Calumnia que algo queda
En este país se puede enmerdar el nombre de alguien con total alegría y descaro, y, lo que es peor, casi con absoluta impunidad.
Antes, los agravios contra el honor se dirimían en un duelo en el que el afectado, al menos, tenía la oportunidad de volarle los sesos a su oponente, pero ahora te pueden despellejar vivo de palabra o por escrito y no pasa nada.
La lenguas bífidas pueden acusarte de ser un putón verbenero con más amantes que Mesalina, de ser un maltratador que disfruta zurrando a las mujeres o de beberte las existencias de la Four Roses antes de las doce de la mañana. Se demuestra que es falso, que no tienes más pareja que la legítima, que eres incapaz de matar una mosca porque ver sangre te marea, que desayunas un poleo con magdalenas en vez de quince carajillos, y no pasa nada, nadie rectifica ni pide excusas. La calumnia sigue flotando en el aire, proyectando su funesta sombra sobre el acusado por los siglos de los siglos. Recurrir a la justicia tampoco garantiza que se restituya el honor perdido. El honor, hoy en día, anda muy devaluado y casi ni sabemos qué es, nos suena de oídas, de alguna obra de Calderón, y eso a los que somos de letras.
En este país salimos a la calle con una piedra en la mano, por si hay que lapidar a alguien. Creemos los rumores, las insidias y las falsas acusaciones y no los cuestionamos, no nos interesa averiguar la verdad, de hecho, nos importa un bledo la verdad. Disfrutamos con el desprestigio ajeno. Si de fulano han dicho que es un borracho, un ladrón o un pedófilo, por algo será. Le colgamos el sambenito y con él se queda, porque los linchamientos cobardes son parte de nuestras señas de identidad, fruto de la envidia genética que llevamos en el alma y que nos vuelve insolidarios, egoístas y sin un ápice de caridad.
Antes, los agravios contra el honor se dirimían en un duelo en el que el afectado, al menos, tenía la oportunidad de volarle los sesos a su oponente, pero ahora te pueden despellejar vivo de palabra o por escrito y no pasa nada.
La lenguas bífidas pueden acusarte de ser un putón verbenero con más amantes que Mesalina, de ser un maltratador que disfruta zurrando a las mujeres o de beberte las existencias de la Four Roses antes de las doce de la mañana. Se demuestra que es falso, que no tienes más pareja que la legítima, que eres incapaz de matar una mosca porque ver sangre te marea, que desayunas un poleo con magdalenas en vez de quince carajillos, y no pasa nada, nadie rectifica ni pide excusas. La calumnia sigue flotando en el aire, proyectando su funesta sombra sobre el acusado por los siglos de los siglos. Recurrir a la justicia tampoco garantiza que se restituya el honor perdido. El honor, hoy en día, anda muy devaluado y casi ni sabemos qué es, nos suena de oídas, de alguna obra de Calderón, y eso a los que somos de letras.
En este país salimos a la calle con una piedra en la mano, por si hay que lapidar a alguien. Creemos los rumores, las insidias y las falsas acusaciones y no los cuestionamos, no nos interesa averiguar la verdad, de hecho, nos importa un bledo la verdad. Disfrutamos con el desprestigio ajeno. Si de fulano han dicho que es un borracho, un ladrón o un pedófilo, por algo será. Le colgamos el sambenito y con él se queda, porque los linchamientos cobardes son parte de nuestras señas de identidad, fruto de la envidia genética que llevamos en el alma y que nos vuelve insolidarios, egoístas y sin un ápice de caridad.
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