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Cierzo

Filosofando

Delirante megalomanía

Si tomamos el año civil como medida de edad de la Tierra, la edad del género humano apenas llega a las dos últimas horas del último día de diciembre; el homo sapiens no hace su aparición hasta la última media hora y su historia propiamente dicha sólo abarca el último minuto y medio. Pues bien, únicamente estos noventa segundos ofrecen verdadero interés; todo lo demás, todo cuanto precede a la historia humana, será calificado desdeñosamente de prehistoria. Protágoras lo dejo escrito: “El hombre es la medida de todas las cosas”.

Llevado de una delirante megalomanía, el hombre atribuye efectos cómicos a cualquier obra suya, incluso a los pecados; durante el diluvio decretado por Dios en castigo de las prevaricaciones humanas, la catástrofe fue tan completa, que hasta los peces que no pudieron entrar en el Arca de Noé murieron ahogados. El hombre se ha erigido en medida y canon de todo lo existente. Decimos que es grande un autobús de dos pisos, un edificio de sesenta plantas, un libro de mil quinientas páginas. Pero un elefante no es grande, es desmesurado. ¿Hay algo más arbitrario que nuestros criterios de belleza y fealdad? Sólo en ciertos instantes de gran lucidez, algún profesor de estética especialmente comprensivo ha sabido ampliar su criterio al percatase de que lo más hermoso del mundo, para un sapo, es una sapa. El hombre domina y dictamina. Decide lo que es justo o injusto; determina incluso lo que es verdad y lo que no lo es. El hombre ha llegado a afirmar incluso que las lágrimas de los cocodrilos son falsas.

“El hombre es la medida de todas las cosas”. Sería una excelente frase de humor si fuera una broma sarcástica. Por desgracia, Protágoras hablaba muy en serio. Lo que pudo haber sido un rasgo muy meritorio de humor negro se convierte en pretexto para el humor más flagelador, porque esta frase fue pronunciada con absoluta seriedad, porque esa frase era y sigue siendo la divisa exacta de nuestro orgullo, justamente ridículo en la medida en que es sincero. El hombre se ha constituido en centro y eje del universo entero. Efectivamente, nuestro mundo es un orbe antropocéntrico. La llamada Historia Universal narra tan solo la historia de la humanidad, la Biología, con una visión algo más amplia, estudia la vida del hombre y también de sus antepasados, incluidos los monocelulares. La Lógica ha decretado cuándo dos cosas son imposibles: cuando no caben juntas en la cabeza de un filósofo. La Moral fijó taxativamente las fronteras entre el bien y el mal: lo que es bueno o malo para el hombre. La Religión, cuando no ha divinizado al hombre, ha humanizado a Dios.

Todo cuanto carece de denominación humana carece de existencia. No existe lo que está más allá de eso que llamamos el firmamento, ni lo que está por debajo de eso que llamamos subconsciente, ni lo que está por encima de eso que llamamos Dios. Distintas maneras de nombrar el finisterre. Porque alejarse de la Tierra es penetrar en la nada, probablemente a través de la demencia. Cuando la Luna era lo más remoto que podíamos concebir, llamábamos lunáticos a los locos, y todavía en el Reino Unido al manicomio se le llama State Lunatic Asylum. Si en algo estamos de acuerdo los humanos es en proclamar la excelsa dignidad del hombre y los principios sacrosantos del humanismo. ¿Humanismo? Sucede que el hombre es humanista de modo tan irremediable como el buey es bovino, pero también con la misma parcialidad con que un catalán suele ser catalanista y hasta con la misma obcecación con que un madrileño es partidario del Real Madrid.

Ciencia y Filosofía

La indagación científica intentó desde el principio entender el mundo material. Pero en el mundo hay aspectos que no son materiales y que no se pueden expresar matemáticamente. Aspectos tan reales como la libertad, los derechos humanos, los deberes, la inteligencia, el amor, el sentido de la vida... ello explica que, también desde los orígenes, la reflexión filosófica se haya ocupado de los problemas que surgen en el límite de la investigación científica. De hecho, no hay filosofía sin ciencia. Ambas tareas son dos formas de conocer racionalmente la realidad y han sido desempeñadas en muchos casos por las mismas personas: Pitágoras, Aristóteles, Descartes, Newton, Pascal...

Ciencia y filosofía son conjuntos de conocimientos verdaderos, con independencia del diferente grado de verdad que puedan conseguir y del inevitable margen de error que puedan contener. Si no fueran sistemas de verdades, su inclusión en los planes de estudio de todos los países del mundo sería una tomadura de pelo universal. Además, la Filosofía y la Ciencia se asemejan en que ambas son racionales, siguen métodos de investigación rigurosos, buscan explicaciones coherentes de la realidad e intentan resolver problemas humanos.

En cuanto a las diferencias, la línea divisoria que separa ciencia y filosofía se traza en el Renacimiento. Esa diferenciación la marcan dos elementos con los que nace la llamada ciencia moderna: la experimentación y la matematización. Por experimentación, la ciencia se ciñe al mundo material y se pregunta por el modo de ser de las cosas, mientras que la filosofía estudia lo inmaterial, lo espiritual, y persigue el sentido último de la realidad y de la vida humana.

El derecho a la duda

Para comprender la relatividad de dos puntos de vista basta con leer los artículos de dos periódicos de distinta tendencia política o deportiva. Para uno la decisión del Gobierno es un acierto, para el otro un fracaso. La decisión arbitral es justa para uno, mientras que para otro supone un insulto.

“Sobre las cosas hay siempre dos puntos de vista”, dejó dicho Protágoras, que enseñaba el arte de las antilogías, es decir, la contraposición de fuerza igual y contraria: probar lo contrario de lo que sostiene otro, partiendo de su tesis de la duplicidad de los razonamientos y los discursos. Según el espíritu antilógico de Protágoras, nada escapa a la controversia, nada es evidente, indiscutible o inatacable; no existe acontecimiento que no pueda calibrarse desde una perspectiva distinta u opuesta y cada óptica produce una argumentación diferente.

Comparar con entera libertad pareceres y opiniones es un excelente método para crearse opiniones propias. Los diarios harían un buen servicio al lector si confrontaran dos tesis distintas y antagónicas: creacionistas contra darwinistas, ecologistas contra cazadores de focas, monárquicos contra republicanos... en vez de referir siempre una sola. Por tanto, para elegir con fundamento, motivo y razón entre dos interpretaciones que se nos ofrecen en forma de dicho y de contradicho es esencial saber distinguir los argumentos buenos de los malos. Pero “bueno” significa tanto válido (noción lógica) como persuasivo (noción psicológica).

Cuatro son las posibles combinaciones de validez y capacidad de persuasión: válido y persuasivo, válido y no persuasivo, no válido y persuasivo, no válido y no persuasivo. De entre todas, la más peligrosa es la que encierra un razonamiento no válido y persuasivo porque lleva a un error, a un sofisma o a una falacia. Aquí la persuasión se convierte en una confirmación de la validez.

Del principio de Protágoras se deduce que los juicios opuestos sobre un hecho no son siempre una razón que se contrapone a un error, sino dos razones más o menos sólidas, y que las divergencias y contradicciones son el alma en el intercambio de razonamientos. La cuestión es pues establecer no quién tiene razón, sino quién tiene más razón. O lo que es lo mismo, quién yerra menos.

Yo soy tres

Yo soy tres, dice el hombre pensante. Yo, mi sombra y mi eco.

La modesta ciencia actual

La ciencia actual es más bien modesta. Los nuevos descubrimientos, lejos de eliminar el azar, han confirmado la presencia de lo aleatorio como algo inherente a la naturaleza. Por eso, a la ley de causalidad ha sustituido la teoría de la probabilidad, a los esquemas deterministas el principio de determinación, a los axiomas las hipótesis. La ciencia moderna trabaja constantemente con hipótesis, que luego los hechos vendrán a corroborar o desmentir. Su éxito estriba precisamente en su relatividad, en su modestia, ya sólo establece leyes provisionales y cálculos aproximativos. El margen de actividad reservado al azar, bien sea éste un pseudónimo de la Providencia o de la Naturaleza, queda plenamente garantizado. Los hombres que cultivan este tipo de ciencia se han hecho también modestos: ya no creen que saben, ahora saben que creen.

La paradoja de Zenón

En el siglo cuarto a.C. Zenón de Elea, uno de los primeros filósofos occidentales cuyas ideas han sobrevivido hasta hoy, planteó sus famosas paradojas del movimiento, con ellas trataba de demostrar que el movimiento es imposible y ridiculizaba la idea de que el espacio y el tiempo son infinitamente divisibles. Una de sus más famosas paradojas es la de Aquiles y la tortuga: Aquiles disputa una carrera con una tortuga y le da ventaja en la salida. Para superar a la tortuga, Aquiles tiene que recorrer la distancia que existe entre él y la tortuga, pero mientras tanto la tortuga habrá avanzado un poco más, de modo que Aquiles tendrá que cubrir una nueva distancia hasta la tortuga, y así sucesivamente. Aquiles nunca podrá alcanzar a la tortuga y, mucho menos, superarla. Esta paradoja aún no se ha resuelto.

Anarquismo, nuevo concepto

Pienso que el anarquismo es una de tantas políticas utópicas, ni mejor ni peor que las otras, y que atrae por su fe en el hombre. El ideario anarquista gira básicamente alrededor de dos premisas: La primera es que los seres humanos son, por naturaleza, razonables e íntegros y, por tanto, pueden autoorganizarse sin necesidad de que una autoridad les indique cómo. La segunda es que el poder corrompe. Así que basta con tomar los principios simples de la moral común por los cuales nos guiamos y seguirlos hasta sus conclusiones lógicas para crear una sociedad anarquista.

Durante milenios los gobiernos no existieron y las diversas sociedades funcionaron sin necesitar de uno. Las personas se dedicaban a vivir. Tal vez nosotros, atrapados en esa tela de araña envenenada que es la sociedad de consumo, tecnológica, egoísta, deshumanizada, competitiva y globalizada, hayamos olvidado qué es vivir, no estar al servicio de los burócratas, de los políticos, de los abogados, de los financieros, de los publicistas… Es obvio que las sociedades modernas, formadas por millones de individuos, necesitan de una compleja organización para funcionar, por eso los anarquistas abogan por la asociación voluntaria de los miembros a un grupo que se rige por el consenso, teniendo en cuenta la situación o las necesidades particulares del otro. En esta sociedad no tiene cabida un sistema piramidal de poder detentado por una autoridad y una cadena de mandos, no es necesario.

Cada uno de nosotros nos consideramos capaces de comportarnos de una manera razonable, sin embargo, dudamos que los demás puedan ser igualmente razonables, por eso hemos creado ejércitos, cuerpos policiales, cárceles y gobiernos que ejerzan un control y nos defiendan de individuos a los que calificamos como antisociales. La injusticia de pensar que los otros son agresivos, estúpidos o irresponsables vuelve a la sociedad injusta y menos libre e igualitaria porque es imposible mantener unas relaciones paritarias cuando unos individuos tienen poder sobre otros.

Dale poder a alguien y abusará de él de una forma u otra, sostienen los anarquistas, y aquí se contradicen. Porque si, como mantiene su premisa básica, el hombre es bueno por naturaleza y siempre íntegro, bajo ninguna circunstancia se aprovechará de sus semejantes. El anarquismo también sobrestima la capacidad del ser humano para organizarse, especialmente en grandes grupos, en sociedades constituidas por millones de individuos. La prueba evidente la tenemos ante nuestros propios ojos, ninguna sociedad pasada o presente es perfecta, más bien todo lo contrario. Sin la amenaza de una sanción, no se respetan las normas de convivencia. Los acuerdos por consenso, el reconocimiento recíproco y el compromiso alcanzado tomando en cuenta las necesidades particulares de todos son una maravillosa fantasía.

Los anarquistas tienen muchas ideas sobre cómo una sociedad saludable y democrática debería autogobernarse, pero no saben cómo llevar el ideal a la práctica. Los anarquistas tienen fe, creen en la capacidad del hombre para resolver cualquier problema mientras conserve en su espíritu unos principios básicos de decencia humana, pero el hombre sólo posee una intuición sobre el modo en que las sociedades que ha creado deberían ser reformadas y construidas. El anarquismo exige demostraciones contundentes a aquellos que defienden que la autoridad y la dominación son necesarias y si estos no logran argumentar sus afirmaciones, las consideran ilegítimas. Sin embargo, los anarquistas no proponen fórmulas para luchar contra una autoridad injusta.

Para mí, lo más admirable de los ácratas es su imaginación y su incansable espíritu de lucha, gracias a ellos las banderas libertarias siguen ondeando.

Víctimas de la Guerra Civil

Amnistía Internacional pide al gobierno español justicia y reparación para las víctimas de la Guerra Civil y del franquismo.

Leer el informe de Amnistía Internacional

Animal risibile

Se dice que el hombre es el único animal que ríe. ¿La hiena también? La hiena duerme a la intemperie, come carroña, copula una vez al año, ¿de qué rayos se ríe, pues? Lo que pasa es que su aullido se asemeja a la risa del hombre. El hombre ha dictaminado cómo hay que reírse, y todos aquellos seres que no aceptan este patrón quedan automáticamente excluidos de su capacidad de reír.

El hombre se ha dedicado a estudiar concienzudamente el comportamiento animal. Ha observado cómo un ciervo, cuando avista de lejos alguna fiera, lanza un grito que permite huir inmediatamente a todos los miembros de la manada. Después el hombre explica lo ocurrido: no es que ese ciervo haya dado una voz de alarma para salvar al grupo, sino que ha sido una reacción suya instintiva, involuntaria, una mera reacción de espanto ante el peligro. ¿De veras es así? Aparentemente al menos, el científico actual se está haciendo más comprensivo; admite que puede darse cierta comunicación intencionada entre los animales, no sólo entre congéneres, sino también entre individuos pertenecientes a especies muy diversas, por ejemplo entre una ballena y un pez piloto. Existe ya una disciplina llamada zoosemiótica, consagrada a estudiar el lenguaje animal, ese código de señales que ellos utilizan para llamar a su pareja, para congregar a sus hijos o para avisar dónde hay alimento. Sin embargo, hasta los científicos más cautos siguen negando al animal la facultad de hablar y de reír; se trata, dicen, de dos funciones reservadas al hombre, de dos atributos privativos de la especie humana. Yo me pregunto: ¿qué significa la voz de reclamo con que tantos animales atraen a sus presas? Me parece que eso es más que hablar, eso es mentir, lo cual constituye la forma más evolucionada del lenguaje. ¿Y cómo no va a reírse -entre dientes- el que engaña del que es engañado?

Imaginemos una banda de hombres prehistóricos atravesando un bosque. De pronto, se oye un ruido de ramas y quedan sobrecogidos de terror: alguna fiera va a abalanzarse sobre ellos de un momento a otro. Transcurren quince segundos interminables. Hasta que divisan un mono en lo alto de un árbol. El mono salta y se pierde de vista. En ese instante ocurre algo trascendental en la historia del mundo, ocurre lo nunca visto ni oído: aquellos hombres estallan en carcajadas. Es la primera manifestación del animal risibile. Así empezó la risa. Por la noche recuerdan lo sucedido, lo cuentan con todo lujo de detalles, quizá exagerando un poco, y el relato provoca de nuevo la risa. Así empezó el género cómico.

Más o menos, es la célebre teoría de Konrad Lorenz. A pesar de su gran amor a los animales, este zoólogo vienés no puede evitar pensar como un hombre, es decir, con prejuicios. ¿En qué se basa para decir que entonces empezó la risa?, ¿Con qué derecho descarta cualquier otra hipótesis? No es imposible que el mono haya reído antes. No es imposible que aquel mono hubiese movido las ramas para asustar a los hombres, para reírse de ellos. En cuyo caso, su risa no sólo sería anterior, sino también superior, más sutil, más próxima a la ironía. Distaría de la risa de aquellos hombres casi tanto como el humor dista del género cómico. El humor es posterior, ya que exige otra vuelta de tuerca, ya que supone haberse percatado no sólo de nuestra grandeza sino también de la pequeñez de nuestra grandeza. El humor restablece las verdaderas dimensiones del hombre colocándolo de nuevo dentro de las tablas del reino animal.

Los humanos somos arrogantes, injustos y propensos al error. Por eso el libro de Job recomienda encarecidamente: “Pregunta a las bestias y te instruirán, a las aves y te informarán, a los reptiles y te darán lecciones”. Sería necesaria una conversión, sería preciso sustituir cuanto antes la mentalidad de dominio por la de fraternidad. Hay una frase en el salmo 35 sobre la que he reflexionado largamente; dice que Yahvé “salvará a los hombres y a las bestias”. Es una promesa magnífica, pues así la misericordia de Dios resulta mucho más creíble, más verosímil. Con esta promesa se relaciona estrechamente una exhortación contenida en el salmo 148, donde somos convocados para alabar a Dios “tanto los hijos de los hombres como las fieras y animales domésticos”. Es, sobre todo, una exhortación a la solidaridad entre las diversas clases de vertebrados.

Lo ridículo no es ser animal, sino renegar de la familia. Tampoco hay que excederse hasta el punto de estar a todas horas presumiendo de su linaje. Todos somos metazoarios, mamíferos y primates, y nadie tiene por qué mostrarse especialmente orgulloso de ello; mucho menos, desde luego, sentirse por ello humillado. Lo correcto sería una modestia digna o, si acaso, un discreto entusiasmo.

Somos pesimistas

Se diría que el hombre está mejor dotado para el sufrimiento que para la felicidad. Obsérvese, por ejemplo, lo que ocurre en lo tocante al amor; parece ser que el amor hace felices a los humanos, pero su privación los hace desdichados. La desaparición de la persona amada les hace sufrir mucho más de lo que su presencia les permitía gozar. En términos generales, el dolor suele ser la prueba más elocuente del amor; nos damos cuenta de que amamos lo mismo que nos damos cuenta de que tenemos esófago: sólo porque nos duele, sólo cuando nos duele. Observación ésta que podría hacerse extensiva a cualquier otro tema. Sólo sabemos qué es el pan cuando nos falta, sólo sabemos qué es la salud cuando la perdemos, sólo sabemos qué es una madre cuando desaparece. Verdaderamente, somos más conscientes de los que nos falta que de lo que poseemos. Nadie se siente feliz por tener dos piernas, pero todos nos sentimos desgraciados si nos duele un dedo. Y es que existe una común propensión a fijarse en lo deficiente más que en lo normal, en lo adverso más que en lo favorable, en lo negativo más que en lo positivo. Nuestro vocabulario resulta sintomático. Literalmente, fatalidad es aquello que viene impuesto por los hados, lo que ocurre al margen de nuestra voluntad, sea bueno o sea malo, sin embargo, una fatalidad significa siempre una desgracia. Decimos sufrir un cambio, como si toda transformación tuviera que ser forzosamente a peor. Cuando alguien mata a otro, decimos que lo ha despenado, como si su alma sólo pudiera albergar penas. La palabra suceso, que en francés, italiano e inglés quiere decir éxito, entre nosotros quiere decir lo contrario, algo siniestro o al menos lamentable, perteneciente a la “página de sucesos”.

No me extraña que prevalezca el pesimismo. Un mundo finito de tormento infinito, sentenció el filósofo bajo los efectos de un cólico intestinal. El bien resulta insignificante, o mejor aún, es sólo aparente. Únicamente lo malo es real, lo bueno es ilusorio. El mundo es un paraíso imaginario con una serpiente de verdad dentro. He aquí la asombrosa, patética, irrefutable conclusión de los pesimistas.

Pero permítaseme decir que los optimistas no me convencen más, simplemente me molestan menos. Optimista es quien exclama el primer día de septiembre: ¡Ya no quedan más que once meses para las vacaciones! Mi reacción ante este comentario es más bien de ternura. Un conocido, enterado de que las herraduras traen buena suerte, colgó una en la puerta de su piso. Un día, al cerrar la puerta, se le cayó y le descalabró un pie. Cuando me lo encontré, me dijo feliz: “Qué suerte he tenido; si hubiera puesto dos herraduras en lugar de una, ahora tendría los dos pies escayolados”. Sinceramente, creo que se puede llegar a ser optimista a fuerza de pesimismo, cuando se descubre que el mundo no es tan rematadamente malo como uno se creía. Instalándose en la desesperanza, el alma evita caer en la desesperación. Si yo digo que la vida es tan indeseable como la muerte y alguien me pregunta por qué no me suicido, yo podría responderle: porque la muerte es tan indeseable como la vida. Me parece, no obstante, que lo más frecuente suele ser el camino inverso, pasando del optimismo al pesimismo a través del escarmiento.

¿Se trata, pues, de estados de ánimo fluctuantes, reversibles? No. Hay quien es optimista o pesimista de una manera estable, contumaz e irrevocable. Nació cetrino y morirá cetrino. Lo que sí hay que reconocer es que no se trata nunca de posiciones absolutas, por muy obstinadas que sean. Realmente, el optimismo no consiste en creer que todo está bien ni el pesimismo en creer que todo está mal; no tendría sentido, sería como decir que todo está a la derecha o todo a la izquierda. Chesterton matizaba mucho más: optimista es quien cree que todo está bien salvo el pesimista, y pesimista el que cree que todo está mal excepto él mismo. ¿Quién dijo que pesimismo significa clarividencia? Algún pesimista, por supuesto. ¿Quién dijo que el pesimismo es la lucidez de los cobardes, mientras que el optimismo es el coraje de los lúcidos? Algún optimista, desde luego.

Claro que también existe otra postura. Cuando a alguien le preguntas: ¿eres optimista o pesimista? Los hay que dicen que ni una cosa ni otra, que son realistas. Los que se llaman realistas me recuerdan a esos individuos que dicen ser apolíticos; se engañan lamentablemente. La verdad es que todos somos, de manera irremediable, optimistas o pesimistas. O tesis o antítesis. ¿No cabría, sin embargo, alguna síntesis? Sucede que tanto la tesis como la antítesis son simplemente hipótesis, tanto el optimismo como el pesimismo son meros entes de la razón, actitudes personales y arbitrarias. Por consiguiente, lejos de constituir una síntesis, el realismo sería más bien todo lo contrario, sería la convicción de que el mundo real nada tiene que ver con esas hipótesis, con esas visiones extremadas, unilaterales y subjetivas. ¿Cómo conseguirlo? Sabemos que sentido del humor quiere decir sentido de la realidad, pero sabemos también que esto significa tan sólo un desideratum, una cifra óptima. Las pasiones enturbian nuestra percepción de la realidad y no permiten otra cosa que un constante esfuerzo de aproximación por arriba y por abajo, una serie infinita de decimales. El único ideal de objetividad, de equilibrio, al que puede aspirar un hombre es ser optimista y pesimista alternativamente. Yo, por mi parte, trato de ser optimista los lunes, miércoles y viernes, pesimista los martes, jueves y sábados; los domingos debo descansar de tanto trajín.

Racismo científico

En el preciso contexto del racismo científico de finales del siglo XIX o de principios del XX el atraso tecnológico del “otro” resultaba fácilmente explicable: aquellos pobres miserables de piel oscura y cabello rizado estaban biológicamente determinados a persistir en la barbarie y la ofuscación o, como mucho, a mejorar un poco bajo la tutela colonial, eso sí, hasta los límites naturales que los condicionaban como seres “inferiores”. Esta actitud, materializada o no en disposiciones legales segregacionistas, ha persistido hasta hace bien poco de iure en algunos países y perdura de facto en el inconsciente de los occidentales. En cualquier caso, todas aquellas teorías pseudocientíficas basadas en la frenología o en la politización de la genética han caído por su propio peso desde el punto de vista académico (la teoría de los atavismos de Lambroso, las escalas craneométricas de Alfred Bidet, los delirios sobre las supuestas características “morales” que separaban a los dolicocéfalos de los braquicéfalos, etc.) y, afortunadamente, ha acabado difuminándose como consigna política, con la patética excepción de algún grupo de iluminados. ¿Hemos de llegar a la conclusión de que el racismo es una enfermedad social inextirpable que nos atormentará siempre?, se preguntaba en una obra reciente el famoso genetista Luca Cavalli-Sforza.

El problema de estos grupúsculos gritones e incansables es que, por norma general, no han sido contestados ni rebatidos por especialistas competentes, por científicos o eruditos, como el mismo Cavalli-Sforza, sino por otros grupúsculos, tan gritones e incansables como los primeros. Así hemos pasado en menos de un siglo de la “falacia naturalista” a la “falacia antinaturalista”, tan primaria y falta e fundamentos como la primero, pero supuestamente menos peligrosa. Desde 1859 hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, desde Spencer hasta los frenólogos nazis, pasando por la burda cosificación de la inteligencia de Cyril Buró o del mismo Spearma (autores de auténticos fraudes científicos que con el tiempo se ha convertido en dogma de fe, como la capacidad medidora de ciertos tests factoriales), el darwinismo y más concretamente la psicología evolucionista han sido objeto de un constante abuso ideológico.

En estos dos contextos, el colonialismo inglés y francés, y, más adelante, la violenta aparición de los fascismos europeos, la tentación de sustituir los pájaros o las tortugas descritas por Darwin por blancos y negros o por arios y semitas, resultaba casi inevitable; la pura ideología o los simples intereses económicos de determinadas metrópolis quedaban así solidamente legitimadas por una pátina de inmaculada y aséptica cientificidad. Con la selección natural se podía explicar, con una rara simultaneidad, la altura del cuello de las jirafas, el atraso tecnológico del África negra, el alcoholismo de los proletarios que pasaban doce horas en la fábrica por unos salarios de miseria o las disposiciones legales que prohibían el voto femenino; en lo que respecta a esta última cuestión, por ejemplo, el inefable Gustave Le Bon escribió el año 1879 que “entre las razas más inteligentes, como es el caso de los parisinos, hay un gran número de mujeres que tienen un cerebro más parecido al del gorila que al del hombre”. Después de informarnos que los habitantes de París constituyen una raza aparte (y superior, evidentemente) el eminente psicólogo de la escuela de Paul Broca, otro medidor compulsivo de cráneos que falsificó sistemáticamente todos los datos que no cuadraban con su teoría, se vio obligado a admitir que había “algunas” mujeres brillantes; ¿cómo explicar esta anomalía? Muy fácil: Le Bon las situaba en el contexto de la pura monstruosidad; si de tanto en tanto nacen animales con dos cabezas o sin extremidades, ¿por qué no pude haber también “algunas” mujeres inteligentes? No hace falta añadir nada más.

La contundencia insultante y vejatoria de esta tesis que, no hay que olvidar, a lo largo de muchos años llegaron a ser plenamente “científicas”, se ha diluido casi del todo. De rebote, han quedado en el campo de batalla antítesis tan contundentes y absurdas como aquellas. Desafortunadamente, la falacia naturalista tiene su correlación en la falacia antinaturalista; según ésta, los seres humanos “naturales”, no corrompidos todavía por el capitalismo patriarcal, viven armónicamente junto a sus semejantes y respetan las plantas y los animales; la guerra, la agresividad, la envidia o la competencia sexual son un producto de los artificios sociales, y no tienen nada que ver con la verdadera naturaleza humana. Cuando uno se atreve a recordar que el 25% (uno de cada 4) de los varones yanomamos, los buenos salvajes de la Amazonia, muere en acciones violentas entre miembros de la misma tribu, se le puede acusar de cualquier cosa. De racista o de neocolonialista. Y si osa comparar conceptos como andrógenos, estrógenos, adrenalina o feromonas para explicar ciertas conductas consideradas estrictamente culturales (la curiosa noción de opción sexual, pongamos por caso) no es extraño que acabe siendo tildado de machista incorregible y opresor de las minorías que añora el orden patriarcal…

Dejemos de lado estos dos extremos que, en realidad, son las dos caras de una misma moneda: el aparatoso fracaso del racionalismo universal en su aplicación real, es decir, en su proyecto político ilustrado. Éste resulta, entonces, incontestable, al menos si tenemos el valor de contemplarlo cara a cara, sin cómodos matices disculpatorios o sonoras expresiones grandilocuentes parapetadas detrás de la corrección política: la precariedad del alcance geográfico del modelo democrático y la concretísima localización de los avances científicos y tecnológicos es manifiesta, evidente, y en ocasiones muy dolorosamente.

Descartado cualquier tipo de condicionamiento basado en toscas mistificaciones biologicistas, conviene retomar la cuestión desde otra, desde la otra, perspectiva: la cultural, pero sin caer tampoco en la pueril falacia antinaturalista comentada antes. Aquí la respuesta puede parecer de una simplicidad engañosa. Es obvio que no existe ningún condicionante estricto capaz de impedir a un niño yanomamo llegue a ser ingeniero aeronáutico, físico nuclear o doctor en filología eslava. Esto es totalmente cierto. Ahora bien, se necesitan pequeños detalles: al nacer, este niño tendrá que abandonar la selva y su pequeña comunidad, no aprender su lengua, la de sus progenitores, en la que conceptos como silogismo, protón o inercia no tienen cabida; tendrá que renunciar a una visión mítica del mundo y sumergirse en una cosmovisión donde la Naturaleza se expresa con las ecuaciones de Newton y no con los sueños o las drogas alucinógenas. ¿Habremos conseguido, por tanto, un yanomamo, el primero, doctorado en física nuclear? Evidentemente, no: habremos conseguido un doctor en física nuclear, que podrá ser más o menos brillante, pero que en cualquier caso ya no será un yanomamo. Éste se ha volatilizado, ha desaparecido, y en un sentido ontológico, ha dejado de ser. Pensar lo contrario es puro racismo decimonónico, es creer que, de alguna manera, aquel niño que se ha educado en la fría ciudad de Oxford, por ejemplo, es todavía un indio de la tórrida Amazonia y aquello que condiciona su ser es, por tanto, la biología, la raza, la genética, que como remarca la cita: no perdona.

El sincretismo es frecuente en la religión, el folclore o la música, también es posible, y relativamente habitual, conjuntar una cosmovisión irracional y precientífica con los últimos avances tecnológicos: cartas astrales hechas con ordenador, tarot a través de Internet…; pero resulta estrictamente imposible pensar desde dos lógicas diferentes o armonizar de forma inteligible dos concepciones de la Naturaleza diametralmente opuestas. Las nociones de razonamiento hipotético o de invalidez de un razonamiento recursivo, por ejemplo, no son un tipo de determinación mental innata, sino de un esquema de “nuestra lógica”. El antropólogo Nigel Barley lo ilustra con dos casos muy significativos. Mientras intentaba averiguar las estructuras de parentesco en el pueblo dowai preguntó a un nativo qué tipo de relación tendría su hermana respecto a otro miembro determinado del grupo. “Yo no tengo ninguna hermana”, le interrumpió. “Bien, pero supongamos que la tuvieras” insistió. “Pero es que no la tengo…”. Era imposible concluir la indagación: el razonamiento hipotético era conceptuado como una especie de falsedad. Con la noción del razonamiento discursivo pasaba algo parecido: “¿Por qué os circuncidáis?” “Porque lo hacían nuestros antepasados”. “Pero, ¿por qué lo hacían vuestros antepasados?” “Porque es bueno”. “¿Y por qué es bueno?” “Porque lo hacían nuestros antepasados”… Es difícil negar que estamos ante dos lógicas y, por tanto, ante dos mundos. “Los hechos en un espacio lógico son el mundo”, dijo Wittgenstein.

Asimismo, añadir que nuestro mundo es mejor o, al menos, preferible al suyo es una tentación irrefrenable. Sería poco honrado intelectualmente negar que en la gran mayoría de occidentales esta tentación todavía existe. En sí misma, como idea o simple prejuicio, resulta vagamente inocua, su concreción en acción política, sin embargo, ha provocado los estragos más sangrientos de la historia de la humanidad, y esto no se debe olvidar.

Sartre y el camarero

Sartre escribió la mayor parte de sus obras en cafeterías, de manera que no debe sorprender que una de sus ilustraciones filosóficas más famosas tenga que ver con un camarero. El ejemplo pretende mostrar que los individuos están muy poco dispuestos a ser ellos mismos, pues tienden a asumir un papel que les hace perder conciencia de su individualidad. En “El ser y la nada”, Sartre escribe: “Su movimiento es rápido y decidido, un poco demasiado preciso, un poco demasiado rápido. Acude hacia los clientes con un paso demasiado ligero. Se inclina hacia delante con demasiadas; su voz, sus ojos expresan un excesivo interés por el pedido del cliente. Finalmente regresa tratando de imitar en su caminar la rigidez inflexible de una especie de autómata: lleva la bandeja con la impasibilidad de quien camina en la cuerda floja, la mantiene en un equilibrio perpetuamente inestable y perpetuamente mantenido, que restablece eternamente con ligeros movimientos del brazo y la mano. Toda esta conducta parece un juego, pero, ¿a qué está jugando? No es necesario observar mucho más antes de aventurar una explicación. Está jugando a ser el camarero de una cafetería”.

El camarero, dice Sartre, no es él mismo. Es lo que no es; trata de representar el papel de quien está alienado. Es un ejemplo de falta de autenticidad, de lo que Sartre denomina, “mala fe”.

Sartre defiende la teoría de que el ser humano individual no cuenta con un modelo o una maqueta inicial y el sujeto posee una ilimitada libertad para la autocreación. Hay constantes que es imposible modificar: sexo. edad, raza, etc., pero, aparte de éstas se puede tomar el propio contexto social y hacer con él lo que se quiera, es una inmoralidad no hacer uso de esta libertad y limitarse a seguir a la multitud, conformarse. Si a él le producía “náusea” la falta de sentido de la vida, ¿qué le produciría a ese pobre camarero condenado a servir a los clientes con complacencia? Sartre peca de arrogancia al criticar a un hombre, según él, alienado, que vive atrapado en un trabajo que no le satisface, cobrando un sueldo mísero con el que a duras penas subsiste. No repara en que no es culpa suya haber nacido en una familia obrera, que no pudo enviarle a la universidad a estudiar y a ensanchar los horizontes de su mente. No valora el esfuerzo que representa levantarse cada mañana para enfrentarse a un día igual al anterior y al siguiente. Hay una dignidad en esa persona que, pese a saberse oprimida, ha aprendido a poner buena cara al mal tiempo y sobrelleva su cruz con entereza. Es muy fácil ser libre, cuando no se ha nacido esclavo.

Probabilidades de que Dios exista

No hay certezas absolutas, sólo existen certezas estadísticas. Hasta los diplomados en estadística reconocen que sus sistemas sólo pueden prever el resultado global de una serie, cada uno de cuyos elementos será siempre una incógnita. Dentro de la conducta predecible de una bandada de gansos, cada uno de ellos es un caso impredecible. En cualquier golpe de dados, en el milésimo igual que en el primero, las probabilidades de triunfo siguen siendo iguales, siguen siendo igualmente exiguas. Por lo tanto, la conclusión final será también muy modesta: sólo estadísticamente cabe decir que las estadísticas resultan fiables. ¿Qué luz podrían aportar éstas en el arduo problema de la existencia de Dios? Los creyentes afirman que Dios existe, los ateos lo niegan; estadísticamente, pues, Dios sólo existe en días alternos.

Avaricia

Un pecado feo, sin duda, el pecado de avaricia. Voy a referirme ahora tan sólo a lo que este vicio tiene de sufrimiento innecesario y, por consiguiente, de grotesco. La codicia humana es ridícula en la misma medida en que es ridículo el esfuerzo de mover un piano para acercarlo al taburete en lugar de aproximar el taburete al piano. Obsérvese que toda frustración consiste en un desajuste, en una falta de correspondencia entre lo que se pretende y lo que se obtiene. ¿Cómo evitar esta decepción, este doloroso desajuste? Hay dos maneras de conseguirlo: o bien esforzándonos en adquirir muchas cosas o bien limitándonos a desear pocas. Casi todos hemos optado por el primer método.

Pero los sufrimientos inútiles se acumulan: la codicia se ve agravada por la envidia. Porque no basta poseer mucho, hace falta poseer más que el vecino. Si un día todos multiplicáramos por diez nuestra fortuna nadie se sentiría más feliz que antes, del mismo modo que si nuestro cuerpo y todas las cosas de alrededor aumentaran repentinamente diez veces de tamaño ni siquiera nos enteraríamos. Lo único decisivo es el marco de referencia, el punto de comparación.

Aunque ésta no es la nunca forma de envidia. A fin de extender más y más su dominio, ella adopta formas muy variadas. Hasta el hombre más desprendido envidiará algo, aunque sólo sea la fama de desprendido de que goza su vecino y él no. Yo misma envidio a mis lectores por su paciencia, por su admirable paciencia al leerme estoicamente. Incluso puede que ellos me envidien ahora a mí, por la humildad que acabo de demostrar al confesarme envidiosa.

La envidia ha complicado muchísimo las operaciones propias de la codicia al sustituir la persecución de un objetivo por la lucha contra el competidor. Al fin y al cabo, la codicia podría representar algún placer, aunque sólo fuera abstracto; la envidia, en cambio, sólo promete penalidades. Ha complicado tanto los medios que acabó complicando los fines. Es como tomar un supositorio por vía oral, pero poniéndonos cabeza abajo.

Dios

Parece inevitable que de una mente humana surja un concepto de Dios más o menos antropomórfico. Por eso, a toda teología se le podría hacer en cierto modo el reproche que se le hizo a la teología jansenista: aplicar la lógica humana a las cosas divinas. Si un tren tarda seis horas y media en ir de Madrid a Barcelona, ¿cuánto tiempo tardarán dos trenes en hacer el mismo recorrido? Muchos teólogos incurren en el error de aplicar indebidamente la regla de tres.

A la hora de componer una imagen de Dios, el hombre se apresura a atribuirle las mejores cualidades que están a su alcance, tales como bondad, poder, justicia. En cambio, nunca dirá de Él que tiene cuernos, ni rabo, ni pezuñas, ni siquiera cuerpo, ya que estas cosas arguyen imperfección. Lo que sí debe tener Dios, ante todo y sobre todo, es inteligencia. ¿Por qué? Porque la inteligencia constituye la facultad más importante, la más excelsa, para un ser que a sí mismo se tiene por inteligente. El hombre piensa, Dios piensa. Claro está que la inteligencia divina dista mucho de la humana, reconoce el hombre en un arrebato de humildad: es una inteligencia infinita. Y esto, ¿qué quiere decir? Mucho me temo que se entienda algo así como una inteligencia humana elevada al infinito.

La afirmación de que Dios posee una inteligencia infinita resulta admisible sólo si ponemos más énfasis en el adjetivo que en el sustantivo. Porque se trata de una palabra negativa, excluyente, una palabra que descarta cualquier restricción o limitación. No obstante, incluso esa palabra y otras similares, como insondable, inmortal, incomprensible, guardan siempre un resto de miseria, una pobre referencia muy difícil de eludir. Cuando se dice que Dios es inmenso queremos decir que no puede ser medido, pero casi inevitablemente pensamos en nuestros instrumentos de medición, los que solemos usar para medir fincas, territorios o, a lo sumo, distancias intergalácticas. ¿Acaso no es también infinito el universo? Así pensaba Giordano Bruno, que lo definió como “el efecto infinito de una causa infinita”. De ese modo, aplicando el mismo adjetivo al mundo y a su Creador, reducía lamentablemente su significación. Lo mismo sucede con todos los adjetivos, que siempre resultan humanos, demasiado humanos. ¿Qué significa que Dios es inefable? Más que decir algo sobre Dios, expresa nuestra impotencia para hablar de Él. Aquí también se cumple el viejo axioma: Quidquid recipitur ad modum recipientis recipitur. Los conceptos, igual que los líquidos, reciben la forma del recipiente donde se alojan.

En definitiva, toda teología dice más acerca del hombre que acerca de Dios. Cuando los japoneses atribuyen al dios Sol naturaleza femenina, tal declaración no nos dice nada sobre el Sol, pero sí dice bastante de la cultura japonesa. Se trata de un procedimiento habitual: pedimos a las personas su opinión para saber más de ellas mismas que para saber del asunto sobre el que van a opinar. Contemplemos despacio las Meninas, el tema mismo del cuadro constituye una ironía genial. Teóricamente, Velásquez se ha propuesto hacer un retrato de Felipe IV y de su esposa; de hecho acaba pintando un grupo cortesano dentro del cual se incluye a sí mismo en actitud de pintar. Eso es exactamente lo que yo quería decir: en un libro de teología percibimos mucho más al teólogo que a Dios y al teólogo en su contexto, con su indumentaria de la época, con los esquemas culturales de su tiempo y dentro del ambiente eclesiástico palaciego del cual él normalmente forma parte. Al fondo, reflejada en un espejo, vemos a la pareja real: es una imagen borrosa, casi desvanecida, en contraste con las sólidas figuras que aparecen en primer plano. Efectivamente, ya lo dijo San Pablo, vemos a Dios “como en un espejo”.

Las cosas se agravan porque muchos teólogos suelen interesarse más por la teología que por la fe propiamente dicha, lo mismo ocurre con los políticos, los cuales se preocupan de política más que del país propiamente dicho. Se han escrito miles y miles de obras teológicas, pero gran número de ellas no sobre Dios, sino sobre teología. No saben a café, saben a cafetera. Tomismas que comentan a santo Tomás, epígonos que comentan a los comentaristas, comentarios del P. Rodríguez a las glosas del P. Fernández. ¿Y qué ocurre? El simple fiel acude a los doctores de la Santa Madre Iglesia lamentándose de que no ve bien. Ellos le colocan unos lentes correctores. “¿No es cierto que ahora ve mucho mejor? Díganos que ve”. “Veo unos cristales”.

Sin duda es bueno y necesario que la reflexión sobre la fe se articule en un cuerpo de doctrina, pero los excesos son temibles. Existe una arraigada manía a sistematizarlo todo, de dividir, subdividir, puntualizar, clasificar, la extraña manía de complicar las cosas. Chesterton cita el caso de alguien que tomó en sus manos un tratado de teología y empezó, con gran interés, por el capítulo titulado “De la simplicidad de Dios”; al poco rato abandonó la lectura y exclamó: “Si así es la simplicidad de Dios, ¿Cómo será su complejidad?” Ya sé que existen predicadores capaces de conmover profundamente a sus oyentes empleando un lenguaje ininteligible, pero en tales casos la conmoción producida en las almas suele deberse a la potente, estentórea voz del orador.

Mala cosa es que los legos se metan a teólogos. Ambroise Paré, cirujano francés del siglo XVI y especialista en obstetricia, entreveraba sus saberes médicos con cierta afición a la teología. Para explicar por qué nacen hijos monstruosos enumeraba ocho posibles causas: 1) La gloria de Dios; 2) La ira de Dios; 3) Una cantidad insuficiente de semen; 4) Una cantidad excesiva de semen; 5) La imaginación; 6) La postura inconveniente de la madre al sentarse en la iglesia; 7) Las artimañas de una comadrona maligna; y 8) La acción pérfida de los demonios. Mala cosa es, repito, que un lego se ponga a escribir teología. Pero Dios nos libre de los teólogos que padecen deformación profesional. Son los asesores del Altísimo. Una vez por semana se sientan a su mesa; luego descienden a este sucio mundo y se dignan revelarnos algunas de las interioridades divinas, clasificándolas en ocho o más apartados.

Por supuesto, no todos los teólogos son iguales. Aparte de aquellos que podríamos llamar sensatos, autores de una obra digna y austera, los hay que por ser muy dóciles al Magisterio se creen santos. Otros hay que por ser muy críticos se creen muy inteligentes; su talento se hace del todo evidente cuando sufren una amonestación de Roma. Se cuenta que un rabino, después de leer en el Talmud: “Yahvé guarda del peligro al ignorante”, salió a pasear, preguntándose obsesivamente si él sería ignorante o inteligente; distraído en tales cavilaciones, tropezó, cayó a una zanja y se rompió una pierna; entonces dedujo, radiante de júbilo: ¡Soy inteligente!

A fin de evitar cualquier antropomorfismo en sus elucubraciones sobre Dios, miseria característica de la mente humana, algunos teólogos han recurrido a conceptos tales como el Absoluto, la Primera Causa, el Ser Subsistente, etc. ¿Es que estos conceptos, por muy sutiles y alquitarados que los imaginemos, dejan de ser humanos?, ¿no son tan humanos como todos los demás? El hombre piensa, el teólogo piensa. Depurando más y más la noción de Dios ocurre lo mismo que según Bertrand Russell, ha ocurrido con el concepto actual de materia, reducida casi a mero movimiento sin soporte móvil. Como el gato de Alicia, Dios se vuelve inexistente de puro transparente, hasta que no queda de él sino una sonrisa irónica, provocada quizá por el ridículo de quienes todavía piensan que sigue ahí. Y, en efecto, los más cautos y escarmentados llegaron a una paradójica conclusión: el problema no es cómo hablar de Dios, sino cómo guardar silencio. Eran los teólogos de la “muerte de Dios”. Ya han sido olvidados. También ellos eran ingenuos. Al fin y al cabo, Dios trasciende toda negación no menos que toda afirmación; si Él no cabe en ninguna palabra, tampoco cabrá en el vacío dejado por la supresión de una palabra. Ya pasó la moda. Vuelve la teología locuaz.

Creyentes y no creyentes

Todos creemos en algo. No hay nadie que no crea en algo. En definitiva, todo es fe. ¿Qué diferencia hay entre creyentes religiosos y no creyentes?
Unos creen lo que ven, otros creen que ven. ¿Qué diferencia hay, repito, entre creyentes y no creyentes? Unos y otros creen por igual, si bien en cosas distintas y a veces contrarias. Todos ellos son creyentes en el sentido en que podríamos decir también que todos los hombres, tanto los ricos como los pobres, son pobres, pues todos son indigentes y mortales. Todos creemos mucho más de lo que sabemos.

No hay descreído que no crea en algo. Ciertamente, los que profesan alguna religión tienden a pensar mal de los que no profesan ninguna; quien no tiene creencias, dicen, tiene supersticiones. Me parece excesivo. De hecho, sin embargo, siempre que decae lo religioso se desata la pasión por lo mágico, lo cabalístico o hermético, las alucinaciones artificiales, la astrología. El huérfano se ve obligado a llamar padre a su padrastro. Está escrito: nada más fácil que dar muerte a Dios, lo difícil es deshacerse del cadáver. Jean Rostand, biólogo y ateo, sostenía que los creyentes no piensan en la presencia de Dios con tanto ardor como ellos, los ateos, piensan en su ausencia. Seguramente hacía extensiva su propia conducta, un caso extremo de honestidad intelectual, al común de los no creyentes, mientras tomaba como modelo de creyentes al tendero de la esquina. Todos incurrimos fácilmente en ese mismo error metodológico, el de comparar un turco desnudo con un desnudo griego y no con un griego desnudo, que sería lo justo. La verdad sea dicha, tanto creyentes como no creyentes suelen pensar de ordinario en otras cosas, los tenderos en el inspector de Hacienda y los biólogos en la secretaria del departamento de Biología. El mundo es así. Por lo demás, ya se sabe que hoy predominan con mucho los agnósticos sobre los ateos, y que incluso algunos ateos prefieren llamarse agnósticos aunque sólo sea por amor a las palabras esdrújulas. Sin embargo, su inhibición respecto al problema de Dios, eso que ellos denominan suspensión de juicio, no significa simplemente una no creencia; la no creencia es un acto y, si persiste, si convierte en actitud, acaba constituyendo una creencia: se cree firmemente que no es posible averiguar nada acerca de dicho asunto.

Enquiridón de Epicteto

Epicteto nació aproximadamente el año 50 d.J.C. en Hierápolis, una de las ciudades más populosas y ricas de la Frigia meridional y a la sazón provincia del Imperio romano. Es probable que fuera llevado a Roma de niño y, en calidad de esclavo, estuvo al servicio de Epafrodito, un liberto que fue secretario de Nerón.

Asistió a las lecciones que daba el caballero romano y filósofo estoico Musonio Rufo, famoso en la Urbe por aquel entonces. Allí, de boca del que sería siempre su querido maestro Rufo, aprendió Epicteto los ideales y dogmas estoicos junto con muchas máximas de una pedagogía vívida y eficaz.

Según cuenta una anécdota muy divulgada por la tradición, su amo se divertía retorciéndole una pierna a Epicteto con un instrumento de tortura, mientras el pobre filósofo se limitaba a advertirle que se la iba a romper; cuando esto sucedió, Epicteto exclamó por todo reproche: “Ya te dije que me la romperías”. Es una leyenda emblemática y un tanto caricaturesca, síntesis gráfica del lema epicteteo: “Sustine et abstine”. Resiste y abstente, una recomendación que compendia gran parte de su filosofía y de su actitud. Frente a la brutalidad que supone la referida anécdota, hay que mencionar que otras fuentes atribuyen la cojera o lisiadura de Epicteto al reuma.

“Tal fue Nerón que en su tiempo ser esclavo en Roma no era nota; sino ser ciudadano; pues era esclavo en la República, que era esclava. Todos lo eran: el Emperador, de sus vicios; la República, del Emperador; Epicteto, de Epaphrodito. ¡Oh alto blasón de la filosofía, que cuando el César era esclavo y la República cautiva, sólo el esclavo era libre!” Ésta es la descripción que hace Francisco de Quevedo y Villegas, traductor brillante de la obra de Epicteto. En la Roma de la época, la oposición a la tiranía de los Césares era principalmente de carácter estoico entre las clases más elevadas y estoico-cínica entre la plebe y los esclavos. Las mismas prédicas de religiones advenidas del Oriente, sobre las que no tardó en destacar la cristiana, abundan en elementos connaturalmente cercanos al estoicismo. Algunos de los libros sapienciales de la Biblia fueron redactados por buenos conocedores de la Estoa: san Pablo, el apóstol de las gentes, se había formado en su ciudad natal, Tarso de Cilicia, famosa por sus centros de enseñanza estoica. La misma Citio, de Chipre, patria de Zenón el fundador del estoicismo, fue en su origen una colonia tarsense y mantuvo después estrechas relaciones con su metrópoli. Doctrinas como las de que todos los hombres son hermanos, descendientes o hijos de Dios, que llevan en sí una chispa de divinidad, que todos son, por tanto, de la misma dignidad y estirpe, sin ninguna diferencia natural entre libres y esclavos; que todos deben aspirar a mayor justicia en sus acciones; que el mundo entero es la universal y pasajera patria... debían de parecerles muy subversivas a los endiosados déspotas imperiales, a los Calígulas y Nerones. Incluso el relativamente tolerante Vespasiano expulsó de Roma a cínicos y estoicos y el cruel Domiciano, perseguidor del cristianismo y cuyo reinado fue una dominación por el terror, emitió varios decretos contra los filósofos.

En el año 93, Epicteto, que ya había sido manumitido y disfrutaba de su condición de liberto, decidió imitar a su maestro Rufo vistiendo los atuendos de filósofo y empezaba a profesar públicamente el estoicismo, motivo por el cual tuvo que salir de Italia desterrado como sus colegas. Se estableció entonces en Nicópolis, ciudad de Egipto en la que abrió una escuela pública donde enseñaba la doctrina estoica y daba ejemplo de una vida ascética, contentándose con lo justo para subsistir y paupérrimo. Habitaba una casucha ruinosa, sin más mobiliario que una mesa, un jergón y una lámpara de metal que, cuando se la robaron, fue sustituida por otra de barro. Estuvo solo hasta que recogió a un niño abandonado y tomó a su servicio a una pobre mujer para que lo cuidara.

La filosofía era en esos días algo parecido a lo que hoy entendemos como profesión religiosa e implicaba, como ésta, exigencia de renuncia, mortificación, austeridad y sometimiento a unos principios y reglas de carácter casi monástico. Los filósofos devenía pues en una especie de predicadores cuyas enseñanzas iban dirigidas tanto o más al corazón y a la voluntad que a la inteligencia de sus oyentes. Se acudía al filósofo en busca de dirección práctica para el espíritu, sintiendo la necesidad de recibir consejo y aliento con los que arrostrar los envites de la existencia y pretendiendo hallar la paz y la felicidad interna mediante la observancia de la virtud.

Epicteto enseñó, disfrutando de una enorme aceptación y casi veneración entre sus discípulos, todas las doctrinas estoicas, aunque haciendo especial hincapié en la ética. No dejó nada escrito, y se debe a la devota solicitud de uno de sus discípulos el que sus enseñanzas hayan perdurado a través de los tiempos. Arriano de Nicomedia recogió la palabra de su maestro Epicteto y trató de reproducirla con la máxima exactitud. Compiló las notas o apuntes que fue tomando en clases o conferencias y redactó unos cuantos libros destinados, en un principio, a su propio uso y al de sus amistades, con la intención de que le sirvieran para recordar lo aprendido y como estímulo en el ejercicio de la virtud. Parece ser que aquellos apuntes informales y privados trascendieron a círculos más amplios en lo que podría denominarse una edición pirata y Arriano se vio obligado a impedir el abuso y a corregir las alteraciones que habría sufrido el texto original. Publicó ocho –o más- libros de Diatribas, disertaciones exhortatorias, de los que se conservan cuatro completos y varios fragmentos de los demás. Después, Arriano compone “El Inquiridón o Manual”, y lo hace entresacando el núcleo más esencial de aquellas doctrinas y enseñanzas antes recopiladas.

La intención con la que Arriano redactó el Manual no era la de dar a conocer el estoicismo, ni su ambiente, ni tampoco quién era Epicteto, ni cómo se le entendió o se le dejó de entender, ni si influyó o no en el pensamiento de la época. Todo esto se daba por sabido o se pensó que no hacía falta saberlo. El Manual se escribió como recordatorio, para mantener presente y actualizado algo antes aprendido, de aquí que muchos de los capítulos del opúsculo comienzan con un imperativo “recuerda...”

Para saber del estoicismo, de sus orígenes, ambientación, maestros fundadores, doctrinas principales y secundarias, evolución, recepción e influencias culturales del mismo hay estupendos trabajos realizados por eminentes expertos. Pero para habérselas dignamente con el Manual, nada mejor que una lectura directa de la obra, porque el texto debe escapar a cualquier intento de interpretación o tergiversación. Sus directrices y consejos todavía pueden resultar útiles a cuantos busquen liberar su ánimo de las angustias y tensiones que oprimen al hombre actual y pueden servir para fortalecer la voluntad y adquirir mayor dominio de uno mismo.

A continuación anoto una muestra de inapreciables valores prácticos para conseguir la libertad interior, la tranquilidad del espíritu o la paz de conciencia, eso sí, siempre que se cumplan esforzadamente los preceptos estoicos:

·No pretendas que lo que sucede suceda como quieres, sino quiérelo tal como suceda, y te irá bien.

·Si quieres progresar, rechaza reflexiones como éstas: “Si descuido mis negocios, no tendré de qué vivir”. “Si no castigo al joven esclavo se maliciará”. Mejor es morirse de hambre habiéndose librado de la tristeza y del miedo que vivir en la abundancia pero lleno de inquietudes, y mejor que el esclavo sea una calamidad que no que tú estés siempre de mal genio.

·Amo es de cada uno quien lo que el tal quiere o no quiere tiene la facultad de dárselo o quitárselo. Por consiguiente, todo aquel que trate de ser libre ni quiera ni rehuya cosa alguna de las que dependen de otros; y si no, será necesariamente esclavo.

·Invencible puedes ser si a ningún combate desciendes en el que la victoria no dependa de ti.

·Recuerda que no es el que insulta o el que golpea quien ultraja, sino la opinión que enjuicia estas acciones como ultrajantes. Por tanto, cuando alguien te irrite, sábete que tu juicio te ha irritado. Así que, en los primeros momentos, procura no ser cautivado por la engañosa fantasía, pues, una vez hayas ganado tiempo y dilección, más fácilmente serás dueño de ti.

·Si alguna vez llegas a volverte hacia lo extremo por querer agradar a alguien, sábete que habrás perdido el rumbo acertado. Conténtate, pues, en toda circunstancia con ser filósofo. Y si también quieres parecerlo, parécetelo a ti mismo y basta.

·Si alguien te hiciere saber que un individuo habla mal de ti, no te defiendas contra lo que se haya dicho, sino responde: “Pues ignora los demás defecto que hay en mí, de lo contrario, no habría dicho sólo estos”.

·Cuando hagas algo habiéndote juiciosamente convencido de que hay que hacerlo, en ningún momento rehuyas ser visto mientras lo pones en práctica, por más que la gente pueda pensar de manera desfavorable acerca de ello. Pues, si no obras con rectitud, evita la acción misma, y si con rectitud, ¿por qué temes a los que injustamente te harán reproches?

·Señal es de incapacidad natural pasarse la vida ocupado en cosas concernientes al cuerpo, como en hacer mucha gimnasia, comer mucho, beber mucho, evacuar mucho, copular mucho. Estas cosas se han de hacer, más bien, accesoriamente; dedíquese, en cambio, a la mente toda la atención.

·Razonamientos como estos son incoherentes: “Yo soy más rico que tú, luego soy superior a ti”, “Yo soy más elocuente que tú, luego soy superior a ti”. En cambio, estos otros son más concluyentes: “Yo soy más rico que tú, luego mi riqueza es superior a la tuya”, “Yo soy más elocuente que tú, luego mi elocuencia es superior a la tuya”. Ya que tú no eres, ciertamente, ni riqueza ni elocución.

·Ya no eres un muchacho, sino hombre plenamente adulto. Si ahora te descuidas y emperezas, y siempre vas cambiando de propósitos y fijando unas tras otras las fechas a partir de las cuales te ocuparás de ti, ni te darás cuenta de que no progresas, sino que seguirás siendo un vulgar ignorante al vivir y al morir.

Teorías sobre la verdad

La meta del conocimiento es alcanzar la verdad. Pero, ¿qué es la verdad? La célebre pregunta de Pilatos es una de las cuestiones más problemáticas de la Filosofía. De entrada, su significado es muy variado. La cultura hebrea entiende la verdad como una cualidad de las personas que inspiran confianza y son de fiar. Un amigo es verdadero porque cumple sus promesas y siempre se puede contar con él. Los griegos refieren la verdad de las cosas y secundariamente a nuestro conocimiento. La designan con el término alétheia, que significa “lo que no está oculto”, “lo manifiesto”. En latín, veritas y verum aluden a la exactitud y rigor en el decir. Los romanos entienden la verdad como virtud de las personas veraces, que no mienten.

Estos tres sentidos son análogos y se complementan, confluyen y están presentes en la concepción europea de la verdad. Partiendo de esta significación podemos exponer las teorías principales que intentan comprender y explicar en qué consiste y cómo surge la verdad: por adecuación, coherencia, utilidad y consenso.

“Decir de lo que es que es, y de lo que no es que no es, es verdadero”. Parece un trabalenguas, pero en esta fórmula están presentes los dos elementos que intervienen en el acto de conocer y en la definición de verdad: el objeto y el sujeto. Además, se entiende la verdad como una relación de ajuste o correspondencia entre la realidad y lo que decimos de ella. Tomás de Aquino y los filósofos medievales lo expresaron con una acertada definición: “Adecuación entre el entendimiento y la cosa”.

La teoría de la verdad como coherencia, formulada por primera vez por Hegel, no pone como criterio de verdad la adecuación a la realidad, sino la coherencia o conexión entre el conjunto de proposiciones de un sistema. La verdad, más que en las proposiciones aisladas, está en el sistema. Se trata de un criterio válido para las ciencias formales: matemáticas y lógica, pero no aplicable a las ciencias empíricas, donde la teoría ha de acomodarse a los hechos que pretende explicar: un sistema puede tener coherencia lógica y ser falso.

La teoría pragmatista, desarrollada por Dewey y James, equipara verdad y utilidad. Al constatar la función práctica del conocimiento, el pragmatista reduce a verdad esa función y estima que un conocimiento es verdadero si nos permite actuar con éxito y falso si nos conduce al fracaso. Por esta regla de tres: un mapa de carreteras es verdadero si nos orienta y nos permite llegar a nuestro destino y es falso si nos desorienta y nos perdemos. En el ámbito de la ciencia, la verdad se manifiesta en el éxito de la experimentación. En el ámbito de las creencias, James sostiene que son verdaderas si producen efectos beneficiosos en el creyente y falsas si los efectos producidos son perniciosos.

Es fácil ver que el pragmatismo se enfrenta a objeciones muy serias. En primer lugar, deja en la penumbra su concepto básico de utilidad. Además, lo útil es un concepto esencialmente relativo, que varía según las personas, los lugares y los tiempos. Una creencia tampoco es verdadera porque produzca efectos satisfactorios: se dice sabiamente que, en ocasiones, la verdad es amarga. También sabemos que hay verdades inútiles y mentiras útiles. El pragmatismo pues, con su ausencia de matices, puede justificar posturas políticas violentas o injustas.

La teoría del consenso como medio para alcanzar la verdad tiene su origen en Sócrates y ha sido desarrollada en el siglo XX por Apel y Habermas. Destaca la importancia del diálogo como el mejor de los procedimientos para descubrir la verdad. De un diálogo libre, limpio de coacción y de intereses, sin ignorancia de datos relevantes. Quienes sostienen esta teoría se dan cuenta de que piden una situación ideal, muy difícil de conseguir. Saben también que el consenso no es criterio de verdad, pues a lo largo de la historia se han dado consensos mayoritarios radicalmente falsos: la esclavitud, la inferioridad de la mujer, la pena de muerte, el racismo... Tampoco ignoran que, más que derivar la verdad del consenso, es el consenso el que deriva del común reconocimiento de la verdad. Su principal aportación consiste en mostrar que la mejor forma de acceder a la verdad es aducir razones propias, escuchar las ajenas y dialogar con rigor y serenidad.

Duda, opinión y certeza

Duda, opinión y certeza son los tres grados de validez que otorgamos a nuestro conocimiento.

La duda consiste en fluctuar entre la afirmación y la negación de una determinada proposición. Por encima de la duda está la opinión: admite una proposición sin excluir la posibilidad de que sea falsa. Se trata pues de un asentimiento débil. El hombre se ve obligado a opinar porque su conocimiento le impide alcanzar siempre la certeza. El futuro es casi siempre opinable, ya que está abierto a diversas posibilidades, igual que todo aquello que depende de la libertad humana. Sin embargo, no todas las opiniones valen lo mismo. Séneca recomienda que las opiniones no deben ser contadas sino pesadas.

No todo es opinable. Lo que se conoce de manera inequívoca no es opinable, es cierto. Y no hay que tomar lo cierto como opinable, ni viceversa. No se puede opinar que el Sol es más grande que la Luna, ni asegurar con certeza que el capitalismo es el mejor sistema económico. Si la duda y la opinión no son criterios de verdad, la certeza sí lo es. La certeza se basa en la evidencia y la evidencia no es otra cosa que la presencia evidente de la realidad.

La evidencia puede ser inmediata o mediata. Es mediata cuando no se da en la conclusión sino en los pasos que conducen a ella. No conozco a los padres de Luis, pero la existencia de Luis es para mí una certeza inmediata; la existencia actual o pasada de sus padres, a los que nunca he visto, también me resulta evidente, pero con una evidencia mediata, que me llega por medio de su hijo.

La condición limitada del hombre hace que la mayoría de nuestros conocimientos no se realicen de manera inmediata. Pocos son los que han visto las moléculas, el suelo lunar o la Antártida. La mayoría no conocemos a Mahoma, a Aristóteles o a Luis XIX. Sin embargo, sabemos con certeza de su existencia. Esta certeza se funda en un tipo de evidencia mediata: la proporcionada por un conjunto unánime de testigos, por la comunidad científica, por las imágenes que nos proporcionan los medios de comunicación... Esto pone de manifiesto que la certeza se apoya en la evidencia, en la tradición y autoridad cualificadas.

Las evidencias mediatas no se sustentan en razonamientos propios, sino en los de segundas o terceras personas. Si no admitiéramos su valor, si no creyéramos a nadie no podrían educarnos, la ciencia no avanzaría, estudiar no tendría sentido... Si sólo concediéramos valor a lo que nosotros conocemos directamente, la vida social sería imposible y estaría integrada por individuos ignorantes.

¿Puede tener certeza quien cree? La certeza nace de la evidencia. ¿Qué evidencia tiene el que cree? Una, la de la credibilidad del testigo. El que no ha visitado China cree en los que sí han estado y atestiguan su existencia. Los que nunca han visto a Napoleón creen a los que sí lo vieron. En todos los casos es evidente la credibilidad de los testigos.

El individualismo

Hume abrió la puerta: “Existe un feroz dragón llamado tú debes, pero contra él arroja el superhombre la palabras yo quiero”, y Nietzsche entró a saco. Si el cumplimiento del deber no ha hecho al hombre más feliz, apostemos por la autonomía total. Si como hombres se nos niega la felicidad, tal vez como superhombres podamos lograrla. Y seremos superhombres si nos atrevemos a despojarnos de la máscara racional del deber, esa artimaña del débil para dominar al fuerte.

“Durante demasiado tiempo, el hombre ha contemplado con malos ojos sus inclinaciones naturales, de modo que han acabado por asociarse con la mala conciencia. Habría que intentar lo contrario, es decir, asociar con la mala conciencia todo lo que se oponga a los instintos, a nuestra animalidad natural. ¿Pero quién es lo bastante fuerte para ello? Algún día, sin embargo, en una época más fuerte que este presente corrompido, vendrá un hombre redentor, que nos liberará de los ideales y será vencedor de Dios y de la nada”.

Nietzsche predica la inversión de los valores, y para conseguirlo sabe que es preciso arrancarlos de su raíz. De aquí nace su necesidad de decretar la muerte de Dios. La muerte de Dios es necesaria para el advenimiento del superhombre, y es el más grande de los hechos. “Ahora es cuando la montaña del acontecer humano se agita con dolores de parto. ¡Dios ha muerto: Viva el superhombre!” Este acontecimiento divide la historia de la humanidad, produce un antes y un después, es un suceso cósmico del que son responsables los hombres y que les libera de las cadenas de lo sobrenatural que ellos mismos habían creado. La muerte de Dios es la muerte del deber y la victoria de la autonomía absoluta. Sin Dios no hay referencia moral, y todo puede ser disuelto por la duda.

“Hasta hoy no se ha experimenta la más mínima duda o vacilación al establecer que lo bueno tiene un valor superior a lo malo. ¿Y si fuese al contrario?” Nietzsche reflexiona sobre los mecanismos psicológicos que alientan el origen de los valores. Parte de la convicción de que la moral es una construcción ideológica para dominar a los demás y concluye que es un invento de los débiles para sojuzgar a los fuertes; más aún, es una venganza intelectual de los judíos contra sus enemigos.

Un nuevo deber nos llama a la autoafirmación biológica, a la victoria de los señores sobre los esclavos. Nietzsche sueña con una aristocracia de la violencia y se opone al ideal de igualdad buscado por el socialismo y la democracia: “El hombre gregario pretende ser hoy en Europa el único hombre autorizado y glorifica sus propias cualidades de ser útil, conciliador y útil al rebaño”. El influjo de Nietzsche en el nazismo es un hecho demostrado. Nietzsche no fue ni nazi ni antisemita, pero la violencia de su lenguaje y la impresión de su ideal dieron todas las facilidades para su manipulación. Luego, vistas las consecuencias, no es suficiente decir que él no pensaba así y que habría vomitado ante los atropellos de Hitler. Tampoco vale decir que se ha producido una tergiversación de su pensamiento, pues cabe preguntarse cómo y por qué fue posible lo que tan ingenuamente se denomina tergiversación.

Hoy la Psicología del superhombre ha triunfado, desde la Revolución Francesa, los ácidos del individualismo han corroído nuestras estructuras morales, y Nietzsche goza ahora de una vigencia que no tuvo en vida, aunque el vacío dejado por el deber moral ha mostrado serias deficiencias estructurales. El individualismo sin ley ha multiplicado la exclusión profesional y social que provoca la aparición de guetos donde se multiplican las familias sin padre, los analfabetos, los desarraigados, la violencia. En su obra “El crepúsculo del deber”, Guilles Lipovetsky advierte que “no hay en absoluto tarea más crucial que hacer retroceder el individualismo irresponsable”. La autonomía moral, llevada a sus últimas consecuencias, se paga con lacras sociales y desequilibrio existencial.

Nietzsche llevó a cabo una gigantesca demolición cultural en la que no dejó títere con cabeza. Su objetivo principal fue la religión cristiana, pero tampoco se libraron la Grecia clásica, el positivismo, el evolucionismo, la democracia, el estado moderno y la música de Wagner. En esos años de final del siglo XIX, la libertad moral parecía un logro, una magnífica conquista; no se reparó en que la naturaleza social del hombre hace de la libertad un concepto limitado y relativo, que se fundamenta en la justicia, se define en la Ley y exige responsabilidad. Por esto, la autonomía absoluta es inviable dentro de una sociedad, es una condición que hay que proteger, aunque sin poner en ella todo el peso de la moral, pues se acentuaría la indefinición y nos llevaría muy lejos, adonde nunca debemos llegar.