Ser mujer
On ne naît pas femme: on le devient, “No se nace mujer, se llega a serlo”, la célebre frase de Simone de Beauvoir responde a la afirmación de su contemporáneo Lacan: No existe la mujer. La mujer creada por las ideas hegemónicas masculinistas no existe; en cuanto a sujeto, se constituye mediante un acto de autoafirmación. Y es en ese camino por llegar a ser donde surgen los conflictos, porque el mundo es el reino de los varones.
Se llega a ser mujer en una sociedad patriarcal donde la construcción del sujeto femenino exige heterosexualidad, maternidad abnegada, belleza física para satisfacer el deseo masculino, virtud, subordinación al hombre… Se hace a la mujer buscando la simetría, escogiendo el propio camino, creciendo en un futuro indefinidamente abierto, con libertad para ser con independencia de los mandatos, normas y símbolos que impone la cultura.
Hombres y mujeres llegan a ser lo que la cultura, políticamente construida, determina mediante reglas que atañen al género, clase y raza de la persona. Los papeles establecidos y definidos por los grupos dominantes de la sociedad funcionan como dispositivos de control para mantener la organización social que más les conviene a ellos.
Durante veinte siglos no ha existido equivalencia entre hombres y mujeres, ni siquiera la sociedad contemporánea, con la conquista de la democracia, ha permitido desmantelar la jerarquía de sexos. Filósofos, médicos, educadores, científicos, legisladores, políticos, varones, en definitiva, han establecido las definiciones de la mujer fijando los cánones de comportamiento según las cualidades que ellos consideraban que eran consustanciales a la feminidad.
Desde el Génesis, que sostiene que la creación del hombre es para gozo de Dios y la de la mujer es para goce del varón, motivo por el que no nace de la misma materia noble sino de un costado del varón, destinada a complementar su existencia; el mito fundador de la humanidad, difundido el cristianismo, sitúa al varón en un plano de superioridad.
Poco importa cuál es el origen de este orden binario jerarquizado que perpetúa la dominación masculina, ni que desde Aristóteles se haya mantenido a lo largo de la historia un discurso que subordina a la mujer. El problema radica en la institucionalización simbólica de las relaciones de género, de clase y de razas. Como apunta el psicoanalista Cornelius Castoriadis, el simbolismo no es neutro y el individuo se enfrenta a un orden establecido de antemano, un lenguaje ya constituido que adjudica un significado, un orden imaginario.
El orden simbólico dominante, el lenguaje del discurso, las prácticas cotidianas, impregnan los mecanismos del Estado, estructuran la familia nuclear, establecen la división sexual del trabajo, el desarrollo del conocimiento. Los márgenes para la disidencia son mínimos y aun así han sido aprovechados por las mujeres para definirse a sí mismas, creándose numerosos movimientos de mujeres por la equidad, el desarrollo del pensamiento feminista, logros sexuales, políticos, económicos, culturales…
Si desechamos la referencia a la divinidad, nos queda un territorio nuevo para construir un paradigma distinto. Si consideramos a los seres humanos iguales por el hecho de ser humanos, la importancia del cuerpo se desvanece. Nace entonces una premisa de neutralidad en las construcciones humanas, una postura de objetividad adecuada para el desarrollo de los sujetos.
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