Blogia
Cierzo

Filosofando

Y llegó Freud

“Conócete a ti mismo” (Nosce te ipsum). Esta inscripción, elegida por los siete sabios para figurar en el frontispicio del templo de Delfos, es clásica en el pensamiento griego. Los pensadores de todos los tiempos han reflexionado sobre ella siguiendo el ejemplo de Sócrates y Platón y atribuyéndole diversos matices.

 

La sabiduría de Occidente comienza, en su vertiente filosófica, con este pensamiento e intenta apartarse de adivinanzas y supersticiones. Parece que el origen del adagio se remonta a escritos antiguos de Heraclio, Esquilo, Herodoto y Píndaro; y surge como una invitación a reconocerse mortal y no dios. También se dio en otras culturas antiguas: Israel, los Veda y Avesta, Confucio, Lao-Tsé, los Tirthankara, Buda, Homero, Eurípides, Sófocles, Platón y Aristóteles. Sócrates lo eleva a un nivel filosófico como un examen moral de uno mismo ante Dios. Platón lo orienta hacia la verdadera sabiduría en un fantástico sistema de pensamiento. Erasmo dirá que es el inicio del filosofar en cuanto lleva a la consciencia humilde de “saber que no sabe nada”. Los Padres de la Iglesia lo toman y lo encuentran en los escritos bíblicos (Cant 1,8. “Si tú no te conoces, seguirás el camino del rebaño”; Dt 15,9 “Estate atento a ti mismo”). San Agustín hace célebre el aforismo elevándolo también a Dios, diciendo que el fin de la vida es “conocerte y conocerme”. El hombre se conoce cuando va al fondo de sí mismo y ahí encuentra la imagen de Dios. 

 

La búsqueda filosófica no surge de preguntarse ¿quién es Dios? sino ¿quién es el hombre? De lo más próximo a lo más elevado y profundo. La Ilustración, con todo su entusiasmo, fue un paréntesis  con malas consecuencias, como detecta el postmodernismo, que refuerza la tesis de Bruno Forte cuando dice: “Entre el triunfo de la identidad y la apología de la diferencia, resuelta en el dominio omnicomprensivo de la nada, entre el tiempo de la ideología y del nihilismo, la causa del hombre exige que se busque un camino distinto entre los tiempos, capaz de escaparse tanto de la seducción alienante del pensamiento solar, como del hechizo trágico de la victoria final sobre las tinieblas”. En tiempos más cercanos, Scheler y Heidegger destacan que nunca hemos sabido tantas cosas sobre el hombre y nunca hemos sabido menos del hombre. Es lógico que así suceda cuando se prescinde de la Revelación por una parte, y por otra de los conocimientos de la filosofía perenne. El hombre supera infinitamente al hombre, decía Pascal, refiriéndose a ese algo tan superior a la materia que le forma. Además está la riqueza de los sentimientos. Mucho perjuicio hizo al progreso del pensar la rotura del nominalismo en el siglo XIV, aún no superada. De una parte se perdió la metafísica y se separó de la filosofía, que se convirtió en un galimatías lógico. Blaise Pascal dice acertadamente: “¡Qué quimera el hombre! ¡Qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué contradicción, qué prodigio! Juez de todas las cosas y gusano infecto, depositario de la verdad, cloaca de incertidumbre y error, gloria y desecho del universo”.

 

En los últimos tiempos, tres son los pensadores que por su gran influencia han aportado claves revolucionarias en el conocimiento del hombre: Marx, Nietzsche y Freud. Los tres prescinden de Dios, y los tres apoyan su visión en algún aspecto negativo del ser humano. Karl Marx dice que la clave de toda la realidad es la economía. La alineación económica explica lo demás. Nietzsche es más complejo, pero también tiene una clave, y es la voluntad de poder del hombre. Sigmund Freud hace lo mismo con la libido sexual, y con ella pretende explicarlo todo.  

 

Al estudiar al hombre desde una nueva perspectiva: su persona y su personalidad, el psicoanálisis es a la filosofía lo que la piedra filosofal a los alquimistas. Freud encontró el camino para llegar al inconsciente, a lo más recóndito, oscuro y desconocido del ser humano. Siglos y siglos de incertidumbre iban a disiparse mediante un estudio positivista, pero cuando las investigaciones tropezaron con el inconsciente, todo se volvió confuso, puesto que el inconsciente es algo realmente inconsciente. “No tenemos objeto, no tenemos nada”, dijo Jung. “Lo único que podemos hacer son inferencias, ya que no podemos ver nada, y en tales condiciones tenemos que elaborar un modelo de esa posible estructura del inconsciente”. La luz de la vela que iluminaba las tinieblas de la ignorancia se apagó de repente cuando se vio que el yo está en constante evolución y que, por tanto, nunca puede ser completamente conocido. Así regresamos de nuevo al mandala, al arquetipo más viejo, al símbolo del cuadrado en el círculo o el círculo en el cuadrado que expresa el esquema del mundo desde la Prehistoria.

La ciencia desacralizada

En un principio, y sobre todo a partir de la Ilustración, la razón y la ciencia se perfilan como poderosos medios de progreso que liberan a la humanidad del sistema de creencias sobrenaturales en el que había estado sumida en el Antiguo Régimen. Para empezar, Nietzsche critica a la ciencia que eleve sus principios al mismo grado de verdad absoluta que la religión, ese objetivo de verdad incuestionable.

 

En la primera mitad del siglo XIX, Saint-Simon y Comte ejemplifican bien esa tendencia que no hace sino colocar a la ciencia en el lugar que ocupaba antes la religión. Tanto es así que Comte escribirá una obra titulada “Catecismo positivista” que pretende divulgar la idea de una nueva religión, una especie de catolicismo sin cristianismo que copia la organización de la iglesia católica y establece una clase de sacerdotes que serán los sabios positivos, un Papa y un calendario especial con festividades propias donde la ciencia y su sistema de leyes y verdades vienen a sustituir al dogma de fe; un sistema donde la “razón positiva se caracteriza por la determinación científica de las relaciones entre los individuos y el medio que los rodea”. Porque Comte pensaba que la humanidad había dejado atrás el periodo medieval: teológico, y tras superar un paréntesis revolucionario: metafísico, entraba por fin en una etapa positiva, basada en el individuo y la razón.

 

Para Nietzsche esa tendencia significa situar la verdad en un plano elevado al que sólo llegarán los iniciados, igual que antes con el cristianismo, y además desprestigiar el mundo de la realidad cotidiana, el plano de los sentidos, del error, al no poder evitar compararse con el mundo verdadero de las ideas. Entonces ocurre que los científicos no son tanto hombres libres, podríamos decir también liberados, al estar atados en ese trabajo de tipo ascético que nunca acaba de aproximarse al mundo de la verdad. El hombre seguiría siendo empequeñecido por la ciencia ya que, en definitiva, lo mismo da que esa insignificancia se la recuerde su sometimiento a una voluntad divina que a una ley científica. Si un rayo cae a nuestro lado, en parte da lo mismo que pensemos que lo manda Dios o que lo causa una ley atmosférica.

 

Por tanto, lo que se critica es la alienación, la enajenación que produce en el hombre en entronización de la verdad; porque, por decirlo en palabras de Stirner, si uno se pregunta continuamente lo que dirá su Dios, lo que dirá su sentido moral, su conciencia, su sentido del deber, o lo que las gentes van a pensar, entonces, “no escuchan ya ni poco ni mucho lo que Él mismo hubiera podido decir y decidir”. En resumen, puede decirse que lo que desagrada a Nietzsche es la debilidad de refugiarse en el ideal de verdad, aunque sea científica, para no aceptar con valor el carácter de inseguridad y de incertidumbre que tiene la vida.

El psicoanálisis

El psicoanálisis fue concebido como un movimiento cuasi religioso basado en una teoría psicológica y equipado con una psicoterapia. Esto, en sí mismo, es perfectamente legítimo. Mis críticas se dirigen contra los errores y las limitaciones inherentes al camino que siguió. En primer lugar, padeció el mismo defecto que pretendía curar: la represión. 

El segundo defecto fue su carácter autoritario y fanático, que impidió el desarrollo fructífero de la teoría del hombre y condujo al establecimiento de una burocracia atrincherada.

“El movimiento” pretendía la reforma de la humanidad, pero ese descubrimiento se atoró en un camino fatal. Fue aplicado a un pequeño sector de la realidad: el de los impulsos de la libido del hombre y su represión, y poco o nada en absoluto a la más amplia realidad de la existencia humana y a los fenómenos sociales y políticos. Los freudianos creen que han encontrado la solución de la vida en la fórmula de la represión de la libido.

Bilis negra, enfermedad de los intelectuales

“¿Por qué será que quienes han destacado en filosofía y en otras artes son individuos melancólicos, afligidos por la enfermedad de la bilis negra?” Problemas, Aristóteles.

Esta cita de Aristóteles sugiere la propensión de los intelectuales a la tristeza, basada en la teoría del insigne Hipócrates de Cos que atribuye la melancolía al planeta Saturno. Saturno inducía al bazo a segregar grandes cantidades de bilis negra (melainacole), la cual oscurecía el estado de ánimo.

Si analizamos sólo la rama de la Filosofía, nos encontraremos con intelectuales como Hobbes, Hume, Kant, Nietzsche, Heidegger, Sartre, Ortega y Gasset, Voltaire… Una opinión que comparten estos pensadores es la de que sólo aquellos que no reflexionan sobre la vida pueden conservar la esperanza. De entre todos ellos quizás sea Voltarie quien ridiculizó más agudamente al optimismo. Su obra “Cándido o el optimismo” es la caricatura más famosa de este impulso positivo y en su “Diccionario filosófico” plantea un desafío a quienes no estén de acuerdo con su noción negativa de la vida: “Si se asoman a la ventana, verán solamente personas infelices, y si de paso cogen un resfriado, también ustedes se sentirán desdichados”, presagiaba con ironía el filósofo.

Tuvo que pasar medio siglo hasta que los filósofos se asomaron a las ventanas para ver a sus semejantes en un entorno natural. Cuando Unamuno abrió la ventana de su despacho observó que los españoles “no quieren comedia sino tragedia” y escribió el ensayo que lleva por título “Del sentimiento trágico de la vida”, algo que no le impidió defender más tarde que a las personas optimistas les mueven las ilusiones, por eso “pelean y no se rinden ante la adversidad”, y llegar a la conclusión de que “no suelen ser nuestras ideas las que nos hacen optimistas o pesimistas, sino que es nuestro optimismo o nuestro pesimismo, de origen fisiológico o patológico tanto el uno como el otro, el que hace nuestras ideas”.

Otro gran pensador, Bertrand Russell, que “en la adolescencia odiaba la vida y estaba continuamente al borde del suicidio”, advirtió que los individuos con una disposición positiva y abierta llevan vidas más agradables y se adaptan mejor a las circunstancias que aquellos que se inclinan hacia el negativismo y rechazan lo que les rodea.

Quizás el pesimismo de tantos intelectuales que se dedicaron y se dedican a entender la vida se deba a que encasillan supuestos morales preconcebidos en sus teorías fatalistas.

El arte de la razón

Los grandes artistas son aquellos que combinan soledad y universalidad, subjetividad y objetividad, espontaneidad y disciplina, y quizá sea éste el verdadero milagro del arte, que lo distingue tanto de la técnica como de la ciencia. En todas las civilizaciones que han utilizado el arco, las flechas tienden a adaptarse a él, midiendo dos tercios de su longitud. Esta importante convergencia técnica, sin embargo, no dice nada de la humanidad, sino sólo de su inteligencia, y menos todavía de los individuos que la forman: solamente se debe al mundo y sus leyes. Es invención, no creación, y poco importa el sujeto que la inventa. Nadie duda de que, sin los hermanos Lumière, habríamos tenido igualmente el cine. Pero sin Gorard jamás habríamos tenido Al final de la escapada ni Pierrot el loco. Sin Gutemberg, tarde o temprano, habríamos tenido imprenta. Sin Villon ni un solo verso de la Balada de los ahorcados. Los inventores nos hacen ganar tiempo. Los artistas nos lo hacen perder, y lo salvan.

Lo mismo cabe decir de las ciencias. Supongamos que Newton o Einstein hubieran muerto al nacer. La historia de las ciencias, ciertamente, hubiera sido otra, pero más en lo que se refiere a su ritmo que en su mismo contenido, más en lo que se refiere a sus anécdotas que en su misma orientación. Ni la gravitación universal ni la equivalencia de masa y energía se hubieran perdido: alguien, en algún momento, las hubiera descubierto, y por eso, en efecto, hablamos de descubrimientos y no de creaciones. Pero si Shakespeare no hubiera existido, si Miguel Ángel o Cézanne no hubieran existido, jamás habríamos tenido ninguna de sus obras ni nada que pudiera reemplazarlas. En tal caso, no sólo habrían cambiado el ritmo, los personajes o el transcurso anecdótico de la historia del arte, sino también su contenido más esencial e incluso, en parte, su misma orientación. Eliminemos de la historia de la música a Bach, Haydn y Beethoven: ¿quién puede saber qué hubiera sido de la música sin ellos? ¿Qué habría hecho Mozart sin Haydn, Schubert sin Beethoven o todos ellos sin Bach? Son los genios quienes hacen avanzar al arte, quienes lo constituyen, y son tan insustituibles post facto como imprevisibles de antemano.

Cabría decir lo mismo de la filosofía. Sin Platón, sin Descartes, sin Kant, sin Nietzsche, la filosofía habría sido, y seguiría siéndolo, esencialmente distinta de lo que es actualmente. Esto bastaría para probar que no es una ciencia. Pero, ¿es acaso un arte? Estamos ante una cuestión de definición. No obstante, lo es en la medida en que no existiría, o sería completamente distinta, sin cierto número de genios singulares, es decir, al igual que en el arte, originales y ejemplares: son ellos quienes nos sirven de criterio o regla, como diría Kant, para juzgar acerca de lo que una obra filosófica puede o no ofrecernos. Éste es el arte de la razón, si queremos decirlo así, para el que la verdad posible sería una belleza suficiente.

Deseo pesimista

“Aspiro a un reposo absoluto y a una noche continua. Poeta de la loca voluptuosidad del vino y del opio, no tengo sed sino de un licor desconocido sobre la tierra, y que la farmacia celestial no podría ofrecerme; un licor que no contendría ni vitalidad ni muerte, ni la ejercitación ni la nada. No saber nada, no enseñar nada, no querer nada, no sentir nada, dormir y seguir durmiendo, éste es hoy mi único deseo”.

Baudelaire

AUNQUE SEA UN INSTANTE

Aunque sea un instante, deseamos
descansar. Soñamos con dejarnos.
No sé, pero en cualquier lugar
con tal que la vida deponga sus espinas.

Un instante tal vez. Y nos volvemos
atrás, hacia el pasado engañoso cerrándose
sobre el mismo temor actual, que día a día
entonces también conocimos.

Jaime Gil de Biedma

Cuanto más fuerte es el deseo, cuanto más potente la aspiración, más dolorosa es la existencia, más trágica la condición del hombre, más absurda la vida. Este mundo es el peor de los mundos posibles, porque si fuera peor no podría existir como tal. Y la inteligencia no hace otra cosa que acrecentar nuestro tormento y nos hace tomar consciencia del mal que hay en nosotros y de todo el mal que nos rodea. Mal que tiene su fundamento en esta condena de ser prisioneros de nuestro propio presente, porque nuestra existencia se halla verdaderamente limitada al momento actual. El flujo del pasado a la nada y el futuro es el camino de la muerte. Sólo tenemos presente, pero el presente es movimiento y se transforma y acontece pasado, y el futuro es corto e incierto.

La vida es, pues, un distraerse de la muerte; es evitar morir y posponer nuestra destrucción. La finalidad de todas nuestras actividades espirituales no es sino una forma de evitar el aburrimiento y el asco; nuestra vida es un péndulo que oscila constantemente entre el dolor y el aburrimiento, que son, en realidad, los elementos constitutivos de la vida: cuando el dolor se aligera cede el turno al aburrimiento y al tedio. La monotonía de los días que pasan, todos iguales, monocordes y obsoletos, sin relieve y sin gracia, idénticos todos con su absurdidad, su nada con la repetición incesante de los hábitos de vivir.

Todo es aburrimiento; aburrimiento como el domingo al atardecer, donde no hay ni tan solo lugar para el deseo y todo parece deshacerse en el tedio y la ardua empresa de matar el tiempo, de distraernos de la consciencia del tiempo que pasa. Matar el tiempo no es otra cosa que el deseo de abreviar la vida que tantos esfuerzos nos cuesta alargar.

Parece que hay un momento privilegiado, un instante muy leve, donde la consciencia olvida aquella voluntad de vivir. Un instante de bienaventuranza en el cual, como un milagro, cesa el tormento y se accede al reposo y a la quietud. Un instante donde cesa la necesidad y no se quiere ni se desea ninguna cosa. Y donde la insaciable voluntad se retira.

De cómo la Lógica puede demostrar cualquier cosa

Bertrand Russell estaba tratando sobre los enunciados condicionales y sosteniendo que un enunciado falso implica cualquier cosa, todo. Un filósofo escéptico le preguntó:

-¿Quiere usted decir que si 2+2=5, entonces es usted el Papa?

Russell contestó afirmativamente y ofreció la siguiente demostración a modo de prueba:

-Si suponemos que 2+2=5, entonces seguramente estará usted de acuerdo en que si restamos 2 de cada lado de la ecuación, nos da 2=3. Invirtiendo los términos, tenemos que 3=2 y restando 1 de cada lado, nos da 2=1. De modo, que como el Papa y yo somos dos personas, y 2=1, entonces el Papa y yo somos uno. Luego, yo soy el Papa.

 

No somos nadie

No somos nadie. Los hombres nacen, crecen y mueren. Sí, ya sé que la letanía completa dice que nacen, crecen, se reproducen y mueren. Su condición corporal, a la vez que les impone un fatal desenlace, les permite perpetuarse de algún modo en sus hijos. Aunque, por suerte para la humanidad, no todos los hombres tienen hijos, la selección natural implacable deja estériles a aquellos cuyos genes no son dignos de transmitirse.

Para hacer una historia familiar detallada, diré que los hombres pertenecemos al orden de los primates, suborden de los homínidos, y aquí hago una precisión que ningún paleontólogo, y mucho menos un moralista, dejaría de consignar: no todos los homínidos somos iguales. Aunque las mentes más abiertas, más liberales y ecuménicas, que prefieren destacar los elementos comunes sobre las diferencias, no pueden menos que reconocer que el mono es prognato y el hombre ortognato. No me refiero a la simple apariencia facial, hablo del ¡cerebro! Del desarrollo biológico del hombre que es, entre otras cosas, una cerebración creciente.

Partiendo de una masa cerebral del tamaño de un guisante, a finales del Terciario, algunos homínidos han llegado a alcanzar en la actualidad los 1.500 centímetros cúbicos. Un suceso glorioso. Pero no se queda ahí la gloria del hombre, en su masa encefálica en expansión, cada vez más grande y más compleja, un buen día saltó la chispa: la primera idea, ¡voilà! había nacido el homo, el primer hombre. Nos hicimos cazadores, agricultores, ganaderos, herreros y ¡oh, prodigio! científicos.

Tal vez a causa de tantos "logros", en nuestra condición humana haya arraigado la tendencia a la vanidad, una irrisoria pasión por lo que siempre se llamó y se seguirá llamando, de manera absolutamente inapropiada, el progreso. ¿Pero existe acaso el progreso? Hay quien afirma que cada avance es un retroceso, que cada conquista conlleva una decepción. Yo pienso que después de todos los males que ha eliminado el progreso, nuestra vulnerabilidad sigue siendo la misma y que después de todos los avances científicos, nuestra estupidez no ha disminuido un ápice.

Y es que el hombre es un ser estúpido por naturaleza, porque ¿no es cierto que, a medida que la humanidad se perfecciona, el individuo se degrada? ¿Qué me hace opinar así? Explicaré un rumor, que por ser rumor no deja de ser inquietante. Quizá alguien conozca la teoría que han difundido las universidades de Pretoria y Johannesburgo, según esta teoría, los negros fueron creados por Dios junto a los otros animales, para que ya en el paraíso sirvieran a los blancos como chóferes y cocineras. El argumento tiene fuerza persuasiva, es innegable: si Dios hubiera querido que los negros fuesen libres, los habría creado blancos.

Creo que la frontera entre el hombre y el animal no está clara; es imperceptible. ¿Quién puede asegurar que todos los seres humanos son racionales? ¿Podemos aseverar que todos los animales carecen de razón? Mejor pasamos por alto los casos individuales, me refiero a la especie humana en general. El hombre es el único animal que después de tropezar dos veces con la misma piedra, va, se gira y le da una patada. ¿Qué impresión puede causar esto en el resto de los animales? ¿Risa? ¿Compasión?

El hombre es un ser menesteroso, que busca su propio bien y a menudo se equivoca. No sabe resistirse al mal ni tampoco complacerse en él. Todo es mediocre en los humanos, somos bastante imperfectos. Nuestra vida no se caracteriza por el gozo ni por el dolor, sino más bien por la atonía. Vivimos siempre esperando lo mejor y temiendo lo peor. De nuestra vida moral hay que decir otro tanto, que se mueve dentro de una banda muy estrecha, muy lejos del sumo bien y del mal absoluto. No somos ni totalmente culpables, ni inocentes por completo, sino todo lo contrario.

En resumen: los hombres me parecen más que inocentes, inexpertos, y más que culpables, insolventes.

¿Bueno? ¿El hombre es bueno por naturaleza? Para responder a esta pregunta habría que definir previamente el adjetivo bueno, y un filósofo nunca incurriría en semejante disparate. El filósofo ha averiguado que por encima de todos los conocimientos concretos, y frecuentemente contra ellos, existe un conocimiento superior caracterizado por la abstracción. El filósofo es un especialista en generalidades: cada vez sabe menos de más cosas, hasta que llega a no saber nada de todo. He aquí la síntesis última de los grandes sistemas filosóficos, la apoteosis de la razón.

¿Existe Dios?

¿Existe Dios? No podemos saberlo. Dios sería la respuesta a la pregunta por el ser, por lo verdadero, por el bien, y estas tres preguntas, o estas tres personas, no sería sino una sola.

Pero el ser no responde. Es lo que llamamos mundo.

Pero lo verdadero no responde. Es lo que llamamos pensamiento.

¿Y el bien? Todavía no responde. Y es lo que llamamos esperanza.

¿Existe Dios? Existe por definición, sin que, no obstante, podamos tomar su definición por una demostración.

Esto es lo que hay de fascinante y de irritante a la vez en la famosa prueba ontológica, que atraviesa al menos desde san Anselmo a Hegel, el conjunto de la filosofía occidental. ¿Cómo se define a Dios? Como el ser supremo (san Anselmo: “El ser en relación con el cual es imposible concebir nada más grande”), el ser absolutamente infinito (Spinoza-Hegel). Ahora bien, si no existiera, no sería ni el más grande ni el más infinito: a su perfección, esto es lo menos que se puede decir, le faltaría algo. Por lo tanto, existe por definición: pensar a Dios (concebirlo como ser supremo, perfecto, infinito…), es pensarlo como existente. “De la esencia de Dios no puede separarse su existencia –dice Descartes-, del mismo modo que de la esencia de un triángulo rectángulo no puede separarse el que la suma de sus tres ángulos sea igual a dos rectos, o de la idea de una montaña la idea de un valle; de modo que no es menos contradictorio concebir un Dios (esto es, un ser soberanamente perfecto) al que le faltara la existencia (esto es, al que le faltara alguna perfección), que concebir una montaña sin valle alguno”. Se replicará que esto no demuestra que existan montañas y valles… ciertamente, responde Descartes, pero sí demuestra que montañas y valles son inseparables. Lo mismo sucede en el caso de Dios: su existencia es inseparable de su esencia, inseparable de él, pues, y por eso existe necesariamente. El concepto de Dios, dijo Hegel, “incluye en él el ser” Dios es el único ser que existe por esencia.

Que esta prueba ontológica no demuestra nada está bastante claro: de lo contrario, todos seríamos creyentes, lo que la experiencia basta para desmentir, o idiotas, lo que no puede probar. Por otra parte, ¿cómo podría una definición demostrar algo? Sería como pretender enriquecerse definiendo la riqueza… Cien francos reales no contienen nada más que cien francos posibles, señala Kant, pero soy más rico con cien francos reales “que con su simple concepto o posibilidad”. No basta con definir una suma para tenerla. No basta con definir a Dios para demostrar su existencia.

 

 

Yo soy yo

Yo soy yo, evidentemente. Quiero decir que me reconozco en pensamientos y en una particular mirada hecha de rutinas, de actitudes y de comportamientos. Éste es mi mundo conocido, un conjunto de cogniciones, sensaciones y emociones con las cuales me identifico. Pero paralelamente a este espacio seguro, existe un mundo de percepciones extrañas y de sombras donde, de alguna manera, también soy. Es el territorio, alejado de la voluntad e incluso de la identidad, donde las ideas, sentimientos o actos inquietantes y creativos nos asaltan.

Éste es el conflicto psicológico que describe la fábula de Jekill y Hyde, una creación literaria que mantiene su vigencia a lo largo del tiempo. Como muchas otras poderosas imágenes culturales, nos atrapa porque nos pone en contacto con fenómenos esenciales, universales, y a menudo poco tratados del hecho de vivir. El caso de Jekill y de Hyde nos habla de esa tendencia que tenemos a identificarnos y a reconocernos sólo en una parte del conjunto de nuestro ser y de nuestras potencialidades. En nuestra evolución como personas hemos ido aprendiendo, a partir de la interacción constante de nuestro organismo con el entorno, que ciertas maneras de hacer, sentir y pensar son más eficaces que otras para satisfacer nuestras necesidades. Con los años, nos hemos organizado y construido alrededor de este núcleo, forjándonos una personalidad, una identidad, un yo. Por ejemplo, hemos adquirido habilidades para tratar con la agresividad y la confianza que nos llevan a pensar: yo soy valiente, y ser valiente ha terminado por formar parte de nuestro yo. Al hacer esto, decimos también: yo no soy, y excluimos de nuestra identidad y consciencia aspectos indisociables de la vida, como la vulnerabilidad o el miedo. Aspectos que, forzosamente, a lo largo de nuestra existencia emergerán y pondrán en conflicto la identidad del yo abriendo el dilema: evolución o conservación de esta identidad.

Podemos negarnos, pero no dejar de ser. Con frecuencia, en los elementos en la sombra de nuestra personalidad se encuentra también el aliento de la vida que falta en el seguro y limitado equilibrio de lo que ya reconozco de mí. El caso de Jekill es ilustrativo y a la vez un ejemplo paradigmático de lo que no se ha de hacer en estas situaciones. El razonable y victoriano Jekill vive en un yo pequeño donde no hay sitio para aspectos tan esenciales como la libre sexualidad o la expresión de la rabia  y el dolor. Hace ver que no es suyo, y no aprende a integrarlo en su personalidad. Lo aparta tanto que lo vive como un monstruo ajeno a él, un extraño que le asalta y que él no puede controlar. Hyde, de hecho, sólo es la liberación salvaje, repentina, de estas fuerzas e instintos. Su virtud es señalar la conveniencia de integrar, de hacer alguna cosa con este trozo de vida reprimido. Su peligro es que explota sin consciencia ni aprendizaje, porque Jekill no es. Es demasiado rígido y tiene demasiado miedo para implicarse en el proceso de aceptar, de integrar, de responsabilizarse de Hyde y de aprender. Por contra, prefiere la incómoda seguridad de aquello que conoce y concentra su energía en negarse más y en iniciar una guerra feroz contra Hyde, que también le declara a él la guerra.

 

Así comienzan los boicots, los olvidos, las ausencias. Explota la ansiedad y la paranoia, mientras el cuerpo se rebela somatizando la tensión, y los sueños se convierten en armas letales y desestabilizadoras. Jekil podría aprender a ser Hyde sin renunciar a ser Jekill. Ampliar su percepción del mundo y de sí mismo; evolucionar, madurar en el conflicto y reconocerse en un nuevo yo más sabio y más completo. Incluso podría ir más lejos, y con la experiencia vivida intuir el terreno donde la parte psicológica limita con la trascendente. Pero Jekill no lo hace. Se enreda en una situación autodestructiva: intenta eliminar a Hyde, y con él anula la potencialidad del cambio y del aprendizaje. La vida queda estancada. Al hacer desaparecer a Hyde, Jekill involuciona y, psicológicamente, muere.

 

Reflexionar sobre la historia de Jekill y Hyde abre la puerta a un examen sobre el concepto limitado del “yo soy” que solemos utilizar. También señala la perentoriedad de actualizarnos y de no cerrarnos nunca a la posibilidad de crecer, aunque esto nos aproxime a aspectos de nuestra personalidad que nos hacen sentir vulnerables o extraños. Es preciso valorar la trascendencia que conlleva admitir este contacto, pues la valentía de aceptarnos tal y como somos y la importancia de responsabilizarnos de lo que somos, evita la negación de la conciencia de uno mismo.

Contra la lógica

La mente del hombre moderno está más interesada en la Psicología y en Ética que en la Teología y la Metafísica. Esto significa que la gente, entre ella los cristianos, tiene tendencia a apreciar las enseñanzas éticas de Jesucristo más que los argumentos teológicos de San Pablo. Por otra parte, los estudiosos del Nuevo Testamento intentan trazar una línea divisoria entre la “religión de Jesús” y “la religión acerca de Jesús”, entre la clara ética de Jesús y la sinuosa teología de San Pablo, entre el Jesús humano y el Cristo cósmico, con marcadas insinuaciones de que, en cada caso, el primero es más noble.

Pese a que hasta los eruditos aceptan la opinión de que la esencia de la religión es la ética, esta opinión es errónea. La religión seria siempre contiene llamamientos a la vida recta, pero su interés primordial no reside en ellos, sino que se concentra en una visión de la realidad que estimula la moralidad, a menudo casi como un subproducto. La religión comienza con la experiencia espiritual. Dado que la experiencia se realiza con cosas tangibles, incita a crear símbolos cuando la mente trata de pensar en cosas invisibles. Pero los símbolos son antiguos, de modo que con el tiempo la mente introduce pensamientos para resolver las ambigüedades de los símbolos y sistematizar sus intuiciones. Leyendo esta secuencia de frases de atrás hacia delante, podemos definir la teología como la sistematización de los pensamientos acerca de los símbolos que produce la experiencia religiosa. Los Credos cristianos son las bases de la teología cristiana por ser los primeros intentos de los cristianos destinados a entender, de forma sistemática, los acontecimientos que habían cambiado sus vidas.

Podemos analizar, como ejemplo, la doctrina de la Encarnación, cuya consolidación llevó varios siglos. Al sostener que Dios asumió en Cristo un cuerpo humano, afirma que Cristo era Dios-Hombre: pleno Dios y pleno hombre de forma simultánea. Calificar esta opinión de paradójica parece caritativo, porque se asemeja más a una franca contradicción. Si la doctrina sostuviese que Cristo era mitad humano y mitad divino, o que era divino en ciertos aspectos y humano en otros, nuestras mentes no se inmutarían. Pero esas concesiones son las que precisamente se niegan a hacer los credos.

La Iglesia siempre ha admitido que estas afirmaciones son muy poco claras; la pregunta es si ésta es la última palabra sobre el tema. De hecho, podemos hacernos la misma pregunta respecto a la ciencia. Las anomalías de la física exploratoria provocaron en Haldane su famosa queja: “El universo no sólo es más extraño de lo que suponemos, sino que es más extraño de lo que podemos suponer”. Al parecer, en más de una disciplina la realidad puede ser demasiado rara para que la lógica la comprenda. Y donde la lógica y la evidencia chocan, lo prudente parece ser quedarse con la evidencia, porque ofrece la posibilidad de conducir hacia una lógica más amplia, mientras que lo contrario cierra el camino al descubrimiento.

Al sugerir que fue la evidencia lo que obligó a los cristianos a asegurar, en contra de la lógica, que Cristo era tanto humano como divino, hablamos, por supuesto, de la experiencia religiosa, las intuiciones del alma relativas a las cuestiones más importantes de la existencia. Esta evidencia no puede ser presentada de manera tan obvia que obligue a aceptarla, porque no ofrece datos con sentido. Pero si lo intentamos, podemos llegar a tener al menos un indicio de los ejemplos de experiencia que seguían los cristianos. En el año 325, cuando el emperador Constantino convocó el Concilio de Nicea para decidir si Cristo era de la misma sustancia que Dios o sólo de una sustancia parecida, trescientos obispos y sus ayudantes acudieron de todas partes con un profundo estado de excitación y sus deliberaciones, es obvio, fueron algo más que forenses.

La decisión de Nicea de que Cristo era “consustancial con el Padre” influyó tanto en la idea que se tenía de Jesús como de Dios. Al decir que Jesús era Dios, una de las cosas que afirmaba la Iglesia era que la vida de Jesús es el modelo que debe seguir toda vida humana. La imitación exacta de los detalles nunca es creativa, pero en la medida en que el amor de Cristo, su libertad y el ejemplo diario de su vida puedan tener auténticos equivalentes en nuestras vidas, estaremos en el camino que conduce a Dos, porque estas cualidades son auténticamente divinas.

Objetividad

La objetividad es siempre deseable, aunque desgraciadamente es imposible. Inmersos en un mundo cuya naturaleza profunda se nos escapa, tributarios de nuestros sentidos, que a veces nos suministran informaciones de dudosa fiabilidad, como ya observó Descartes con el ejemplo del palo que parece doblarse cuando se introduce en el agua, o el de las filas de casas que parecen juntarse al final de la calle, prisioneros de la estructura de nuestro cerebro y de las categorías de nuestra inteligencia; formados o deformados por el medio ambiente, la educación, las plurales influencias que recibimos con harta frecuencia, sin que nos demos ni cuenta, sobre nuestro juicio, a lo que se añade nuestra propensión a pintar las cosas del color que más nos conviene y a no ver en ellas más que lo que nos gusta, todo viene a demostrar que la objetividad es un ideal inaccesible o, dicho más prosaicamente, una ilusión más. En resumen, es tan imposible tener una visión objetiva del mundo como que un pez salga del agua para tomar una vista general del océano.

Invirtiendo el enfoque

Invirtiendo el enfoque freudiano que afirma que las neurosis femeninas surgen de la frustración que origina la ausencia de pene, podemos preguntarnos si los hombres no se sienten frustrados ante su incapacidad de gestar un hijo. ¿No será la envidia de la maternidad un complejo más antiguo y arraigado que esa absurda envidia del pene? Porque existen pruebas.

 

El hombre ha tenido miedo de la singularidad femenina: de la menstruación, de la capacidad intuitiva y del conocimiento innato de la mujer, miedo también del deseo incontrolable que provocan sus curvas y le deja a merced de sus encantos sexuales, y de esos órganos reproductores escondidos y misteriosos que le provocan las más terribles fantasías.

Los indios americanos asustaban a sus hijos con historias de vaginas asesinas dispuestas a arrancar el miembro viril con la fuerza de sus dientes afilados. Los médicos del antiguo Egipto creían que el útero femenino se desplazaba por el interior del cuerpo de la mujer produciendo un trastorno emocional que luego los griegos denominarían histeria y que, según ellos, estaba asociado a la falta de relaciones sexuales.

¿No tendrá envidia el hombre de ese vínculo único que nace entre una madre y su hijo desde la concepción? ¿No será por envidia, por miedo a la propia inferioridad, por lo que el hombre se ha empeñado en demostrar la inferioridad de la mujer?

Evolución de Dios en la Historia

Hasta el siglo XIV, más o menos, puesto que no es un punto de partida y se le puede situar más pronto en Italia y más tarde en España, Dios era el personaje principal de la historia, que giraba en torno a Él como la ciudad alrededor de la catedral, y dominaba el pensamiento, el arte, la vida social y la vida privada. Su criatura era una persona hecha realmente “a su imagen y semejanza”, y como una persona es más importante que un montón de piedras, con frecuencia, solía haber, en la pintura, desproporción entre las figuras humanas y el decorado: el señor sobresalía por encima de las murallas de su castillo y el santo era representado con una iglesia en el hueco de su mano. Tal desproporción quedaba de relieve en todos los campos, incluso en el de las costumbres, que podían ir desde  la crueldad a la poesía dependiendo de que el ser humano sólo conservara, de su semejanza con Dios, el poder que creía haber recibido, o que, por el contrario, se sintiera vinculado a la misericordia y al amor. La Edad Media, pese a estar considerada una época tenebrosa, fue un tiempo de luz viva sobre el hombre, sus grandezas, sus debilidades, sus impulsos y sus discordias anteriores, como lo demuestra el abigarramiento contrastado de sus indumentarias o en la extravagancia de sus peinados. Extremos simbolizados por el guantelete de hierro del guerrero y la mano de san Francisco agujereada por los estigmas.

A partir del siglo XV, o un poco antes, ya que siempre se trata de una referencia cambiante en el esquema de las corrientes del espíritu, el hombre se desligó de la fascinación por Dios y se volvió hacia el mundo: iba a perder un Padre y a darse una Madre, la Naturaleza; la expresión “nuestra madre naturaleza” se convertiría en tópico de toda conversación.

Es la época de los grandes descubrimientos, y el hombre se encuentra de paso con divinidades paganas que se mantenían bien despiertas “en sus mantos de púrpura”. Ya no ordena la creación en torno a Dios, sino alrededor de sí mismo: en la pintura, la perspectiva dispone el decorado teniendo como única referencia la del punto de vista del pintor. El hombre se siente al mismo tiempo admirable e insignificante: admirable por la superioridad que su razón le otorga sobre las demás criaturas, e insignificante por el minúsculo lugar que ocupa en el torbellino del universo. El cuadro de Brueghel La caída de Ícaro da una idea de la nueva situación: casi hace falta una lupa para distinguir la zambullida del héroe en la inmensidad del decorado; la aventura de Ícaro termina como un ridículo y pequeño escupitajo sobre el agua. El ser humano no es ya una persona, porque persona es lo que hay en nosotros que dialoga con Dios, sino un individuo, que hablará con frecuencia de la “libertad individual”, pero nunca de “libertad personal”.

De este cambio se hallarán más pruebas de las precisas en la literatura del “Siglo de las Luces”, que combina de manera pasmosa la exaltación de la especie y el desprecio de sus representantes. El hombre es la única conciencia en el acto del universo, él es el ser supremo: no cesa de rendir homenaje a su genio, al tiempo que cobra un sentimiento cada vez más deprimente de su insignificancia material; los escritores abandonan al héroe de la antigüedad para consagrarse a la descripción minuciosa de las imperfecciones de la especie y de las mediocridades de la vida cotidiana.

Entretanto, el conocimiento de las leyes naturales progresa a grandes pasos, al mismo tiempo que el ateísmo; todo descubrimiento produce la impresión de acercarnos al momento ideal en que la naturaleza tendrá la cortesía de explicarse por sí misma.

Así fue hasta que, a mediados del siglo XX, se produjo una de esas revoluciones disimuladas de las que no se suele tomar conciencia hasta que es demasiado tarde y que modifican de manera drástica toda la mentalidad de una época: de unos  años acá las “leyes de la naturaleza” han dejado de tener fuerza de ley. Al ser consideradas corregibles, revocables por el progreso de las técnicas, una tras otra van desmontando la barrera que oponían a la voluntad humana, y dejan de facilitar referencias a la razón, que no depende ya más que de ella misma, sin que nadie sepa cómo utilizará el poder embriagante y fatal que mañana habrá pasado a ser suyo.

Animal que ríe

El hombre es un animal "risibile", no menos que racional, político o locuaz, adjetivos todos ellos esenciales, con rango de definición. ¿El único animal que ríe? No estoy segura, lo que sí podemos asegurar es que es el único animal que hace reír. Porque se trata de un adjetivo ambivalente: risibile significa también risible, ridículo. Los demás animales sólo hacen reír en la medida en que por su constitución, sus movimientos o sus presumibles intenciones, se asemejan al hombre. Esta es la razón por la cual el pabellón de los monos suele ser el lugar del zoo donde más patente se hace el alborozo de los visitantes. Tampoco ningún objeto, ninguna cosa hace reír si no es por referencia al hombre o por el uso que de ellos haga el hombre. Una gema puede ser bella o fea, pero sólo llegará a ser ridícula si va engastada en un anillo.

Sólo el hombre es ridículo y sólo él ha podido inventar tantas cosas ridículas. Es ridícula su vanidad y codicia de honores, de afectación, los entorchados, la pedantería, la envidia y sus tribulaciones. Añádanse las tautologías, la burocracia, las carreras de obstáculos. ¿Y puede haber algo más extravagante, más ridículo que las excepciones a una regla de ortografía? No olvidemos el fanatismo político, el fanatismo religioso, el fanatismo deportivo, el fanatismo. El rococó exportado a Kenia. ¿Y qué decir de los celos o la purpurina? Es ridícula la hipocresía y no menos la eterna búsqueda de la juventud. Las cáligas del señor obispo, la palabra “cáligas”. La fe en los horóscopos y la incredulidad ante lo evidente. Etc., etc. Pero, cuidado, esta monótona enumeración de motivos ridículos podría engañarnos; al fin y al cabo, su ridiculez no es mayor que la de otras manifestaciones humanas, sino sólo más notoria, quizás sólo más superficial. Ninguna enumeración, por exhaustiva que sea, debe hacernos olvidar un dato fundamental, aquello que lo engloba todo: el hombre es un animal risible. Que conste que no guardo ninguna animosidad contra el género humano. Cuando digo que el hombre es ridículo, lo digo con la misma indiferencia con que se enuncia una verdad científica. Si acaso, con un poco de delectación y otro poco de autocompasión. Este ejercicio de desapego me ha llevado varios años.

Mar de dudas

He leído una entrevista realizada a Ignacio Cirac, doctor en Física, que habría sido mejor pasar por alto, porque si mi cerebro escéptico está lleno de dudas, ahora incluso dudo de mis dudas.

Resulta que la Física cuántica está dando respuestas a preguntas que las anteriores leyes de física no explicaban. Cerca del cero absoluto (-273º C) un átomo presenta simultáneamente una propiedad y su contraria. Así, algo puede ser a la vez blanco y negro, frío y caliente... Rizando el rizo, un átomo puede estar en dos lugares al mismo tiempo. Se le induce una propiedad e instantáneamente otro átomo que puede hallarse a miles de kilómetros, adquiere idéntica propiedad. Incluso es posible que una moneda caiga de cara y de cruz a la vez si no la miras, porque al mirarla aparece en cara o cruz impredeciblemente. Teorías filosóficas se vienen abajo, porque hay factores que dependen de la observación. Y ¿qué es la observación?, ¿en qué momento se produce?, ¿acaso cuando tenemos conciencia de ella?

Dios no juega a los dados, afirmó Einstein. Cómo va a jugar a los dados pudiendo entretenerse con la confusión de millones de criaturas ignorantes y desorientadas.

Cree su blog, preserve su anonimato y evite la censura

“Los blogs apasionan, preocupan, molestan, interpelan. Algunos los desprecian, otros los consideran profetas de una nueva revolución de la información. De hecho, son una formidable herramienta para la libertad de expresión porque desatan las lenguas de los ciudadanos normales. En los países en que impera la censura, donde los medios de comunicación tradicionales viven a la sombra del poder, frecuentemente los bloggers son los auténticos periodistas. Son los únicos que publican una información independiente, destinada a disgustar a sus gobiernos, y muchas veces arriesgando la libertad".

Reporteros sin Fronteras ha concebido esta guía para ayudarles “Guía práctica del blogger y el ciberdisidente”, una herramienta que está resultando muy útil en aquellos países donde la censura es cotidiana y los medios están sometidos al poder.

Guía práctica del blogger y el ciberdisidente

El hombre piensa

El hombre piensa, creyendo así alcanzar la verdad. ¿Qué clase de verdad? Ni siquiera podemos imaginar otra vedad que no sea humana. Esa verdad inimaginable, superior, incondicional, distaría probablemente de la verdad humana casi tanto como del error humano. A menudo nuestra verdad resulta humana en el sentido exagerado del término, en cuanto verdad subjetiva, en cuanto opuesta a la objetividad de lo real. A menudo la observación de un hecho no pasa de ser un mero proceso mental, y lo que llamamos relación causal entre dos hechos re reduce frecuentemente a una simple asociación de ideas. Sólo un loco puede decir la verdad, exclamó el sabio, pero otro mucho más sabio le respondió: Sólo un loco puede estar convencido de que posee la verdad.

El hombre piensa. Curiosa facultad esta del entendimiento humano, cuya misión parece que es no tanto obtener la verdad cuanto simplemente pensar, girar alrededor de la verdad. Lo cual nos revela de paso la utilidad de las palabras humanas: aunque no sirvan para contener la verdad y consiguientemente tampoco para comunicarla, sirven al menos para ejercitar los órganos de fonación. ¿Sólo para eso? También para componer sistemas filosóficos. También para entretener una tarde de lluvia. Muchas veces hablamos sólo para evitar el horror al vacío, que es miedo a la soledad y miedo a la oscuridad. Tal vez hablar sea el único consuelo que nos queda a los humanos ante la imposibilidad de comprender. Sin embargo, cabría otro consuelo, y es afirmar que nuestro destino no consiste en hallar la verdad, sino en buscarla.

Buda y el budismo

“¿Eres un dios?, le preguntaron. No. ¿Eres un ángel? No. ¿Un santo? No. ¿Qué eres entonces? Yo estoy despierto”, respondió Buda, y es que Buda significa “iluminado” o “despierto”.

En torno a la vida de Buda gira una entrañable leyenda. Se dice que cuando nació los mundos se inundaron de luz, los ciegos recuperaron la vista, los sordomudos comenzaron a conversar, los jorobados se pusieron derechos, los cojos caminaron, los presos fueron liberados de sus cadenas, el fuego del infierno se apagó y la paz abrazó al mundo. Únicamente Mara, el Maligno, no se alegró.

Buda nació el año 563 a. C. en lo que es hoy Nepal. Su nombre era Siddharta Gautama de Sakya. Su padre fue rey y le proporcionó una crianza esmerada con todo tipo de lujos. Se casó a los 16 años con la princesa Yasodhara y tuvieron un hijo llamado Rahula. Nada parecía faltar en la vida de Buda y, sin embargo, a los veintinueve años un descontento profundo lo llevó a abandonar todos sus bienes terrenales, se despidió en silencio de su mujer y su hijo, se vistió con harapos y se internó en el bosque en busca de la iluminación. Durante seis años persiguió este fin, estudió con los más destacados maestros hinduistas y aprendió cuanto estos yogis podían enseñarle. Luego se unió a un grupo de ascetas poniendo a prueba su fuerza de voluntad. Dicen que se sustentaba con seis granos de arroz al día, que apretaba los dientes y presionaba la lengua contra el paladar hasta que el sudor fluía por sus poros, que contenía la respiración hasta sentir un fuerte dolor de cabeza. Estas experiencias le enseñaron lo inútil del ascetismo, todas estas experiencias negativas no le aportaron la iluminación, pero aprendió a valorar el Camino Intermedio entre los extremos. Abandonada la mortificación del cuerpo, Siddharta persiguió el pensamiento riguroso y la concentración mística. Dice la tradición que se sentó bajo una higuera dispuesto a no levantarse hasta lograr la iluminación, allí hizo frente a las tentaciones del Maligno, que se presentó primero bajo la apariencia de Kama, Dios del Deseo, y luego con el disfraz de Mara, Señor de la Muerte. Siddharta resistió imperturbable ante tres mujeres voluptuosas y no se inmutó ante huracanes, lluvias torrenciales y aludes de piedras incandescentes, había llegado el Gran Despertar, Siddharta se había transformado en Buda y su dicha fue infinita, tan grande que durante 49 días permaneció extasiado antes de dirigir su mirada gloriosa al mundo.

A Buda aún le esperaba la última tentación. Mara atacó esta vez a su punto más fuerte: la razón, y le propuso un gran reto. ¿Cómo podría mostrar a los demás lo que él había entendido? ¿Cómo poner en palabras visiones imposibles de definir? ¿Cómo enseñar lo que sólo puede ser aprendido y mostrar lo que sólo puede ser encontrado? ¿Por qué perder el tiempo ante un público que no entenderá? Buda respondió: “Algunos habrá que entiendan”, y Mara no volvió a aparecer nunca.

Pasó el tiempo, Buda envejeció predicando su mensaje destinado a destruir egos y a redimir la vida, fundó una orden de monjes para alentar a los desesperados y llevó una existencia dedicada a los fieles y a la meditación. A los 80 años de edad, murió a causa de una disentería.

Leyendo la biografía de Buda uno tiene la impresión de hallarse ante un hombre grande, lleno de sabiduría. Sabía mantener la cabeza fría para pensar con claridad y el corazón cálido para confortar a quien lo necesitaba, era generoso, sencillo, paciente, modesto, compasivo, sentía un profundo respeto por los demás hombres, a los que trataba como iguales, y con su iluminación ejercía un extraño poder espiritual sobre ellos.

Buda acometió la tarea de eliminar supersticiones y rituales para que la verdad hallase una nueva vida, así nació una religión desprovista de autoridad en la que todos los individuos realizaban su propia búsqueda religiosa. “Sed lámparas para vosotros mismos. Quienes, ahora o después de que yo haya muerto, confíen sólo en sí mismos y no busquen ayuda en nadie más que en sí mismos, ésos serán los que llegarán más alto”, dejó dicho. Predicó una religión desprovista de rituales, pues consideraba los ritos adornos irrelevantes, trabas para el espíritu. Evitó la teorización, la especulación infructuosa, para llevar a cabo un programa práctico. Alentó una religión nueva y desprovista de tradición y animó a sus seguidores a deshacerse de la carga del pasado: “No os guiéis por lo que se os trasmite, ni por la autoridad de vuestras enseñanzas tradicionales. Cuando sepáis por vosotros mismos que ‘estas enseñanzas no son buenas, que el seguimiento y la práctica de estas enseñanzas conducen a la desorientación y al sufrimiento’, entonces, rechazarlas”. La religión de Buda se basa en el esfuerzo personal, en la iniciativa propia; cada individuo debe recorrer su propio camino. En la religión de Buda no hay milagros ni hechos sobrenaturales, respuestas rápidas o soluciones simples, los atajos no existen en la tarea de elevarse a sí mismo.

El camino de la iluminación se recorre en ocho pasos. “Aparece alguien en el mundo que suscita la fe. Uno se asocia a esa persona”. Éste es el preámbulo, la transformación arranca de la mano de un iniciado, de alguien que ya se ha sometido a este proceso y de quien se aprende a tener el juicio adecuado, esto es: la convicción de que la razón está satisfecha y sin la cual ningún individuo puede avanzar en dirección alguna; la intención adecuada: que se obtiene cuando el corazón está seguro de lo que queremos; el lenguaje adecuado: el lenguaje que empleamos revela nuestro carácter, por eso en nuestra palabras no ha de haber mentira, charla inútil, calumnia, injuria; la conducta adecuada: que se basa en la objetividad lograda mediante la reflexión sobre los actos y motivos que la provocaron; el medio de vida adecuado: es decir un trabajo que permita el progreso espiritual teniendo en cuenta que el trabajo es un medio de vida y no el objetivo de la vida; el esfuerzo adecuado: dominar pasiones, desarrollar las virtudes, suprimir los pensamientos destructivos y dar cabida a la compasión y a la indiferencia; la mentalidad adecuada: un examen continuo en el que busquemos entendernos a nosotros mismos, un control sobre los sentidos e impulsos, un observar todas las cosas sin reaccionar; la concentración adecuada: que se basa en gran medida en las técnicas del raja yoga y que constituye la última etapa, el fin del camino, cuando la mente reposa en su auténtica condición: el nirvana.

La esencia de las cosas

Los pitagóricos, en el inicio de la Filosofía, llevaron a cabo un descubrimiento trascendental: los números forman parte de las cosas, los sonidos y la música podían traducirse en magnitudes numéricas, igual que el año, las estaciones, los meses y los días, los ciclos del desarrollo biológico y los distintos fenómenos de la vida. Desde ese momento, el principal elemento en la composición ya no será el aire, el agua o cualquier otro componente material.

El descubrimiento de que todas las cosas reflejan un orden y unas magnitudes que se pueden expresar numéricamente produjo una extraordinaria conmoción, constituyendo un paso de gigante en el desarrollo intelectual de Occidente. El mundo deja de estar dominado por potencias oscuras e indescifrables, puesto que el número expresa orden, racionalidad y verdad. Dos mil años más tarde, Galileo repite y confirma la genial intuición pitagórica: el universo es un gran libro abierto, escrito en el lenguaje de la matemática y de la geometría.