Morir. Dormir. Tal vez soñar
Un poco antes de las siete de la mañana, Ernest se levantó de la cama. Era domingo y su casa en el campo estaba silenciosa. Pasó los brazos por las mangas y se anudó la túnica del emperador, esa bata que le hacía sentir un confort muy especial. Se movía con cuidado, su esposa Mary aún estaba dormida. Abandonó la estancia y se dirigió con aplomo a la sala donde guardaba su colección de más de veinte armas: rifles, pistolas, escopetas… Escogió una escopeta y con ella en la mano se encaminó al recibidor. Era el domingo 2 de julio de 1961, Ernest Hemingway se suicidaba disparándose en la cabeza.
Durante casi un año, Mary Welsh se negó a asumir que su marido se había dado muerte, tuvo que someterse a terapia para poder aceptar los hechos. Tampoco sus miles de admiradores entendían los motivos de aquel drástico final. Hemingway no solo era escritor, también destacaba como deportista, seductor empedernido, bebedor, paradigma del macho triunfante e ícono de la cultura internacional tras recibir el Nobel. Tiempo después se supo que su salud andaba ya muy mermada, que sufría una depresión profunda y se había sometido a una terapia de electroshock y que intentó suicidarse con anterioridad al menos en dos ocasiones.
El malestar psíquico de Hemingway se desarrolló en la infancia. Su madre lo vestía como una niña y a veces le llamaba con un apelativo femenino: Dutch Dolly; de adulto, Ernest se refería a ella como “la perra”. El padre, por su parte, elogiaba su agresividad y se esforzó en reforzarla enseñándole a disparar a los cuatro años, también él se suicidó de un tiro en la cabeza. Este trauma convirtió a Hemingway en un hombre tremendamente inseguro y autodestructivo, que solo encontró la paz librándose de sí mismo. Podría decirse que se suicidó en defensa propia.
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