Mediocridad
Todo es mediocre en los seres humanos. Sus fuerzas son muy limitadas y sus sentidos sólo captan una parcela mínima de la realidad. Son incapaces de percibir tanto la presencia de los espíritus como el continuo deterioro de su propio organismo. Son seres bastante imperfectos, pero a su vez protegidos por su misma imperfección. Gracias a su vista deficiente, gracias a su incapacidad para detectar muchas impurezas que contienen sus alimentos y muchos móviles egoístas que esconden sus afectos, pueden realmente comer y amar, dotados de mejor vista, morirían muy pronto de inanición o de soledad. Todo en ellos tiene un sello de medianía. Su vida no se caracteriza por el gozo ni tampoco por el dolor, sino más bien por la atonía. La atonía es el excipiente masivo donde se diluyen algunos placeres y algunos sufrimientos, propios de fechas muy señaladas. Viven siempre esperando lo mejor y temiendo lo peor, pero sólo les ocurren cosas moderadamente buenas o malas. Por cada carta de amor o cada aviso de Hacienda encuentran en el buzón treinta folletos de las ofertas de El Corte Inglés.
De su vida moral hay que decir otro tanto, que se mueve dentro de una banda muy estrecha, muy lejos del sumo bien y del mal absoluto. Desde luego, ni son enteramente culpables ni son inocentes por completo, sino todo lo contrario. Es lógico sentir hacia ellos más admiración que desprecio y más piedad que admiración.
En resumen: los hombres me parecen, más que inocentes, inexpertos, y más que culpables, insolventes. Por otra parte, todos desean ser perdonados, pero no a costa de que les digan que sus pecados son insignificantes.
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