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El Beso y La Gradiva

El Beso y La Gradiva

 “¡Carne y hueso! ¡Miseria, podredumbre!... Yo he sentido en una orgía arder mis labios y mi cabeza; yo he sentido este fuego que corre por las venas, hirviente como la lava de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y trastornan el cerebro y hacen ver visiones extrañas. Entonces el beso de esas mujeres materiales me quemaba como un hierro candente, y las apartaba de mí con disgusto, con horror, hasta con asco; porque entonces, como ahora, necesitaba un soplo de brisa del mar para mi mente calurosa, beber hielo y besar nieve..., nieve teñida de suave luz, nieve coloreada por un dorado rayo de sol..., una mujer blanca, hermosa y fría, como esa mujer de piedra que parece incitarme con su fantástica hermosura”. El beso, Gustavo Adolfo Bécquer.

 

El Beso de Bécquer (1863) y La Gradiva de Jensen (1903), constituyen representativos ejemplos de la misoginia romántica con la que la literatura encarnaba a la mujer: lánguida, evanescente, virginal, mística… Una idealización del deseo masculino. Ambas obras muestran la fascinación por una figura femenina evanescente que concita el deseo del protagonista de la historia, algo que se ajusta perfectamente al discurso decimonónico del ideal femenino en cuanto a seducción renovada por la ausencia y la idealización mítica.

El personaje de la obra de Wilhelm Jensen, el joven arqueólogo Norbert Hanold, se obsesiona con una figura de mujer representada en un bajorrelieve, se trata de una joven que camina apoyando un pie en el suelo y el otro solo en la punta de los dedos. El especial atractivo de esta imagen suscita las fantasías del joven e imagina que Gradiva, nombre con el que denomina a la mujer, pudo ser una griega que viviera en Pompeya antes del terremoto que en el siglo I causó el desastre que asoló a la ciudad helénica. La duda que se suscita en el arqueólogo es si el escultor inventó la peculiar manera de caminar de la mujer o la copió de la realidad. En un sueño, el protagonista se halla en Pompeya justo en el momento en que el Vesubio inicia su erupción y en este contexto encuentra a Gradiva, que camina hacia el templo, cuando la alcanza, ella está dormida y las cenizas del volcán acaban de enterrar su bella figura. Al despertar del sueño, el joven se asoma a la ventana y cree ver a Gradiva, sale corriendo a la calle en su busca, pero se percata de que va medio desnudo y regresa a su casa. Tiempo después, el arqueólogo viaja a Pompeya para encontrar las huellas de la mujer, se ha enamorado de ella y la intuye entre las cenizas. Víctima de los delirios de su mente, cree reconocer a Gradiva en los rasgos de una turista, mantiene con ella breves encuentros, pues siempre se marcha para aparecer al día siguiente, lo que acrecienta los deseos y la fascinación del joven. Al comprobar que Gradiva es una mujer de carne y hueso huye horrorizado, luego descubrirá que la aparición es una muchacha alemana que él conoció en su infancia y a la que no había prestado atención hasta que su fantasía delirante la convirtió en una aparición inalcanzable.

El arqueólogo de la Gradiva se enamora de la figura de un bajorrelieve y el capitán francés de El Beso lo hace de una escultura de mármol que representa a Doña Elvira de Castañeda arrodillada junto al altar de la iglesia toledana a donde acude con sus soldados para descansar. El túmulo funerario lo seduce y explica a sus compañeros:

“No podéis figuraros nada semejante, aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente en la penumbra de la capilla, como esas vírgenes pintadas en los vidrios de colores que habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas y luminosas, sobre el oscuro fondo de las catedrales.

Su rostro ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiritual demacración, sus armoniosas facciones llenas de una suave y melancólica dulzura, su intensa palidez, las purísimas líneas de su contorno esbelto, su ademán reposado y noble, su traje blanco flotante, me traían a la memoria esas mujeres que yo soñaba cuando casi era un niño. ¡Castas y celestes imágenes, quimérico objeto del vago amor de la adolescencia!

Yo me creía juguete de una alucinación, y sin quitarle un punto los ojos, ni aun osaba respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto. Ella permanecía inmóvil.

Antojábaseme, al verla tan diáfana y luminosa que no era una criatura terrenal, sino un espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana, había descendido en el rayo de la luna, dejando en el aire y en pos de sí la azulada estela que desde el alto ajimez bajaba verticalmente hasta el pie del opuesto muro, rompiendo la oscura sombra de aquel recinto lóbrego y misterioso”.

Cautivo del hechizo que aquella figura marmórea causa sobre él, el capitán de dragones sucumbe al deseo e intenta acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira. Sus hombres vieron al inmóvil guerrero que había junto a la estatua levantar la mano y derribarle con una espantosa bofetada de su guantelete de piedra.

Ambos personajes se alejan así de su indiferencia por las mujeres reales para proyectar su idealización sobre mujeres inalcanzables, ambos son víctimas del amor romántico creado desde la misoginia: una mujer evanescente, inalcanzable, idealizada y remota que despierta el amor del varón porque dista de ser la mujer real y es la sustituta creada por la propia fantasía.

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