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Cierzo

Animal risibile

Se dice que el hombre es el único animal que ríe. ¿La hiena también? La hiena duerme a la intemperie, come carroña, copula una vez al año, ¿de qué rayos se ríe, pues? Lo que pasa es que su aullido se asemeja a la risa del hombre. El hombre ha dictaminado cómo hay que reírse, y todos aquellos seres que no aceptan este patrón quedan automáticamente excluidos de su capacidad de reír.

El hombre se ha dedicado a estudiar concienzudamente el comportamiento animal. Ha observado cómo un ciervo, cuando avista de lejos alguna fiera, lanza un grito que permite huir inmediatamente a todos los miembros de la manada. Después el hombre explica lo ocurrido: no es que ese ciervo haya dado una voz de alarma para salvar al grupo, sino que ha sido una reacción suya instintiva, involuntaria, una mera reacción de espanto ante el peligro. ¿De veras es así? Aparentemente al menos, el científico actual se está haciendo más comprensivo; admite que puede darse cierta comunicación intencionada entre los animales, no sólo entre congéneres, sino también entre individuos pertenecientes a especies muy diversas, por ejemplo entre una ballena y un pez piloto. Existe ya una disciplina llamada zoosemiótica, consagrada a estudiar el lenguaje animal, ese código de señales que ellos utilizan para llamar a su pareja, para congregar a sus hijos o para avisar dónde hay alimento. Sin embargo, hasta los científicos más cautos siguen negando al animal la facultad de hablar y de reír; se trata, dicen, de dos funciones reservadas al hombre, de dos atributos privativos de la especie humana. Yo me pregunto: ¿qué significa la voz de reclamo con que tantos animales atraen a sus presas? Me parece que eso es más que hablar, eso es mentir, lo cual constituye la forma más evolucionada del lenguaje. ¿Y cómo no va a reírse -entre dientes- el que engaña del que es engañado?

Imaginemos una banda de hombres prehistóricos atravesando un bosque. De pronto, se oye un ruido de ramas y quedan sobrecogidos de terror: alguna fiera va a abalanzarse sobre ellos de un momento a otro. Transcurren quince segundos interminables. Hasta que divisan un mono en lo alto de un árbol. El mono salta y se pierde de vista. En ese instante ocurre algo trascendental en la historia del mundo, ocurre lo nunca visto ni oído: aquellos hombres estallan en carcajadas. Es la primera manifestación del animal risibile. Así empezó la risa. Por la noche recuerdan lo sucedido, lo cuentan con todo lujo de detalles, quizá exagerando un poco, y el relato provoca de nuevo la risa. Así empezó el género cómico.

Más o menos, es la célebre teoría de Konrad Lorenz. A pesar de su gran amor a los animales, este zoólogo vienés no puede evitar pensar como un hombre, es decir, con prejuicios. ¿En qué se basa para decir que entonces empezó la risa?, ¿Con qué derecho descarta cualquier otra hipótesis? No es imposible que el mono haya reído antes. No es imposible que aquel mono hubiese movido las ramas para asustar a los hombres, para reírse de ellos. En cuyo caso, su risa no sólo sería anterior, sino también superior, más sutil, más próxima a la ironía. Distaría de la risa de aquellos hombres casi tanto como el humor dista del género cómico. El humor es posterior, ya que exige otra vuelta de tuerca, ya que supone haberse percatado no sólo de nuestra grandeza sino también de la pequeñez de nuestra grandeza. El humor restablece las verdaderas dimensiones del hombre colocándolo de nuevo dentro de las tablas del reino animal.

Los humanos somos arrogantes, injustos y propensos al error. Por eso el libro de Job recomienda encarecidamente: “Pregunta a las bestias y te instruirán, a las aves y te informarán, a los reptiles y te darán lecciones”. Sería necesaria una conversión, sería preciso sustituir cuanto antes la mentalidad de dominio por la de fraternidad. Hay una frase en el salmo 35 sobre la que he reflexionado largamente; dice que Yahvé “salvará a los hombres y a las bestias”. Es una promesa magnífica, pues así la misericordia de Dios resulta mucho más creíble, más verosímil. Con esta promesa se relaciona estrechamente una exhortación contenida en el salmo 148, donde somos convocados para alabar a Dios “tanto los hijos de los hombres como las fieras y animales domésticos”. Es, sobre todo, una exhortación a la solidaridad entre las diversas clases de vertebrados.

Lo ridículo no es ser animal, sino renegar de la familia. Tampoco hay que excederse hasta el punto de estar a todas horas presumiendo de su linaje. Todos somos metazoarios, mamíferos y primates, y nadie tiene por qué mostrarse especialmente orgulloso de ello; mucho menos, desde luego, sentirse por ello humillado. Lo correcto sería una modestia digna o, si acaso, un discreto entusiasmo.

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