Y llegó Freud
“Conócete a ti mismo” (Nosce te ipsum). Esta inscripción, elegida por los siete sabios para figurar en el frontispicio del templo de Delfos, es clásica en el pensamiento griego. Los pensadores de todos los tiempos han reflexionado sobre ella siguiendo el ejemplo de Sócrates y Platón y atribuyéndole diversos matices.
La sabiduría de Occidente comienza, en su vertiente filosófica, con este pensamiento e intenta apartarse de adivinanzas y supersticiones. Parece que el origen del adagio se remonta a escritos antiguos de Heraclio, Esquilo, Herodoto y Píndaro; y surge como una invitación a reconocerse mortal y no dios. También se dio en otras culturas antiguas: Israel, los Veda y Avesta, Confucio, Lao-Tsé, los Tirthankara, Buda, Homero, Eurípides, Sófocles, Platón y Aristóteles. Sócrates lo eleva a un nivel filosófico como un examen moral de uno mismo ante Dios. Platón lo orienta hacia la verdadera sabiduría en un fantástico sistema de pensamiento. Erasmo dirá que es el inicio del filosofar en cuanto lleva a la consciencia humilde de “saber que no sabe nada”. Los Padres de la Iglesia lo toman y lo encuentran en los escritos bíblicos (Cant 1,8. “Si tú no te conoces, seguirás el camino del rebaño”; Dt 15,9 “Estate atento a ti mismo”). San Agustín hace célebre el aforismo elevándolo también a Dios, diciendo que el fin de la vida es “conocerte y conocerme”. El hombre se conoce cuando va al fondo de sí mismo y ahí encuentra la imagen de Dios.
La búsqueda filosófica no surge de preguntarse ¿quién es Dios? sino ¿quién es el hombre? De lo más próximo a lo más elevado y profundo. La Ilustración, con todo su entusiasmo, fue un paréntesis con malas consecuencias, como detecta el postmodernismo, que refuerza la tesis de Bruno Forte cuando dice: “Entre el triunfo de la identidad y la apología de la diferencia, resuelta en el dominio omnicomprensivo de la nada, entre el tiempo de la ideología y del nihilismo, la causa del hombre exige que se busque un camino distinto entre los tiempos, capaz de escaparse tanto de la seducción alienante del pensamiento solar, como del hechizo trágico de la victoria final sobre las tinieblas”. En tiempos más cercanos, Scheler y Heidegger destacan que nunca hemos sabido tantas cosas sobre el hombre y nunca hemos sabido menos del hombre. Es lógico que así suceda cuando se prescinde de la Revelación por una parte, y por otra de los conocimientos de la filosofía perenne. El hombre supera infinitamente al hombre, decía Pascal, refiriéndose a ese algo tan superior a la materia que le forma. Además está la riqueza de los sentimientos. Mucho perjuicio hizo al progreso del pensar la rotura del nominalismo en el siglo XIV, aún no superada. De una parte se perdió la metafísica y se separó de la filosofía, que se convirtió en un galimatías lógico. Blaise Pascal dice acertadamente: “¡Qué quimera el hombre! ¡Qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué contradicción, qué prodigio! Juez de todas las cosas y gusano infecto, depositario de la verdad, cloaca de incertidumbre y error, gloria y desecho del universo”.
En los últimos tiempos, tres son los pensadores que por su gran influencia han aportado claves revolucionarias en el conocimiento del hombre: Marx, Nietzsche y Freud. Los tres prescinden de Dios, y los tres apoyan su visión en algún aspecto negativo del ser humano. Karl Marx dice que la clave de toda la realidad es la economía. La alineación económica explica lo demás. Nietzsche es más complejo, pero también tiene una clave, y es la voluntad de poder del hombre. Sigmund Freud hace lo mismo con la libido sexual, y con ella pretende explicarlo todo.
Al estudiar al hombre desde una nueva perspectiva: su persona y su personalidad, el psicoanálisis es a la filosofía lo que la piedra filosofal a los alquimistas. Freud encontró el camino para llegar al inconsciente, a lo más recóndito, oscuro y desconocido del ser humano. Siglos y siglos de incertidumbre iban a disiparse mediante un estudio positivista, pero cuando las investigaciones tropezaron con el inconsciente, todo se volvió confuso, puesto que el inconsciente es algo realmente inconsciente. “No tenemos objeto, no tenemos nada”, dijo Jung. “Lo único que podemos hacer son inferencias, ya que no podemos ver nada, y en tales condiciones tenemos que elaborar un modelo de esa posible estructura del inconsciente”. La luz de la vela que iluminaba las tinieblas de la ignorancia se apagó de repente cuando se vio que el yo está en constante evolución y que, por tanto, nunca puede ser completamente conocido. Así regresamos de nuevo al mandala, al arquetipo más viejo, al símbolo del cuadrado en el círculo o el círculo en el cuadrado que expresa el esquema del mundo desde la Prehistoria.
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