

jugamos a inmortales. Y el alma queda en nada.

Y el hombre es sólo humano, repetible, cualquiera,

anónimo y sagrado.

 


Cuando el martillo, cuando lo duro y terco

con tacto y metal seco

ataca destellante, declara hasta la estrella,

claro y seco, sonoro, totalmente inmediato,

lo mínimo y precioso del centro diamantino,

señala en mí el destino.

Dando en el clavo, dando en firme verdades

de claridad constante,

pulveriza implacable la ganga de ideales

y el yo que se inflacciona y espesa gasa a gasa

la opacidad que esconde, durísima, en el fondo,

mi pequeñez más pura.

Dando iracundo, dando a luz con coraje,

me forja mi atacante.

Ya no soy quién con nombre. Ya todo lo doliente

-la sombra que me sigue, la vida que aún me cuento-

trabajado, desnuda su principio intangible:

nadie es nadie si es hombre.

Donde se calla, donde las vidas mudas

fielmente se permutan

y dan una por otra continuo testimonio

de aliento sostenido, de corazón perpetuo,

yo pongo mis pequeñas palabras para todos

y una esperanza en alto.


Donde los días, donde lo lento y largo,

cuenta a cuenta es rezado,

nacido para amar, para morir, aún canto

y apenas perceptible mi voz corre en el fondo

del mundo que sí existe, y es fugaz, y es hermoso.

 
Soy, perdido, un amante.

Canto la muerte. Canto, libre de engaños,

los días y trabajos,

los oficios humildes que rezan los obreros,

la dureza consciente, los héroes cotidianos,

los hombres que se siguen sin alzar la cabeza,

sin bajarla tampoco.


Manda, martillo. Manda, aunque me duelas.

Levanta en mí la estrella.

Contra mí mismo lucho cuando busco ese estado

de radiante conciencia, de humildad trascendente,

y esa luz sin materia ni yo central clamante

de un dolor bien tallado.


Manda, implacable. Manda tú, necesario.

Formarme con tu rayo.

El aire es un halago cuando muevo los brazos

transporto sin sentarme lo que otros  me entregaron

me olvido de mi mismo, tomo y doy -iah!- respiro.


Soy mortal; soy activo.

Duro es mi tiempo. Duro y ciego es mi mundo.

Mas yo seré más duro,

golpeando sin odio, martillando verdades

necesarias, sagradas, salvadores, terribles

como un amor oculto que al fin dice su nombre,

resulta ser combate.


Duro es el sino. Duro, el vivir abrupto.

Duro es también el puño

donde estoy apretando, y ocultando, y formando,

mi voluntad, mi furia, mi decisión de entrega

y el valor de ser hombre.

Contra lo vago, contra lo dulce y triste

que en lo ancho me desvive

y en el agua sin forma de lo total irisa

una leve sonrisa, quizá melancolía,

propongo estrictamente, con una rabia heroica,

lo claro, amargo y frío.

 

Contra lo blando, contra los mil perdones,

hoy mato corazones.

Soy la luz y el martillo, soy el terco trabajo

de los hombres cualquiera, y ese motor sin pausa

que afirma y más afirma, golpe a golpe labrando

la estatua colectiva.

 

¡Pobre de ti! ¡Pobre de mí, que a veces,

como tú, siento fiebre.

agiganto mi pulso, me imagino que siempre

durarán por intensos mis mínimos instantes,

lo mío y solo mío, lo ineludible y loco

del verso que ahora apuesto!

¡Pobre de mí! ¡Pobres de los que, pobres,

lloramos los sudores,

creyéndonos divinos, gota a gota acabando

en esa cristalina verdad que transparenta

lo mucho que debemos, lo poco que valemos,

la nada de los nombres!

 
Canta, martillo. Canta tú hasta matarme.

Contra mí, sé constante,

hasta hacerme y hacerme notar qué poco importo,

y hacerme ver qué poco soy si soy quien se explica,

y cómo cuanto existe se vuelve en mí plausible,

y es en mí, sin yo, vida.

 
Canta, martillo. Canta claro verdades.

Canta lo irremediable.

He abrazado el difícil destino que me cumple.

Soy como tú. Soy nadie. Soy un hombre clavado.

Mas no cejes, martillo, por mucho que me queje.

Sé mi estampa fulgente.

El factum. El hado

El factum, el hado, el sentido y el sentimiento o presentimiento de lo fatídico: Nada de lo que yo haga podrá cambiar las cosas de un destino que está escrito. Por mucho que haga. Y por esa razón inhibo o reduzco al mínimo esfuerzo mi acción, y eludo el cansancio de toda renovación. Es el anonadamiento pesimista, contrario a todo sentido del ser, la degradación y el desmerecimiento de la persona. La negación de la voluntad como potencialidad. Es una actitud que en el terreno personal abre las puertas a la depresión psíquica, y en el colectivo de los pueblos a todo género de esclavitud. De éste último viven los detestables imperialismos. Incluso los más aviesos, del signo cultural.

Huyamos de ellos como de nuestro peor enemigo, sin abandonar las únicas armas que los pueden combatir: la independencia de juicio, la crítica sagaz y la actividad creadora.

Darwin no fue un hereje

Darwin no fue un hereje

La Iglesia católica no ha censurado a Darwin, si obviamos a Teilhard de Chardin, pero existen algunos grupos religiosos que defienden a ultranza el creacionismo y consideran que la historia de la creación que aparece en el Génesis es rigurosamente cierta y que los datos sobre la edad de la tierra, el origen de la vida, la diversidad de seres vivos y su evolución carecen de una base científica.

Fueron también grupos radicales los que sacaron de contexto las palabras de Darwin y lo acusaron de ligar el linaje humano al del mono, convirtiendo al hombre en un descendiente del simio. Darwin lo único que afirmó fue que existía un parentesco entre ambos, no una descendencia, y conviene recordar que ya Linneo incluye en el siglo XVIII la especie Homo sapientes dentro del orden de los primates.

Darwin ignoraba cuestiones que hoy son elementales cuando escribió en 1859 Sobre el origen de las especies por la selección natural. Desconocía los experimentos de Mendel con los guisantes de su jardín, no sabía qué era el ADN, su época no fue la de la ingeniería genética y aun así su teoría no ha sido desbancada, continúa siendo uno de los puntales de la ciencia. La evolución explica los fundamentos de los cambios biológicos, lo que Darwin denominó “descendencia con modificación” y se opone a las ideas hasta entonces imperantes de Linneo para demostrar que los seres vivos se modifican de forma accidental y progresiva a lo largo de los años.

Aunque Darwin haya pasado a la historia por haber sacudido los cimientos de la biología con su concepto de la evolución, su aportación mayor a la ciencia ha sido descubrir el mecanismo que posibilita la selección natural como respuesta a los cambios ambientales. Su teoría no pretende ofender los sentimientos religiosos de nadie, pese a negar la necesidad de un dios sobrenatural para explicar la Naturaleza y, sin embargo, a Darwin se le ha tachado de blasfemo y ateo y es que la ciencia y la teología chocan con demasiada frecuencia cuando quienes la defienden abogan por el integrismo.

Conocimientos

Conocimientos

Hace muchos años, trabajé como vendedora en una librería de cinco plantas. Todo lo que abarcaba la vista eran libros con cubiertas tentadoras de brillantes colores: best-sellers, novela negra, libros de cocina, de medicina, manuales de derecho, historia, ingeniería… Un cliente podía pasarse horas mirando y luego marcharse sin haber comprado ni uno. Y, desde luego, el problema no era la variedad.

La librería es una mínima expresión de la sociedad mediática que nos abruma. En este paisaje, los libros ya no son los únicos protagonistas. El aluvión de datos que debemos asimilar proviene de periódicos y revistas, de la radio y la televisión, y eso sin mencionar la sobre estimulación de la capacidad humana para absorber información que supone Internet. Parece que son demasiados conocimientos. Se habla de la sociedad de la información. Cada cinco años se duplica nuestro saber, aseguran. Y cuesta abarcar incluso esta explicación.

Mientras se produce una explosión de contenidos, nosotros sabemos cada vez menos acerca de cómo dominarlos. Antes, al terminar el colegio, salías provisto de todo el bagaje cultural que ibas a necesitar durante el resto de tu vida (éste era el ideal). Los colegios de hoy, deben proporcionar un nivel de conocimiento con el que uno pueda orientarse cuando éste cambie.

Estrenamos el siglo XXI y nuestros conocimientos se asemejan a un océano donde el horizonte siempre es igual de lejano. Quien quiera descubrir una red infinita de referencias y relaciones tiene la oportunidad de hacerlo conectándose a Internet, aunque desde aquí resulta imposible vincular todo el conocimiento entre sí de manera que se conserve una visión de conjunto. En la inmensidad ilimitada del océano es fácil perder el rumbo y por eso hace falta disponer de una brújula.

Inundados de información, padecemos déficits de conocimiento. Esta combinación se define usualmente como “sabiduría de expertos” y lamenta la existencia de “idiotas especializados”. Una calificación injusta si tenemos en cuenta que nuestra sociedad precisa conocimientos específicos. De manera que no es censurable ser un especialista, el único problema es que no basta con esto. El saber específico no es saber cultural. Con éste no es posible comprender la propia cultura. El que lo sabe todo sobre el maíz transgénico o el diseño de páginas web no sabe sobre el concepto de arte o el nacimiento de las civilizaciones prehistóricas.

La selección de información que hacemos se forma con aquello que hemos decidido excluir. No es fácil escoger qué aprender. De cada información nacen nuevas conexiones que conformarán la parte del mundo que cada uno ha de descubrir por sí mismo.

El Cartesianismo

El Cartesianismo

El Dios de Descartes, frente a la mayoría de los dioses anteriores, no queda simbolizado por las cosas que ha creado; no se expresa en ellas. No existe ninguna analogía entre Dios y el mundo; no hay imagines y vestigia Dei in mundo. La única excepción la constituye nuestra alma, es decir, una mente pura, un ser, una sustancia cuya única esencia consiste en pensar, una mente dotada de una inteligencia capaz de captar la idea de Dios, esto es, del infinito (que es incluso innata) y de voluntad, es decir, de una libertad infinita. El Dios cartesiano nos suministra algunas ideas claras y distintas que nos permiten hallar la verdad, suponiendo que nos atengamos a ellas y nos cuidemos de caer en el error. El cartesianismo es un Dios veraz; por tanto, el conocimiento acerca del mundo creado por Él, que nuestras ideas claras y distintas nos permiten alcanzar, es un conocimiento verdadero y auténtico. Por lo que respecta a este mundo, Él lo ha creado por su pura voluntad y, aun cuando tuviese alguna razón para hacerlo, tales razones sólo las conoce Él. Nosotros no tenemos ni podemos tener la menos idea sobre ellas. Por tanto, no sólo es inútil, sino también absurdo tratar de descubrir sus propósitos. Las explicaciones e ideas teleológicas no tienen lugar ni valor en la ciencia física, del mismo modo que no tienen lugar ni sentido en matemáticas, tanto más cuanto que el mundo creado por el Dios de Descartes, es decir, el mundo de Descartes, no es en absoluto el mundo multiforme, lleno de colorido y cualitativamente determinado del aristotélico, el mundo de nuestra experiencia y vidas diarias (tal mundo no es más que un mundo subjetivo de opiniones inestables e inconsistentes basadas en el infiel testimonio de la confusa y errónea percepción sensible), sino un mundo matemático estrictamente uniforme, un mundo de geometría hecha realidad sobre el que nuestras ideas claras y distintas nos proporcionan un conocimiento cierto y evidente. En este mundo no hay más que materia y movimiento; o, siendo la materia idéntica al espacio o extensión, no hay más que extensión y movimiento.

El mundo es un teatro

El mundo es un teatro

Toda filosofía comienza por crear inseguridad. Alguien dice: lo que tomáis como verdad es un absurdo, no es más que un montón de prejuicios fruto de vuestros deseos y de vuestra estrechez de miras.

Para el filósofo el mundo es como un teatro, pero, para él, la obra que se interpreta en el escenario es una ilusión que sólo los espectadores ingenuos toman por una realidad; el filósofo se interesa por lo que pasa detrás del escenario, por el lugar desde el que se dirige la obra. En una palabra, mira por debajo de la falda de la realidad en busca de la verdad desnuda porque su objetivo es explicarla.

Dios también está en crisis

Dios también está en crisis

Hace unas cuantas décadas el periodista y ex sacerdote brasileño Juan Arias publicó el libro El Dios en quien no creo. Era una crítica al concepto tradicional de Dios que ofrecía la jerarquía eclesiástica antes del Concilio Vaticano II y que, por desgracia, todavía perdura. La obra, sin embargo, sintoniza con las tesis del Concilio y con el aplazamiento que propugnaba. Pese a las críticas de los más integristas españoles, se tradujo a diez idiomas y todavía se sigue reeditando. El texto rezuma toda la energía, la esperanza y el aire de renovación que impulsaba el Concilio Vaticano II. El difunto cardenal Giovanni Benelli manifestó que el Concilio conseguía romper con aquellas imágenes negativas y deformadas de un Dios que nos manda al infierno, que quiere el dolor y que exige que nos flagelemos para redimir nuestras culpas, el Dios que bendice y proporciona riquezas a los buenos y maldice y castiga con enfermedades, miseria y marginación a los que son malvados.

Han transcurrido más de cuarenta años y en este tiempo han cambiado muchas cosas. Quizá uno de los cambios más significativos sea la evolución de la sociedad occidental hacia la razón y hacia un discernimiento que ha facilitado que se desprendiera de la influencia negativa de la religión, de la religión católica en particular. Es palmario que la Iglesia ha querido enterrar la doctrina del Concilio, en un intento por conseguir nuevas imágenes negativas, también más rebuscadas en el desgraciado catálogo de caras de Dios que nos ofrece.  

Breve historia del antisemitismo

Breve historia del antisemitismo

Con su obra Los verdugos voluntarios de Hitler, Daniel Jonah Goldhagen ha suscitado la controversia. A diferencia de la mayoría de historiadores, Goldhagen afirma que el potencial criminal de la fobia antisemita ya existía antes de 1933, y por eso subestima en general los cambios habidos a comienzos de 1933. Partiendo de esta base, resta importancia al papel de Hitler, y llega, entre otras cosas, a la conclusión de que “lo que realmente hicieron Hitler y los nazis fue quitar todas las trabas que frenaban a los alemanes y, por ende, poner en acción su antisemitismo reprimido, pero ya existente”. Lo que él denomina el “gran logro” de la persecución de los judíos vino determinado “en general” por el “antisemitismo demonológico, basado en consideraciones raciales, y exterminacionista que ya existía en el pueblo alemán, y que Hitler se limitó simplemente a desencadenar”.

El estudio de Goldhagen ha sacado a la luz temas importantes y ha dado pie a que se investigue sobre ellos. No obstante, y es mi opinión personal, el apoyo social de Hitler o la tolerancia a su persona y a su dictadura por parte del pueblo alemán se debieron a múltiples causas, las más importantes de las cuales tienen poco o nada que ver con la persecución a los judíos.

El antisemitismo tuvo al principio poca importancia, no solo porque privar a los judíos de sus medios de vida habría perjudicado la recuperación económica del país, sino porque en 1933 a la mayoría de los alemanes no les preocupaban tanto los judíos ni tenían una idea tan negativa de ellos como Hitler y los nazis. Los primeros objetivos del nacionalsocialismo no fueron los judíos, sino los individuos y grupos considerados como una amenaza para el orden social: comunistas, delincuentes, individuos asociales y problemáticos... Al principio, los nazis no actuaron impulsados por un fanatismo ciego, sino porque contemplaban las realidades sociales y políticas que les rodeaban. Pusieron en práctica campañas raciales y represivas atendiendo a la sociedad, la historia y las tradiciones alemanas.

Durante los primeros años del Tercer Reich, los judíos alemanes eran envidiados por casi todos los demás judíos de la Europa central y oriental, y durante la República de Weimar y hasta cierto punto, incluso antes, gozaron de mayores oportunidades de promoción social de las que dispusieron, por ejemplo, los judíos de Estados Unidos. Desde su emancipación en 1871, los judíos alemanes se integraron en la sociedad como ciudadanos respetuosos con la ley, que asumían los valores típicos de la clase media del trabajo, la decencia y los sólidos principios familiares, por lo que su conducta era considerada digna de elogio. A medida que el régimen fue promulgando leyes discriminatorias, los judíos se fueron convirtiendo en marginados sociales, algo que ocurrió muy gradualmente.

Se ha dicho que los alemanes ignoraban la existencia de los campos de concentración, las actuaciones de la policía secreta, los asesinatos, las persecuciones, etc. Los alemanes se han defendido aduciendo que estaban mal informados al respecto y que fueron los primeros sorprendidos ante las revelaciones que se produjeron al final de la guerra. Sin embargo, los medios de comunicación de la época publicaron gran cantidad de material relacionado con las actividades policiales y los campos de concentración, también se hicieron campañas discriminatorias. El régimen anunciaba a bombo y platillo sus actuaciones y las presentaba como un triunfo contra la delincuencia, la inmoralidad y la pornografía. Eran una prueba de la modernidad y la superioridad del nazismo.

Filosofía anónima

La filosofía debe entenderse como un discurso anónimo. De haber algún protagonismo, éste debe recaer en las ideas mismas. Pero sucede que algunas ideas han supuesto rupturas, grandes transformaciones teóricas: Galileo, Newton, Freud, Marx… Son autores polémicos de los que se realizan diversas interpretaciones, sus discursos se presentan como la prolongación de antiguas problemáticas.

Wittgenstein escribió lo siguiente el 8 de diciembre de 1914: “He comprado el tomo octavo de las Obras de Nietzsche y he estado leyendo en él. Me ha conmocionado mucho su hostilidad contra el cristianismo. Pues también en sus escritos hay algo de verdad. Ciertamente, el cristianismo es el único camino seguro para llegar a la felicidad. Pero ¿qué pasaría si alguien desdeñara esa felicidad? ¿No podría ser mejor perecer, siendo desdichado, en la lucha sin esperanza contra el mundo exterior? Pero una vida como ésa carece de sentido. Mas ¿por qué no llevar una vida carente de sentido? ¿Es eso indigno? ¿Cómo se compadece esto con la posición rigurosamente solipsista? ¿Y qué debo hacer para que mi vida no quede perdida?”

Al leer este texto ¿a qué pregunta entendemos que responde?, ¿a la verdad del cristianismo?, ¿a la posibilidad de la felicidad?, ¿a la del sentido de la vida? De lo que se trata siempre es de dar con los problemas que el discurso intenta resolver, con independencia del autor que lo haga y de sus declaraciones.

 

Valores

¿Qué consideramos valor cada uno de nosotros? ¿La idea de valor tiene un origen metafísico universal o depende de la interpretación que se haga del mundo? Puesto que la interpretación del mundo no es uniforme, un discurso sobre los valores que quiera ser honesto, ha de ser, por fuerza, polémico. Asimismo, el hombre, como decía Nietzsche, no nace autónomo. La hominización, el camino que nos hace cada vez más humanos, incluso más allá de la etapa actual, pide fidelidad a unas fijaciones que son válidas o valiosas en tanto que funcionan como categoría para ordenar el mundo y la vida de todos nosotros en cada momento determinado: los valores (valor proviene de valer). Para Aristóteles, hacerse cada vez más humanos se convierte en una conquista (nos reviste de una segunda naturaleza, según él). Los valores, por más que sean cambiantes como otras realidades susceptibles de elección preferencial, definen criterios de conducta individual y colectiva. Aunque tradicionales instituciones de valores: familia, escuela, comunidades religiosas, mundo laboral…, entren en crisis, surgirán otras y tenemos ejemplos que conviene mencionar: medios de comunicación, publicidad, industrias culturales y de ocio…, que también transmiten sus valores.

Ahora ha surgido el Proyecto de Ética Mundial, que promueve Hans Küng, teólogo católico, perito colaborador del Concilio Vaticano II desde 1962 al lado de Joseph Ratzinger, el Papa actual, y con la licencia para enseñar teología católica retirada desde 1979. El próximo día 4 de septiembre se cumplirán 17 años de la declaración de una Ética Mundial suscrita al Gran Park de Chicago por el Parlamento de les Religiones del Mundo en 1993 ante el panorama que se encuentra el mundo. Desde 1995 la Fundación para la Ética Mundial (Stiftung Weltethos) se ha dedicado a proseguir y ampliar este proceso de comunicación intercultural e interreligioso, a partir de unos valores que las religiones puedan tener en común y entorno a tres grandes afirmaciones:

- No puede haber supervivencia en el planeta sin una ética mundial.

- No habrá paz mundial sin una paz religiosa.

- No hay posibilidad de paz religiosa sin un diálogo entre las distintas religiones.

Dios no creó el mundo

Dios no creó el mundo

Dios no creó el mundo. La noticia nos la da el científico británico Stephen Hawking argumentando que el Big Bang, la gran explosión que dio origen al mundo, fue el resultado inevitable de las leyes de la física. ¡Toma ya!

Después de semejante bomba, no tengo más remedio que analizar esta nueva teoría, ya que, de ser cierta, las consecuencias que de ella se derivan son importantes. Si Dios no creó el mundo, ¿quién lo hizo? Hawking asegura que el Big Bang es la consecuencia de la Ley de la Gravedad, ¿habrá que adorar pues a esta fuerza creadora? ¿Acaso conviene fundar una nueva religión, con sus correspondientes iglesias y ministros, dedicada a esta ley física? ¿Sería Newton su profeta?

Tantos siglos de guerras entre fieles e infieles, entre judíos y musulmanes, entre católicos y protestantes… Cuántos millones de muertos por nada, para nada, si Dios no existe.

Charles Darwin ya eliminó la necesidad de contar con un creador en el campo de la biología y ahora esto... En su último libro, “The grand design”, Hawking sostiene que la moderna ciencia no deja lugar a la existencia de un Dios creador del universo. Tampoco excluye la posibilidad de que haya vida en otros universos, y señala que la ciencia está próxima a elaborar un marco teórico único, capaz de explicar las propiedades de la naturaleza.

Supongo que la Iglesia católica estará ya preparando la pira.

El nuevo mundo

El nuevo mundo

El mundo ha cambiado mucho desde sus orígenes. Es cierto que vivimos en un mundo más racionalizado, administrado y tecnificado que antes, también, paradójicamente, se ha convertido en menos opresivo y más inhumano que nunca. Por el mismo movimiento, por la misma tendencia, por la misma actitud que nos libera cada vez más del poder de las cosas y de la coacción de los objetos, el mundo contemporáneo objetiva de tal manera todo lo que observa, que cualquier interioridad parece ilusoria y toda subjetividad, susceptible de ser reducida a una individualidad biológica. La misma lógica que somete el mundo de los objetos al sujeto que los construye, los somete y los transforma, destituye al sujeto y lo convierte en un simple objeto privilegiado.

La característica del Homo faber es de referirlo todo a él, de transformar el mundo y adaptarlo a sus necesidades, de construir todo aquello que piensa para apropiárselo. Consecuencia: el hombre ha llegado a representarse a sí mismo como un objeto de su propia representación y, por tanto, como una fabricación, una construcción, un producto. El hombre contemporáneo es un sujeto lógico que se representa a sí mismo, desde el punto de vista epistemológico, como un objeto, un objeto científico que se rebela contra su propio estatuto lógico y reivindica la espontaneidad libertaria y disidente de su irreductible subjetividad. Se conoce de una manera diferente de como se experimenta y se nota diferente de todas las imágenes que construye de sí mismo. Subjetivamente no se identifica con aquello que cree conocer objetivamente de sí.

Este hombre que ha domesticado el mundo con su técnica, ahora se encuentra domesticado por su técnica. La misma astucia, la misma habilidad, el mismo ingenio que utiliza para domesticar, para atrapar al mundo, le ha atrapado a él y le ha convertido en su propio objeto. Sondeos, estadísticas, publicidad, propaganda…, todas estas nuevas técnicas le niegan como sujeto y lo construyen como objeto. Fabricamos un modelo estadístico de lector o de conductor. Construimos un producto, que más o menos metafóricamente, más o menos simbólicamente, parezca responder a las expectativas latentes. Después construimos la imagen de este producto. La lanzamos, la distribuimos, la difundimos, la imponemos. Ya hemos hecho el juego de manos: hemos fabricado un nuevo lector o un nuevo conductor. Luego lanzamos al mercado un nuevo político, una nueva estrella del rock, una nueva carrocería, o un nuevo dentífrico: para cada nuevo “concepto” un estudio de mercado ha previsto ya el número de votos, de discos, de automóviles o de tubos vendidos, la cifra del negocio y la duración del producto en el mercado.

La ciencia y la técnica han hecho del hombre un objeto previsible y, como cualquier otro, manipulable y modificable. La inteligencia, que construye todo lo que concibe, sólo ha hecho explicable el hombre dejando de considerarlo hombre.

Retractaciones

Retractaciones

¿Por qué no hablar de los errores que has profesado y de las cosas que has defendido y no valía la pena defender?

 ¿Por qué no retractarse de todos los errores en los que se insiste cuando ya no hay disculpa?

 ¿Por qué no honrar a la verdad de una vez por todas y asumir que nunca sé qué decir y que todos mis pensamientos conducen a nada?

Ser Dios o no ser nada

Ser Dios o no ser nada

Se anunció con el bombo y platillo que conlleva el orgullo: se había creado vida en un laboratorio. Pero no es cierto. Se ha conseguido que una célula ya viva se reproduzca con los rasgos de un genoma diferente que se le ha inoculado después de manipularse. Ahora vendrá el debate ético que genera siempre el miedo a tocar los entresijos de la vida. Si creamos o creemos haber creado vida, ¿somos Dios?

El mito de Frankenstein perdura por que el dilema radica en la propia esencia de la fe. El hombre desea creer en Dios, quiere ser Dios y al mismo tiempo lo niega, por miedo, por soberbia, porque se lo dicta la razón. En el fondo, el debate es ser Dios o no ser nada. Es encontrar la respuesta que nació cuando el ser humano creo el simbolismo. Y esta celebrada noticia no sirve para discutir a Dios sino para confirmar la vanidad humana, pues lo que se plantea es si, una vez más, el invento que puede tener unas consecuencias benefactoras para el avance de la humanidad, será utilizado con unos fines que la pongan en peligro. Terrorismo, lo llamamos, pero sucedió lo mismo con la pólvora o el átomo. ¿Acaso no son terrorismo las armas biológicas que ya existen? ¿O las armas nucleares? ¿O un sistema económico que permite que millones de personas mueran de hambre? No seamos hipócritas. No asustemos a nadie con el desarrollo del invento, porque con debate ético o sin él, el invento se desarrollará. Es una característica inmanente de la especie: ir siempre más allá. Quizá una opción sea ponerlo al alcance de todos y esperar a que se neutralice, mientras se aprovechan sus aspectos positivos. Algo que ya ocurrió en su tiempo con la bomba A.

Ciencia sin imposiciones

Ciencia sin imposiciones

Una ciencia que insiste en poseer el único método correcto y los únicos resultados aceptables es ideología, y debe separarse de la educación. Se la puede enseñar, pero sólo a aquellos que hayan decidido hacer de ella su superstición particular. Por descontado, toda profesión tiene derecho a exigir que sus adeptos sean preparados de una forma especial, e incluso puede exigir la aceptación de cierta ideología. Pero estas ideologías no tienen cabida en el proceso de educación general que prepara al ciudadano para desempeñar un papel en la sociedad. Un ciudadano maduro no es un hombre que ha sido instruido en una ideología particular, como el puritanismo o el racionalismo crítico, y que ahora arrastra esta ideología como un tumor mental; un ciudadano maduro es una persona que ha aprendido a formarse su propia opinión y que luego ha decidido a favor de lo que piensa que es más conveniente para él. Es una persona que posee solidez mental y que por tanto es capaz de elegir conscientemente la profesión que le parece más atractiva, en lugar de ser tragado por ella. Con el fin de prepararse a sí mismo para esta elección, estudiará las ideologías más importantes como fenómenos históricos; estudiará la ciencia como un fenómeno histórico y no como la sola y única forma razonable de acercase a los problemas, de modo que posea la información necesaria para poder llegar a una decisión libre. Una parte esencial de una educación general de esta clase consiste en familiarizarse con los propagandistas más famosos de todos los campos, de modo que el alumno pueda preparar su resistencia contra toda propaganda, incluida la propaganda llamada argumento. Sólo tras un proceso de endurecimiento semejante, el ciudadano será requerido para que se forme su opinión sobre el debate racionalismo-irracionalismo, ciencia-mito, ciencia-religión, etc. Su decisión a favor de la ciencia, suponiendo que la elija, será más “racional” de lo que es hoy día cualquier decisión a favor de la ciencia. En todo caso la ciencia y las escuelas deberían estar tan separadas como lo están hoy la religión y las escuelas.

Copérnico y la Iglesia

Copérnico y la Iglesia

Nicolás Copérnico fue invitado reiteradamente por miembros de la jerarquía católica para dar a conocer sus cálculos. Pese a los recelos del autor de Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes, la Iglesia católica, de entrada, no veía con malos ojos cualquier reforma de la astronomía si conducía a un objetivo en el que su interés era grande: la reforma del calendario juliano (adoptado por la Iglesia en el Concilio de Nicea, año 325), la cual, se produjo en 1582 al sustituirse este calendario por el gregoriano (denominado así en honor del papa Gregorio XIII). El problema del calendario que tanto importaba a la Iglesia era el siguiente:

 

Se trataba de determinar la duración exacta del año trópico, es decir, el tiempo que transcurre entre dos pasos consecutivos del Sol por el mismo punto equinoccial (equinoccio de primavera y equinoccio de otoño), éste era un dato fundamental puesto que indicaba el inicio y el final de las estaciones. La primera dificultad radicaba en que no comprende un número entero de días. En el siglo I a. C. Julio César había decretado que un año (trópico) consta de 365 ¼ días, de modo que cada tres años de 365 días tenía que añadirse un cuarto bisiesto. Pero este cómputo iba acumulando un error debido al fenómeno conocido como precesión de los equinoccios, consistente en el lento retroceso de los puntos equinocciales y responsable de que el comienzo de las estaciones se anticipe ligeramente cada año (11 minutos y 4 segundos). Así, si el comienzo de la primavera estaba fijado para el 21 de marzo, resulta que en la época de Copérnico se había adelantado diez días. En contra de lo que indicaba el calendario juliano, el equinoccio de primavera tenía lugar entonces el 11 de marzo. Y, puesto que, a su vez, la fijación de la importante festividad de Pascua dependía de la correcta determinación del equinoccio de primavera (domingo siguiente al plenilunio posterior a dicho equinoccio), se comprende el interés de la Iglesia católica por el tema.

 

Según relata Copérnico en el prefacio de Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes, dedicado al papa Pablo III, la invitación de la Iglesia contenía implícita una tesis: bastaba con tomar toda referencia al movimiento de la Tierra y a la posición central del Sol como mera hipótesis matemática, sin pretender que se convirtiera en la descripción del modo en que realmente sucedían las cosas en la naturaleza. Con el tiempo, este planteamiento llegó a convertirse en una exigencia, tal y como queda de manifiesto en la amonestación privada a Galileo. Pero Copérnico siempre entendió la astronomía como un conjunto de proposiciones, no solamente útil para calcular los movimientos de los planetas, sino conforme a la disposición real de los cuerpos celestes. En este sentido, estaba convencido de que la teoría heliocéntrica que defendía era verdadera. Pese a esto, el Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes salió de la imprenta con un prefacio, sin firma, titulado “Al lector de las hipótesis de esta obra” en el que se afirmaba que “no es necesario que las hipótesis (astronómicas) sean verdaderas, ni siquiera verosímiles, sino que basta con que muestren un cálculo coincidente con las observaciones”. Este famoso prólogo fue escrito por el pastor luterano Andreas Osiander, amigo de Copérnico. Hoy sabemos, por el testimonio de Kepler, que el astrónomo polaco nunca suscribió esta tesis.

 

La obra de Copérnico, titulada en latín De revolutionibus orbium celestium, estuvo acabada en 1530, sin embargo, no apareció publicada hasta 1542 por temor a la polémica. Tras un derrame cerebral y con sus facultades mentales muy mermadas, Copérnico tuvo la primera copia de su manuscrito en las manos días antes de su muerte.

Avanzamos a golpes de imaginación

Una teoría científica pretende definir unas leyes que sirvan para explicar la realidad observada y para inferir o determinar la evolución futura de esta realidad o de la fenomenología a la que se dirige. La observación de la realidad está condicionada por el avance científico, pues es éste el que provee de instrumentos de observación y medida necesarios, pero esto no explica por qué la evolución científica no se produce de forma progresiva sino que avanza a saltos, que son en sí mismos importantes avances, a los que siguen largos periodos de estancamiento casi total y de logros prácticamente inexistentes. Esto demuestra que la búsqueda científica y técnica no sólo está basada en la racionalidad y no deja claro el motivo por el que este avance es escalonado y no progresivo.

 

Como muestra de esta hipótesis cabe analizar la explicación del universo en tres de sus teorías más destacadas. Ptolomeo, en el año 200 a.C., pensó que la Tierra era el centro del universo y que todos los planetas y estrellas, incluido el sol, giraban en círculo alrededor de la Tierra, mientras las estrellas se mantenían en posición fija en unas esferas concéntricas que giraban a velocidad constante. Solamente los planetas se movían por la superficie de su esfera. Esta teoría se mantuvo inalterable durante 1.700 años y fue totalmente aceptada pese a no explicar, por ejemplo, el movimiento de la Luna.

 

A principios del siglo XVI, Copérnico planteó una teoría revolucionaria  que desmentía incluso las enseñanzas de la Biblia y los conceptos universalmente aceptados en el mundo occidental de la época. Era el Sol el verdadero centro del universo y no se movía; la Tierra y los otros planetas giraban a su alrededor describiendo trayectorias circulares. Un siglo después, gracias al invento del telescopio, Galileo pudo verificar que esta teoría era cierta y, aun teniendo en contra a la Iglesia y al poder político del momento, la teoría fue universalmente aceptada y comprobada a los pocos años.

 

Pero el quid de la cuestión es: ¿Qué hizo que Copérnico imaginase una teoría tan revolucionaria? No se trataba de un razonamiento evolutivo ya que su planteamiento era absolutamente novedoso respecto al afirmado y sostenido antes durante siglos.

 

Poco después, hacia 1610, Kleper planteó la necesidad de unas fuerzas, que él creía que eran magnéticas, que harían girar a los planetas alrededor del Sol. Esto implicaba la aceptación de que las órbitas de los planetas eran elípticas y constituía un salto en el conocimiento y la explicación del universo, pero no es hasta 1657, con los Principios de Isaac Newton, cuando se plantea una explicación del origen, la naturaleza y la cuantificación de estas fuerzas que Newton afirma y demuestra que son directamente proporcionales a las masas e inversamente proporcionales a las distancias entre los cuerpos celestes. Y otra vez se presenta el enigma de cómo y a partir de qué planteó Kepler una teoría que es su tiempo no era comprobable y que medio siglo después fue corroborada por Isaac Newton.

 

El avance científico de los instrumentos de observación genera dudas y evidencia las faltas de la teoría de Newton a final del XIX y principios del XX.

 

Un oscuro funcionario de la oficina de patentes de Zurich plantea en cuatro artículos técnicos publicados en 1905 una nueva teoría, después bautizada con el nombre de Teoría de la Relatividad espacial, que en 1915  completa. Esta teoría revolucionaria se basa en el hecho de que el tiempo discurre a velocidades diferentes en función de la velocidad a la que se mueve el observador y también la teoría de la equivalencia, en función de la fuerza de la gravedad a la cual esté sometido. Einstein, posiblemente el científico más importante de la historia de la humanidad, adopta una teoría, en apariencia, absurda para nuestra experiencia y base racional: el tiempo no es una magnitud universal  e invariable, sólo lo es la velocidad de la luz. Es decir, según esta teoría, dos amigos nacidos el mismo día, si uno se queda en la Tierra y el otro viaja durante años por el espacio a gran velocidad, envejecen a un ritmo diferente, porque el tiempo es más rápido para uno y más lento para el otro, y así, cuando el viajero, que ha ido a velocidades cercanas a la de la luz, vuelve a la Tierra, es más joven que el que se ha quedado aquí.

 

Esta teoría, que puede ser comprobada por todas las observaciones realizadas hasta ahora en el espacio, se elaboró hace un siglo, sin ninguna base experimental, y es hoy el pilar y la explicación de muchos fenómenos del universo, hasta ahora poco comprensibles.

 

La pregunta aparece de nuevo: ¿qué permitió a Einstein afirmar aquello que era improbable en su época y que un siglo después de su muerte ha sido verificado? ¿Por qué han tenido que pasar 250 años para que la teoría de Newton se pudiera sustituir por otra: la de la relatividad, que explica lo que la primera no podía?

 

Parece que lo que Copérnico, Kepler y Einstein elaboraron, cada uno en su momento, no ha podido ser más que fruto de su imaginación. Es la imaginación genial de estos hombres la que les permitió establecer una teoría que después desarrollaron, detallaron y cuantificaron ellos u otros, pero estos saltos en el conocimiento científico no se pueden entender si no es a partir de la intuición e incluso de la emoción, es decir, de la menos racional de las capacidades humanas.

 

Si esto es cierto, tendremos que admitir que el progreso científico está basado secundariamente en la racionalidad y que sin una inteligencia subjetiva y llena de emociones e intuiciones, no habría sido posible que estos hombres, que cambiaron la concepción del mundo, hubieran formulado teorías, en principio, incomprobables. Puede que esto no sea sino una hipótesis, pero parece cierto que la inteligencia y el raciocinio, desprovistos de imaginación e intuición, son inútiles y probablemente ineficaces para el avance de la humanidad.

Dios, pruebas y refutaciones

Dios, pruebas y refutaciones

Todas las pruebas que tienden a explicar la existencia de Dios tienen en común que demuestran a la vez demasiado y demasiado poco. Aun cuando demostraran la existencia de algo necesario, absoluto, eterno, infinito, etc., son incapaces de probar que eso sea un Dios, tal como lo entiende la mayoría de las religiones, a saber: no sólo como un ser, sino también como una persona, no sólo como una realidad, sino también como un sujeto, no sólo como algo, sino también como alguien, no sólo como un Principio, sino también como un Padre.

 

Ésta es también la debilidad del deísmo, que es una fe sin culto y sin dogmas. Creo en Dios, pero no en el de las religiones, suelen decir muchos desencantados de las numerosas iglesias. Bien. Pero entonces Dios se convierte en un desconocido, ¿cómo sabremos entonces qué es Dios?

 

Creer en Dios implica conocerlo al menos un poco, lo que solamente es posible a través de la razón, la revelación o la gracia. Ahora bien, la razón se confiesa cada vez más incompetente. Quedan pues la revelación y la gracia: queda, en definitiva, la religión… ¿Cuál? Es lo de menos, pues la filosofía no dispone de criterio alguno para discernir entre ellas. Para la mayoría de nosotros, el Dios de los filósofos es menos importante que el Dios de los profetas, de los místicos o de los creyentes. Fueron Pascal y Kierkegaard, antes que Descartes o Leibniz, quienes dijeron lo esencial: Dios es objeto de fe más que de pensamiento o, mejor dicho, Dios no es objeto alguno sino sujeto, absolutamente sujeto, y solamente lo encontramos en la experiencia inmediata o en el amor. Pascal, en una noche ardiente, creyó tener una experiencia de este tipo: “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no el de los filósofos y los científicos. Certeza, sentimiento, gozo, paz. Dios de Jesucristo… Gozo, gozo, gozo, llanto gozoso”. Esto no es una demostración. Pero sin esta experiencia, la fe no se daría por satisfecha con ninguna demostración.

 

Probablemente éste sea el punto en el que la filosofía se detiene. ¿Qué sentido tiene demostrar lo que se experimenta de forma inmediata? ¿Cómo probar lo que no se experimenta? El ser no es un predicado, Kant tiene razón en este punto, y por eso, como decía ya Hume, la existencia no se demuestra ni se refuta. El ser se constata, no se demuestra, se comprueba, no se prueba.

 

Se replicará que la existencia es una prueba. Pero no es así, pues en este caso la experiencia no es repetible, ni verificable, ni mesurable, ni siquiera totalmente comunicable… La experiencia no prueba nada, pues hay experiencias falsas o ilusorias. ¿Y una visión? ¿Y un éxtasis? Las drogas también  los procuran. Pero ¿qué puede probar una droga? ¿Cómo podemos saber si quien dice ver a Dios lo ve realmente o más bien alucina? ¿Cómo podemos saber si quien dice escucharlo, lo escucha realmente o más bien es él quien le hace hablar? ¿Cómo podemos saber si quien dice sentir su presencia, su amor, su gracia, las percibe realmente o más bien las imagina? No conozco a ningún creyente que esté más seguro de la verdad de su fe de lo que yo lo estoy de mis sueños cuando duermo. Lo que equivale a decir que una certeza, mientras siga siendo puramente subjetiva, no prueba nada. Es lo que denominamos fe: “Una creencia que sólo es suficiente subjetivamente”, escribió Kant, por lo que no debemos imponerla, ni teórica ni prácticamente, a nadie.

 

Dios, por decirlo de otra forma, no es tanto un concepto cuanto un misterio, no es un hecho cuanto un interrogante, no es tanto una experiencia cuanto una apuesta, no es tanto un pensamiento cuanto una esperanza. Dios es el ser cuya existencia hay que suponer para escapar de la desesperación (ésta es la función de los postulados de la razón práctica en Kant), y por eso la esperanza, igual que la fe, es una virtud teologal, porque tiene como objeto a Dios mismo. “Lo  contrario de desesperar es creer”, dijo Kierkegaard, Dios es el único ser que puede satisfacer absolutamente nuestra esperanza.

 

Que esto, nuevamente, nada prueba es lo que hay que reconocer para terminar: la esperanza no es un argumento, puesto que, como dice, Renan, podría ocurrir que la verdad fuera triste. Pero ¿de qué valen los argumentos que no permiten esperar nada?

 

¿Cuál es nuestra esperanza. Que el amor sea más fuerte que la muerte, como dice el Cantar de los cantares, más fuerte que el odio, más fuerte que la violencia, más fuerte que todo, y únicamente esto sería verdaderamente Dios: el amor todopoderoso, el amor que salva y el único Dios, porque sería absolutamente amor, digno de ser amado. Es el Dios de los santos y de los místicos: Dios es amor, escribe Bergson, y objeto de amor: ésta es toda la aportación del misticismo. De este doble amor, el místico no terminará nunca de hablar. Su descripción es interminable porque lo que hay que describir es inexpresable. Pero lo que sí dice claramente es que el amor divino no es una propiedad más de Dios: es Dios mismo”.

 

Se objetará que este Dios no es tanto una verdad: el objeto del conocimiento, cuanto un valor: el objeto de un deseo. Sin duda. Pero creer en él es creer que este valor supremo (el amor) es también una verdad suprema (Dios). Esto no se demuestra; esto no se refuta. Pero es algo que se puede pensar, esperar, creer. Dios es la verdad que constituye una norma, la conjunción de lo Verdadero y el Bien, y por esa razón, la norma de todas las verdades. En este nivel supremo, lo deseable y lo inteligible son idénticos, explicaba Aristóteles, y esta identidad, si existe, es Dios. ¿Hay mejor manera de decir que solamente él podría colmarnos o consolarnos absolutamente? “Sólo un Dios podría salvarnos”, reconoce Heidegger. Por lo tanto, hay que creer en él o renunciar a la salvación.

 

Por último, señalemos que por esta razón Dios es y da sentido: en primer lugar porque, sin él, todo sentido topa con el absurdo de la muerte, en segundo lugar, porque Dios sólo es sentido para un sujeto, y sólo en sentido absoluto, por lo tanto, para un sujeto absoluto. Dios es el sentido del sentido, y por eso es lo contrario del absurdo o de la desesperación.

Dilema

Si los hombres son buenos, entonces las leyes para el control de armas no son necesarias; y si los hombres son malos, las leyes para el control de armas no serán eficaces. Por consiguiente, las leyes para el control de armas, o bien no son necesarias, o no son eficaces.

Destino, azar y libre albedrío

Entre científicos, filósofos y gente común hay una tajante división de opiniones acerca de si el futuro está o no completamente determinado por el pasado. Los deterministas creen que el estado total del universo en un momento dado cualquiera determina completamente el estado total del universo en cualquier momento futuro. Ésta era, por ejemplo, la convicción de Einstein. Entre los más grandes de los muchos filósofos que abrazaron la causa determinista estuvo Benedicto de Spinoza, y Einstein se consideraba a sí mismo spinozista. Fue ésta una de las razones por las que Einstein nunca aceptó como definitiva la teoría cuántica, pues en la teoría cuántica el azar interviene de manera fundamental en la determinación de los acontecimientos de microcosmos. Como el propio Einstein manifestó en cierta ocasión: “No creo que Dios juegue a los dados con el universo”.

 

Los indeterministas juzgan que el futuro del universo está sólo parcialmente determinado por su estado actual. Los indeterministas no creen necesariamente en el libre albedrío, y pueden no creer tampoco que el papel que desempeñe el azar a nivel subatómico sea la causa que impida la completa determinación del futuro. Por otra parte, pueden tal vez creer que los seres vivos, y muy especialmente los humanos, tienen “albedrío”, una voluntad libre que les otorga capacidad para modificar perceptiblemente el futuro de manera que ni siquiera un ser sobrehumano capaz de conocer todo acerca del estado actual del universo podría predecir. Charles Peirce y William James fueron dos eminentes filósofos norteamericanos, paladines de la causa indeterminista.

 

Estas profundas cuestiones filosóficas están, en última instancia, íntimamente ligadas a la naturaleza del tiempo, e igualmente, a lo que se entiende al decir que un suceso es causa de otro. Nadie duda de que aplicando técnicas matemáticas a nuestras mediciones del universo podamos predecir con exactitud casi perfecta: el momento en que se producirá el próximo eclipse solar, por ejemplo. Y nadie niega que otros sucesos, tales como el resultado del próximo lanzamiento de un dado, o el tiempo que hará la semana que viene, sin impredecibles en la práctica, precisamente a causa de que los factores que los determinan son demasiado complejos.

 

La gran cuestión estriba en elucidar si las leyes básicas del universo son completamente determinísticas o no, o si la novedad genuina está originada por el puro azar en el nivel microcósmico, o por los seres vivos del nivel macroscópico, o tal vez por ambos. Estas cuestiones fueron ya debatidas por los antiguos griegos; científicos, filósofos y gentes de a pie han estado desde entonces debatiéndolas sin cesar.