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Cierzo

Tajahuerce

Tajahuerce
Salí a la puerta, cerré los ojos y dejé de existir. Estaban todas las estrellas juntas en un cielo inmenso y tranquilo. Una brisa sigilosa se ocupaba de arrancar hasta el más minúsculo de los residuos de esas cosas que pasan dentro. Estrellas y aire recién estrenado, un recuerdo que respiro desde entonces. Por eso vuelvo a Tajahuerce cuando necesito abandonar los límites del tiempo y del espacio perdiéndome entre callejuelas en ruinas y muros empapados del rastro ancestral de la infancia.

El infinito es de color negro y se desliza entre olores que han ido impregnando el suelo. Sombras de gatos, grillos y murciélagos pueblan la noche. Cuando el pueblo despierta, el sol hace un millón de destellos. No hay nada como estar en casa en una mañana dulce, en un momento en que nada tiene nombre ni caminos y sólo hay que abandonarse a lo que la vida decida.

Podría quedarme así por siempre, fabricando esperanzas, pero es el momento de irse. Temblaría si ahora mismo tuviera un cuerpo. Otra estrella, otra ilusión. Cientos, miles, millones. Palpitan en la noche sólida de Tajahuerce y navegan ancladas sobre los jardines del cielo.

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