Olvidar y seguir a lo nuestro
Desde que Japón vive una tragedia humana y radiactiva, se torna evidente la necesidad de establecer límites claros entre qué resulta peligroso y qué no lo es.
Dejemos al margen a los inconscientes que se bañarían en aguas radiactivas para preservar el negocio y a los aprensivos que no beberían agua del grifo porque en Fukushima lo han prohibido. No es fácil establecer un camino a seguir y en España hemos podido comprobarlo. Cuando aparecieron los primeros casos de vacas locas vimos en la pira a cientos de vacas, hubo listas de infectados, explicaciones sobre la enfermedad… Se desató el pánico y por poco se hunde el sector ganadero del bovino. En el asunto del aceite de colza tóxico, por el contrario, la actuación de las autoridades fue penosa: "es un bichito que si se cae de la mesa se mata”. Murieron miles de personas y aún hay cientos que padecen secuelas.
La catástrofe de Fukushima es grave, de eso no hay duda. Lo peor es que, como dijo el emperador de Japón, los efectos son impredecibles. Éste es el principal problema. ¿Son peligrosos los teléfonos móviles? ¿Sus microondas cerca del cerebro destruyen las neuronas? Es difícil saberlo. Cualquier estudio al respecto contará con el desmentido de la multinacional afectada. Ninguna universidad puede encabezar el estudio porque ninguna empresa de las que financian las investigaciones universitarias lo avalará, y no está la crisis como para perder subvenciones. Las empresas ya se han encargado de comprar silencio. Pese a todo, quizás los móviles no sean tan nocivos si hacemos un uso racional de ellos. Respecto a las microondas, los márgenes legales son difusos, los intereses creados, la desinformación y las informaciones interesadas han logrado que a estas alturas nadie sepa si los móviles son perjudiciales o no para la salud. Se retiran antenas por presiones vecinales, los ayuntamientos legislan con una vara elástica y las compañías lo controlan todo hasta donde les permite la ley. La cuestión es que sin antenas eficientes no podríamos tener ese teléfono 3-D que acaba de aparecer en el mercado. Todos estamos atrapados en el mismo círculo vicioso. Como cada vez hay más usuarios, cada vez se necesitan más antenas. Como cada vez hay más inversión en infraestructuras, las compañías cada vez hacen más propaganda. A más propaganda, más clientes, y vuelta a empezar.
Con las centrales nucleares ocurre algo semejante. Se construyen porque la demanda de electricidad es enorme, costosísima y creciente. La energía atómica es potente, resulta relativamente barata y es inmediata. Cualquier país desarrollado, con un buen nivel de vida y un alto grado de dependencia de las nuevas tecnologías, necesita fuentes de energía propias y eficaces. Hete aquí otro círculo vicioso. La energía nuclear es una necesidad para mantener nuestro ritmo de vida. No podemos abominar de ella sin decir a qué estamos dispuestos a renunciar: a nuestro teléfono móvil, al ordenador, a las consolas… Está claro que nadie piensa renunciar, por eso existen tantas centrales nucleares. Es el precio que hay que pagar. Algunos dirán que no es lo mismo que un rayo destruya un molino de viento que un terremoto deje en ruinoso estado a una central nuclear. Y, en efecto, las consecuencias no se pueden comparar. Como tampoco es comparable la cantidad de energía que produce una nuclear y un molino.
Volviendo al tema inicial: Fukushima. Pasan los días y poco a poco olvidamos, nos cansamos del asunto, de verle las tripas descompuestas al reactor. La vida sigue. ¿Quién recordaba Chernóbil hace un mes?
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