La muerte
¿Qué es la muerte? No lo sabemos. No podemos saberlo. Este misterio vuelve misteriosa nuestra vida, que se convierte así en un camino que no sabemos adónde va, o lo sabemos demasiado bien: a la muerte, pero sin conocer qué hay detrás, ni siquiera si hay algo.
Este misterio, que tal vez constituye el comienzo de la humanidad -probablemente ningún otro animal se ha preguntado jamás por la muerte-, no es ciertamente irremediable. Los filósofos no han dejado de dar respuesta a la pregunta ¿Qué es la muerte? Una gran parte de la metafísica se ocupa de ella. Las respuestas se dividen en dos grandes grupos: las que dicen que la muerte no es nada estrictamente, nada- y las que afirman que es otra vida, una existencia prolongada, purificada, liberada. La muerte no es nada (Epicuro), o no es la muerte, sino otra vida (Platón). Son éstas dos formas de negarla: como nada, puesto que nada no es; o como vida, puesto que entonces la muerte sería una. Pensar en la muerte es disolverla: el objeto se nos escapa necesariamente.
Entre estos dos extremos difícilmente cabe un justo término medio, a no ser aquél que no es tal: el reconocimiento de la ignorancia, la incertidumbre, la duda... Pero dado que, tratándose de la muerte, la ignorancia es nuestro destino, esta tercera posición no es más que el reconocimiento de lo que las dos primeras tienen de frágil o de indecible. Por lo demás, éstas no son tanto posiciones extremas cuanto proposiciones contradictorias y, como tales, sometidas al principio del tercero excluido. Es necesario que la muerte sea algo, o bien que no sea nada. Pero si es algo, este algo, que la distingue de la nada, sólo puede ser otra vida, un poco más oscura o un poco más luminosa que la otra, según el caso o creencias... En una palabra, el misterio de la muerte sólo permite dos tipos de respuesta, y quizás por eso articula de forma tan decisiva la historia de la filosofía y de la humanidad: están quienes toman la muerte en serio, viendo en ella una nada definitiva, y están, por el contrario, quienes no ven en ella más que un paso, una transición entre dos vidas, esto es, el principio de la verdadera vida. No obstante, el misterio no desaparece. Pensar la muerte es disolverla. Pero esto jamás ha librado a nadie de la muerte, ni le ha aclarado previamente qué significa morir.
¿Por qué reflexionar, entonces, sobre una cuestión que no podemos resolver? Porque toda nuestra vida depende de ella, como vio Pascal, y todo nuestro pensamiento: según creamos o no que hay algo después de la muerte, viviremos de un modo u otro. Por lo demás, quien pretendiera interesarse exclusivamente en problemas que pueden ser resueltos, y por tanto suprimidos como problemas, debería renunciar a filosofar.
Las ciencias no dan respuesta a ninguna de las cuestiones más importantes que nos planteamos. ¿Somos libres o estamos determinados? ¿Existe Dios? ¿Qué es el bien? ¿Existe vida tras la muerte? Estas preguntas, que podemos denominar metafísicas en un sentido amplio, puesto que trascienden de toda física posible, hacen de nosotros seres pensantes, o más bien seres filosofantes, las ciencias, que no se plantean estas cuestiones, también piensan, y esto es lo que denominamos la humanidad o, como decían los griegos, los mortales: no quienes van a morir, sino quienes saben que van a morir, sin por ello saber qué significa esto y sin poder evitar pensar en ello... El hombre es un animal metafísico; por eso la muerte es, siempre, su problema. Un problema que no hemos de resolver, sino afrontar.
Este misterio, que tal vez constituye el comienzo de la humanidad -probablemente ningún otro animal se ha preguntado jamás por la muerte-, no es ciertamente irremediable. Los filósofos no han dejado de dar respuesta a la pregunta ¿Qué es la muerte? Una gran parte de la metafísica se ocupa de ella. Las respuestas se dividen en dos grandes grupos: las que dicen que la muerte no es nada estrictamente, nada- y las que afirman que es otra vida, una existencia prolongada, purificada, liberada. La muerte no es nada (Epicuro), o no es la muerte, sino otra vida (Platón). Son éstas dos formas de negarla: como nada, puesto que nada no es; o como vida, puesto que entonces la muerte sería una. Pensar en la muerte es disolverla: el objeto se nos escapa necesariamente.
Entre estos dos extremos difícilmente cabe un justo término medio, a no ser aquél que no es tal: el reconocimiento de la ignorancia, la incertidumbre, la duda... Pero dado que, tratándose de la muerte, la ignorancia es nuestro destino, esta tercera posición no es más que el reconocimiento de lo que las dos primeras tienen de frágil o de indecible. Por lo demás, éstas no son tanto posiciones extremas cuanto proposiciones contradictorias y, como tales, sometidas al principio del tercero excluido. Es necesario que la muerte sea algo, o bien que no sea nada. Pero si es algo, este algo, que la distingue de la nada, sólo puede ser otra vida, un poco más oscura o un poco más luminosa que la otra, según el caso o creencias... En una palabra, el misterio de la muerte sólo permite dos tipos de respuesta, y quizás por eso articula de forma tan decisiva la historia de la filosofía y de la humanidad: están quienes toman la muerte en serio, viendo en ella una nada definitiva, y están, por el contrario, quienes no ven en ella más que un paso, una transición entre dos vidas, esto es, el principio de la verdadera vida. No obstante, el misterio no desaparece. Pensar la muerte es disolverla. Pero esto jamás ha librado a nadie de la muerte, ni le ha aclarado previamente qué significa morir.
¿Por qué reflexionar, entonces, sobre una cuestión que no podemos resolver? Porque toda nuestra vida depende de ella, como vio Pascal, y todo nuestro pensamiento: según creamos o no que hay algo después de la muerte, viviremos de un modo u otro. Por lo demás, quien pretendiera interesarse exclusivamente en problemas que pueden ser resueltos, y por tanto suprimidos como problemas, debería renunciar a filosofar.
Las ciencias no dan respuesta a ninguna de las cuestiones más importantes que nos planteamos. ¿Somos libres o estamos determinados? ¿Existe Dios? ¿Qué es el bien? ¿Existe vida tras la muerte? Estas preguntas, que podemos denominar metafísicas en un sentido amplio, puesto que trascienden de toda física posible, hacen de nosotros seres pensantes, o más bien seres filosofantes, las ciencias, que no se plantean estas cuestiones, también piensan, y esto es lo que denominamos la humanidad o, como decían los griegos, los mortales: no quienes van a morir, sino quienes saben que van a morir, sin por ello saber qué significa esto y sin poder evitar pensar en ello... El hombre es un animal metafísico; por eso la muerte es, siempre, su problema. Un problema que no hemos de resolver, sino afrontar.
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Mayra Yamel -
carlos lanzas -
brenice -