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Cierzo

Robinson Crusoe

Robinson Crusoe, la célebre novela de Defoe, no es estrictamente una obra de ficción, está basada en la vida de Alexander Selkirk, un marino escocés abandonado por su propio capitán, William Dampier, en el remoto archipiélago de Juan Fernández, actualmente territorio chileno. Selkirk arribó a la isla el año 1705 y fue recogido cuatro años más tarde por el mismo Dampier, habiendo sobreviviendo durante este tiempo en la más absoluta soledad.

En Robinson Crusoe no hay incómodas difuminaciones, no hay genéricas fricciones culturales o sutiles choques entre civilizaciones; es todo más brutal: soy yo ante lo del otro y del otro, punto. No puedo recurrir ni a leyes, ni a normas, ni a órdenes, ni a consignas, ni a réplicas; no tengo banderas, ni himnos; tampoco tengo jueces, ni testigos de cargo, ni dedos acusadores o exculpadores. Tengo sólo consciencia, memoria de una libertad omnímoda. Si el solipsismo cartesiano se resolvía con el cogito, a través del cual quedaba determinado que soy y qué soy, el solipsismo, en este caso físico, robinsoniano también se resuelve, pero en al ámbito de la más pura praxis: ya no se trata de ser, sino de hacer.

Crusoe contempla estupefacto cómo un grupo de indígenas se abocan periódicamente en una orgía de violencia y sangre: encienden una hoguera en la playa y matan y devoran a sus prisioneros. Aquella situación le culpa profundamente, pero no actúa de forma inmediata, liberando a los cautivos con la ayuda de las armas de fuego, que posee en abundancia. Crusoe se para a pensar, movido más por la conciencia que por el miedo o la abulia. Sus argumentos son contundentes; en primer lugar, la Providencia (término recurrente, omnipresente, a lo largo de toda la obra) permite, por algún misterioso designio, la pervivencia de estos actos generación tras generación. En segundo lugar, los indígenas no le han hecho a él ningún mal; y, además, ¿con qué autoridad puede intervenir en sus asuntos? Finalmente, ellos no tienen consciencia de estar participando en un crimen, o cometiendo un delito, de la misma manera que un cristiano no cree pecar cuando mata a otra persona en una acción bélica o cuando lo hace en defensa propia. Crusoe, entonces, se detiene, estas consideraciones “le frenan y le inmovilizan”. Rememora, por otro lado, que los españoles utilizaron argumentos muy convincentes para justificar sus matanzas indiscriminadas. Pero la inferencia más interesante tiene una base teológica (protestante): aquellos caníbales cometen delitos de “carácter nacional”; es decir, sus actos no son fruto de la decisión de un individuo en particular o de un grupo de individuos concretos, sus actos forman parte de un rito ancestral colectivo. Eso significa, según Crusoe, que hay que dejarlos en manos del Señor, rector supremo de las naciones, el cual “sabe infligir correctivos nacionales para castigar delitos nacionales”.

No se trata de una recurrencia forzada y distorsionante, en el Éxodo, por ejemplo, la idea que expone Crusoe queda bien palpable en las plagas dirigidas por Dios contra los egipcios, las cuales no afectan a este o a aquel individuo, sino a una nación entera que expía así sus pecados como nación, es decir, como alguien más que un simple grupo de individuos, por grande que sea éste. Sodoma y Gomorra también son borradas de la faz de la tierra, en tanto que naciones, con un talante corrupto. Pero toda la exégesis bíblica, por muy consistente que sea, acostumbra a correr el peligro de ser anulada, o matizada, por otra. Por qué Crusoe, sin moverse un ápice del ámbito veterotestamentario no menciona aquella sentencia que aparece en los Proverbios, 24: salva a todos aquellos que son arrastrados a la muerte y no dejes de liberar a quienes sean llevados al matadero.

Quizás, quién sabe, porque es una de las sentencias que ya habían usado los escolásticos españoles de la Escuela de Salamanca para justificar, precisamente, el exterminio masivo o la esclavitud de aquellos pueblos que, como los caribeños o como los indios que aparecen en la isla de Robinson, practicaban la antropofagia. En cualquier caso Crusoe/Defoe parece conocer con cierta profundidad las circunstancias que envolvieron la gestación de la Leyenda Negra e intenta no caer en los mismos espejismos teóricos, aunque no prácticos.

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