Todo debe ser juego
Se dice que el juego y la risa fueron las dos únicas cosas que Adán pudo sacar del Paraíso. Yo diría que también algún hueso de melocotón escondido en el bolsillo. Es indudable, en el principio era el juego. Sabemos perfectamente que la cultura humana ha nacido y progresado a partir del juego. El juego es un ejercicio exploratorio, aleatorio, abierto al futuro. Todas las conquistas culturales, desde el álgebra hasta la gramática, poseen una raíz lúdica. El sentido profundo de la liturgia la define exactamente como un juego delante de Dios: ludendus coram Eo. Por lo demás, bastaría coger un diccionario etimológico para convencernos enseguida de que el elemento lúdico está presente en innumerables momentos de nuestra vida: el engaño es una "ilusión", el "lubidrio" es un juego cruel, "eludir" significa escapar jugando y "aludir" significa bromear con alguien; etcétera, etc. En francés jouer, en inglés to play, en alemán spielen, son verbos que significan, en general, jugar; en concreto, pueden significar lo mismo ejecutar una música que representar una obra de teatro, y también manejar, recurrir a, valerse de. En castellano, al hecho de participar en algo lo llamamos entrar en juego. ¿Qué se deduce de esta curiosa polisemia, de esta multiplicidad de sentidos? ¿Es solamente pobreza de vocabulario? Una vez más el lenguaje demuestra una vieja y hondísima sabiduría, la misma certera intuición que condujo a los hombres a emplear una única palabra para referirse a cosas aparentemente tan dispares como el amor humano y el amor divino, esperar algo y esperar en alguien.
Toda actividad humana digna de tal nombre posee un carácter lúdico. Sería una equivocación o una restricción lamentable reservar la denominación de juego únicamente para esas pausas de nuestra jornada laboral durante las cuales practicamos algún tipo de esparcimiento; su designio más esencial consiste precisamente en impregnar de sentido todo lo que hacemos a lo largo del día. Es lo mismo que predican los maestros espirituales acerca de la oración: la recitación de ciertas plegarias, el ejercicio periódico de la meditación, están destinados principalmente a crear en el alma una actitud de oración continua, incesante, ininterrumpida. Se trata, en uno y otro caso, de que la repetición de unos mismos actos llegue a transformarse en actitud permanente. En resumen, todo debe ser oración y todo debe ser juego. Resumiendo aún más, todo debe ser juego.
Insisto, lejos de constituir un paréntesis de descanso con vistas a la reanudación del trabajo, el juego representa nuestra actividad básica, el paradigma sirve de criterio para calificar o descalificar las restantes actividades. Por eso, más que interrumpir nuestras labores, el juego viene a cuestionarlas de raíz, a poner en entredicho su pretendida seriedad. Anticipo ya que el juego cumple respecto al trabajo la misma función que cumple el humor respecto a la totalidad de nuestra vida, sometiéndola a una crítica radical incesante. En el principio era el juego. El homo ludens es anterior al homo faber, es el prototipo que revela al hombre su destino primordial, un destino anterior y superior. Los creyentes lo tienen muy claro: se trata de recuperar la significación que tuvo el trabajo antes de que el hombre se extraviase y prevaricase, cuando todo consistía en "cultivar el Jardín".
Podemos decir que el juego constituye la actividad improductiva por excelencia. Lo cual, lejos de suponer un reproche, significa su mayor alabanza. Efectivamente, equivale a definir el juego como actividad autónoma y soberana, en cuanto que representa un fin en sí mismo y no un medio para la consecución de otros fines. Esto apenas puede entenderse hoy, pues vivimos en un mundo desquiciado donde el criterio de utilidad prevalece absolutamente. La primera pregunta acerca de una cosa es para qué sirve. De ahí pasamos enseguida, insensiblemente, a hacer la misma pregunta referida a las personas; la valía de un hombre, como la de cualquier otro utensilio, se medirá por su índice de rendimiento. Ser significa ser útil. Saber significa saber manipular. Algo ocurre en el alma de un niño el día en que deja de preguntar ¿qué es esto? y empieza a preguntar ¿para qué es esto? Todo tiene que servir para algo. Ya se percató de ello Pangloss: la nariz está hecha para llevar las gafas. Yo misma sentí un gran alivio cuando me di cuenta de que la corbata sirve para limpiar las gafas. ¿Y la risa? La risa sirve para activar el diafragma. ¿Y el juego? El juego sirve para relajar la tensión, para descargar de manera inofensiva nuestra agresividad, para satisfacer aquellos deseos que, no pudiendo ser satisfechos realmente, lo son mediante simulacro o ficción.
Vivimos en un mundo desquiciado y desgraciado, verdaderamente. Los alicates son útiles, y también las leyes de la métrica, las técnicas de oración y las reglas de juego. Pero el juego, la oración y la poesía son perfectamente inútiles. Los valores más importantes de la vida no tienen utilidad, no pueden tenerla, ya que esto supondría que están al servicio de otros valores. No tienen utilidad, tienen sentido. Es menester proclamarlo bien alto: ni el juego, ni la oración, ni la alegría, ni el amor, ni la contemplación estética, sirven para nada.
Toda actividad humana digna de tal nombre posee un carácter lúdico. Sería una equivocación o una restricción lamentable reservar la denominación de juego únicamente para esas pausas de nuestra jornada laboral durante las cuales practicamos algún tipo de esparcimiento; su designio más esencial consiste precisamente en impregnar de sentido todo lo que hacemos a lo largo del día. Es lo mismo que predican los maestros espirituales acerca de la oración: la recitación de ciertas plegarias, el ejercicio periódico de la meditación, están destinados principalmente a crear en el alma una actitud de oración continua, incesante, ininterrumpida. Se trata, en uno y otro caso, de que la repetición de unos mismos actos llegue a transformarse en actitud permanente. En resumen, todo debe ser oración y todo debe ser juego. Resumiendo aún más, todo debe ser juego.
Insisto, lejos de constituir un paréntesis de descanso con vistas a la reanudación del trabajo, el juego representa nuestra actividad básica, el paradigma sirve de criterio para calificar o descalificar las restantes actividades. Por eso, más que interrumpir nuestras labores, el juego viene a cuestionarlas de raíz, a poner en entredicho su pretendida seriedad. Anticipo ya que el juego cumple respecto al trabajo la misma función que cumple el humor respecto a la totalidad de nuestra vida, sometiéndola a una crítica radical incesante. En el principio era el juego. El homo ludens es anterior al homo faber, es el prototipo que revela al hombre su destino primordial, un destino anterior y superior. Los creyentes lo tienen muy claro: se trata de recuperar la significación que tuvo el trabajo antes de que el hombre se extraviase y prevaricase, cuando todo consistía en "cultivar el Jardín".
Podemos decir que el juego constituye la actividad improductiva por excelencia. Lo cual, lejos de suponer un reproche, significa su mayor alabanza. Efectivamente, equivale a definir el juego como actividad autónoma y soberana, en cuanto que representa un fin en sí mismo y no un medio para la consecución de otros fines. Esto apenas puede entenderse hoy, pues vivimos en un mundo desquiciado donde el criterio de utilidad prevalece absolutamente. La primera pregunta acerca de una cosa es para qué sirve. De ahí pasamos enseguida, insensiblemente, a hacer la misma pregunta referida a las personas; la valía de un hombre, como la de cualquier otro utensilio, se medirá por su índice de rendimiento. Ser significa ser útil. Saber significa saber manipular. Algo ocurre en el alma de un niño el día en que deja de preguntar ¿qué es esto? y empieza a preguntar ¿para qué es esto? Todo tiene que servir para algo. Ya se percató de ello Pangloss: la nariz está hecha para llevar las gafas. Yo misma sentí un gran alivio cuando me di cuenta de que la corbata sirve para limpiar las gafas. ¿Y la risa? La risa sirve para activar el diafragma. ¿Y el juego? El juego sirve para relajar la tensión, para descargar de manera inofensiva nuestra agresividad, para satisfacer aquellos deseos que, no pudiendo ser satisfechos realmente, lo son mediante simulacro o ficción.
Vivimos en un mundo desquiciado y desgraciado, verdaderamente. Los alicates son útiles, y también las leyes de la métrica, las técnicas de oración y las reglas de juego. Pero el juego, la oración y la poesía son perfectamente inútiles. Los valores más importantes de la vida no tienen utilidad, no pueden tenerla, ya que esto supondría que están al servicio de otros valores. No tienen utilidad, tienen sentido. Es menester proclamarlo bien alto: ni el juego, ni la oración, ni la alegría, ni el amor, ni la contemplación estética, sirven para nada.
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