Evolución de Dios en la Historia
Hasta el siglo XIV, más o menos, puesto que no es un punto de partida y se le puede situar más pronto en Italia y más tarde en España, Dios era el personaje principal de la historia, que giraba en torno a Él como la ciudad alrededor de la catedral, y dominaba el pensamiento, el arte, la vida social y la vida privada. Su criatura era una persona hecha realmente “a su imagen y semejanza”, y como una persona es más importante que un montón de piedras, con frecuencia, solía haber, en la pintura, desproporción entre las figuras humanas y el decorado: el señor sobresalía por encima de las murallas de su castillo y el santo era representado con una iglesia en el hueco de su mano. Tal desproporción quedaba de relieve en todos los campos, incluso en el de las costumbres, que podían ir desde la crueldad a la poesía dependiendo de que el ser humano sólo conservara, de su semejanza con Dios, el poder que creía haber recibido, o que, por el contrario, se sintiera vinculado a la misericordia y al amor. La Edad Media, pese a estar considerada una época tenebrosa, fue un tiempo de luz viva sobre el hombre, sus grandezas, sus debilidades, sus impulsos y sus discordias anteriores, como lo demuestra el abigarramiento contrastado de sus indumentarias o en la extravagancia de sus peinados. Extremos simbolizados por el guantelete de hierro del guerrero y la mano de san Francisco agujereada por los estigmas.
A partir del siglo XV, o un poco antes, ya que siempre se trata de una referencia cambiante en el esquema de las corrientes del espíritu, el hombre se desligó de la fascinación por Dios y se volvió hacia el mundo: iba a perder un Padre y a darse una Madre, la Naturaleza; la expresión “nuestra madre naturaleza” se convertiría en tópico de toda conversación.
Es la época de los grandes descubrimientos, y el hombre se encuentra de paso con divinidades paganas que se mantenían bien despiertas “en sus mantos de púrpura”. Ya no ordena la creación en torno a Dios, sino alrededor de sí mismo: en la pintura, la perspectiva dispone el decorado teniendo como única referencia la del punto de vista del pintor. El hombre se siente al mismo tiempo admirable e insignificante: admirable por la superioridad que su razón le otorga sobre las demás criaturas, e insignificante por el minúsculo lugar que ocupa en el torbellino del universo. El cuadro de Brueghel La caída de Ícaro da una idea de la nueva situación: casi hace falta una lupa para distinguir la zambullida del héroe en la inmensidad del decorado; la aventura de Ícaro termina como un ridículo y pequeño escupitajo sobre el agua. El ser humano no es ya una persona, porque persona es lo que hay en nosotros que dialoga con Dios, sino un individuo, que hablará con frecuencia de la “libertad individual”, pero nunca de “libertad personal”.
De este cambio se hallarán más pruebas de las precisas en la literatura del “Siglo de las Luces”, que combina de manera pasmosa la exaltación de la especie y el desprecio de sus representantes. El hombre es la única conciencia en el acto del universo, él es el ser supremo: no cesa de rendir homenaje a su genio, al tiempo que cobra un sentimiento cada vez más deprimente de su insignificancia material; los escritores abandonan al héroe de la antigüedad para consagrarse a la descripción minuciosa de las imperfecciones de la especie y de las mediocridades de la vida cotidiana.
Entretanto, el conocimiento de las leyes naturales progresa a grandes pasos, al mismo tiempo que el ateísmo; todo descubrimiento produce la impresión de acercarnos al momento ideal en que la naturaleza tendrá la cortesía de explicarse por sí misma.
Así fue hasta que, a mediados del siglo XX, se produjo una de esas revoluciones disimuladas de las que no se suele tomar conciencia hasta que es demasiado tarde y que modifican de manera drástica toda la mentalidad de una época: de unos años acá las “leyes de la naturaleza” han dejado de tener fuerza de ley. Al ser consideradas corregibles, revocables por el progreso de las técnicas, una tras otra van desmontando la barrera que oponían a la voluntad humana, y dejan de facilitar referencias a la razón, que no depende ya más que de ella misma, sin que nadie sepa cómo utilizará el poder embriagante y fatal que mañana habrá pasado a ser suyo.
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