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Cierzo

Dios

Parece inevitable que de una mente humana surja un concepto de Dios más o menos antropomórfico. Por eso, a toda teología se le podría hacer en cierto modo el reproche que se le hizo a la teología jansenista: aplicar la lógica humana a las cosas divinas. Si un tren tarda seis horas y media en ir de Madrid a Barcelona, ¿cuánto tiempo tardarán dos trenes en hacer el mismo recorrido? Muchos teólogos incurren en el error de aplicar indebidamente la regla de tres.

A la hora de componer una imagen de Dios, el hombre se apresura a atribuirle las mejores cualidades que están a su alcance, tales como bondad, poder, justicia. En cambio, nunca dirá de Él que tiene cuernos, ni rabo, ni pezuñas, ni siquiera cuerpo, ya que estas cosas arguyen imperfección. Lo que sí debe tener Dios, ante todo y sobre todo, es inteligencia. ¿Por qué? Porque la inteligencia constituye la facultad más importante, la más excelsa, para un ser que a sí mismo se tiene por inteligente. El hombre piensa, Dios piensa. Claro está que la inteligencia divina dista mucho de la humana, reconoce el hombre en un arrebato de humildad: es una inteligencia infinita. Y esto, ¿qué quiere decir? Mucho me temo que se entienda algo así como una inteligencia humana elevada al infinito.

La afirmación de que Dios posee una inteligencia infinita resulta admisible sólo si ponemos más énfasis en el adjetivo que en el sustantivo. Porque se trata de una palabra negativa, excluyente, una palabra que descarta cualquier restricción o limitación. No obstante, incluso esa palabra y otras similares, como insondable, inmortal, incomprensible, guardan siempre un resto de miseria, una pobre referencia muy difícil de eludir. Cuando se dice que Dios es inmenso queremos decir que no puede ser medido, pero casi inevitablemente pensamos en nuestros instrumentos de medición, los que solemos usar para medir fincas, territorios o, a lo sumo, distancias intergalácticas. ¿Acaso no es también infinito el universo? Así pensaba Giordano Bruno, que lo definió como “el efecto infinito de una causa infinita”. De ese modo, aplicando el mismo adjetivo al mundo y a su Creador, reducía lamentablemente su significación. Lo mismo sucede con todos los adjetivos, que siempre resultan humanos, demasiado humanos. ¿Qué significa que Dios es inefable? Más que decir algo sobre Dios, expresa nuestra impotencia para hablar de Él. Aquí también se cumple el viejo axioma: Quidquid recipitur ad modum recipientis recipitur. Los conceptos, igual que los líquidos, reciben la forma del recipiente donde se alojan.

En definitiva, toda teología dice más acerca del hombre que acerca de Dios. Cuando los japoneses atribuyen al dios Sol naturaleza femenina, tal declaración no nos dice nada sobre el Sol, pero sí dice bastante de la cultura japonesa. Se trata de un procedimiento habitual: pedimos a las personas su opinión para saber más de ellas mismas que para saber del asunto sobre el que van a opinar. Contemplemos despacio las Meninas, el tema mismo del cuadro constituye una ironía genial. Teóricamente, Velásquez se ha propuesto hacer un retrato de Felipe IV y de su esposa; de hecho acaba pintando un grupo cortesano dentro del cual se incluye a sí mismo en actitud de pintar. Eso es exactamente lo que yo quería decir: en un libro de teología percibimos mucho más al teólogo que a Dios y al teólogo en su contexto, con su indumentaria de la época, con los esquemas culturales de su tiempo y dentro del ambiente eclesiástico palaciego del cual él normalmente forma parte. Al fondo, reflejada en un espejo, vemos a la pareja real: es una imagen borrosa, casi desvanecida, en contraste con las sólidas figuras que aparecen en primer plano. Efectivamente, ya lo dijo San Pablo, vemos a Dios “como en un espejo”.

Las cosas se agravan porque muchos teólogos suelen interesarse más por la teología que por la fe propiamente dicha, lo mismo ocurre con los políticos, los cuales se preocupan de política más que del país propiamente dicho. Se han escrito miles y miles de obras teológicas, pero gran número de ellas no sobre Dios, sino sobre teología. No saben a café, saben a cafetera. Tomismas que comentan a santo Tomás, epígonos que comentan a los comentaristas, comentarios del P. Rodríguez a las glosas del P. Fernández. ¿Y qué ocurre? El simple fiel acude a los doctores de la Santa Madre Iglesia lamentándose de que no ve bien. Ellos le colocan unos lentes correctores. “¿No es cierto que ahora ve mucho mejor? Díganos que ve”. “Veo unos cristales”.

Sin duda es bueno y necesario que la reflexión sobre la fe se articule en un cuerpo de doctrina, pero los excesos son temibles. Existe una arraigada manía a sistematizarlo todo, de dividir, subdividir, puntualizar, clasificar, la extraña manía de complicar las cosas. Chesterton cita el caso de alguien que tomó en sus manos un tratado de teología y empezó, con gran interés, por el capítulo titulado “De la simplicidad de Dios”; al poco rato abandonó la lectura y exclamó: “Si así es la simplicidad de Dios, ¿Cómo será su complejidad?” Ya sé que existen predicadores capaces de conmover profundamente a sus oyentes empleando un lenguaje ininteligible, pero en tales casos la conmoción producida en las almas suele deberse a la potente, estentórea voz del orador.

Mala cosa es que los legos se metan a teólogos. Ambroise Paré, cirujano francés del siglo XVI y especialista en obstetricia, entreveraba sus saberes médicos con cierta afición a la teología. Para explicar por qué nacen hijos monstruosos enumeraba ocho posibles causas: 1) La gloria de Dios; 2) La ira de Dios; 3) Una cantidad insuficiente de semen; 4) Una cantidad excesiva de semen; 5) La imaginación; 6) La postura inconveniente de la madre al sentarse en la iglesia; 7) Las artimañas de una comadrona maligna; y 8) La acción pérfida de los demonios. Mala cosa es, repito, que un lego se ponga a escribir teología. Pero Dios nos libre de los teólogos que padecen deformación profesional. Son los asesores del Altísimo. Una vez por semana se sientan a su mesa; luego descienden a este sucio mundo y se dignan revelarnos algunas de las interioridades divinas, clasificándolas en ocho o más apartados.

Por supuesto, no todos los teólogos son iguales. Aparte de aquellos que podríamos llamar sensatos, autores de una obra digna y austera, los hay que por ser muy dóciles al Magisterio se creen santos. Otros hay que por ser muy críticos se creen muy inteligentes; su talento se hace del todo evidente cuando sufren una amonestación de Roma. Se cuenta que un rabino, después de leer en el Talmud: “Yahvé guarda del peligro al ignorante”, salió a pasear, preguntándose obsesivamente si él sería ignorante o inteligente; distraído en tales cavilaciones, tropezó, cayó a una zanja y se rompió una pierna; entonces dedujo, radiante de júbilo: ¡Soy inteligente!

A fin de evitar cualquier antropomorfismo en sus elucubraciones sobre Dios, miseria característica de la mente humana, algunos teólogos han recurrido a conceptos tales como el Absoluto, la Primera Causa, el Ser Subsistente, etc. ¿Es que estos conceptos, por muy sutiles y alquitarados que los imaginemos, dejan de ser humanos?, ¿no son tan humanos como todos los demás? El hombre piensa, el teólogo piensa. Depurando más y más la noción de Dios ocurre lo mismo que según Bertrand Russell, ha ocurrido con el concepto actual de materia, reducida casi a mero movimiento sin soporte móvil. Como el gato de Alicia, Dios se vuelve inexistente de puro transparente, hasta que no queda de él sino una sonrisa irónica, provocada quizá por el ridículo de quienes todavía piensan que sigue ahí. Y, en efecto, los más cautos y escarmentados llegaron a una paradójica conclusión: el problema no es cómo hablar de Dios, sino cómo guardar silencio. Eran los teólogos de la “muerte de Dios”. Ya han sido olvidados. También ellos eran ingenuos. Al fin y al cabo, Dios trasciende toda negación no menos que toda afirmación; si Él no cabe en ninguna palabra, tampoco cabrá en el vacío dejado por la supresión de una palabra. Ya pasó la moda. Vuelve la teología locuaz.

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