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Cierzo

Avaricia

Un pecado feo, sin duda, el pecado de avaricia. Voy a referirme ahora tan sólo a lo que este vicio tiene de sufrimiento innecesario y, por consiguiente, de grotesco. La codicia humana es ridícula en la misma medida en que es ridículo el esfuerzo de mover un piano para acercarlo al taburete en lugar de aproximar el taburete al piano. Obsérvese que toda frustración consiste en un desajuste, en una falta de correspondencia entre lo que se pretende y lo que se obtiene. ¿Cómo evitar esta decepción, este doloroso desajuste? Hay dos maneras de conseguirlo: o bien esforzándonos en adquirir muchas cosas o bien limitándonos a desear pocas. Casi todos hemos optado por el primer método.

Pero los sufrimientos inútiles se acumulan: la codicia se ve agravada por la envidia. Porque no basta poseer mucho, hace falta poseer más que el vecino. Si un día todos multiplicáramos por diez nuestra fortuna nadie se sentiría más feliz que antes, del mismo modo que si nuestro cuerpo y todas las cosas de alrededor aumentaran repentinamente diez veces de tamaño ni siquiera nos enteraríamos. Lo único decisivo es el marco de referencia, el punto de comparación.

Aunque ésta no es la nunca forma de envidia. A fin de extender más y más su dominio, ella adopta formas muy variadas. Hasta el hombre más desprendido envidiará algo, aunque sólo sea la fama de desprendido de que goza su vecino y él no. Yo misma envidio a mis lectores por su paciencia, por su admirable paciencia al leerme estoicamente. Incluso puede que ellos me envidien ahora a mí, por la humildad que acabo de demostrar al confesarme envidiosa.

La envidia ha complicado muchísimo las operaciones propias de la codicia al sustituir la persecución de un objetivo por la lucha contra el competidor. Al fin y al cabo, la codicia podría representar algún placer, aunque sólo fuera abstracto; la envidia, en cambio, sólo promete penalidades. Ha complicado tanto los medios que acabó complicando los fines. Es como tomar un supositorio por vía oral, pero poniéndonos cabeza abajo.

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