Identidad
La memoria es un arma de doble, de triple o de infinitos filos: todo está en el modo de anclarla en el basamento de nuestro ser, en esa estructura que nos acompaña siempre, lo queramos o no.
A veces, la memoria aporta al individuo la luz necesaria para que pueda apoyarse en fundamentos sólidos a la hora de construir una identidad más satisfactoria, por cambiante y movediza que esta sea.
El pasado es obra de la memoria. En él tenemos una identidad incapaz de ser apresada en un solo y escrupuloso acto de conocimiento.
Acaso sea en el amor cuando la identidad alcanza su más alto condicionante, en la relación con el otro, con los demás. El amor ejerce una transformación total de nuestra identidad, que será satisfactoria plenamente cuando el amor se cumpla y se consolide. En la cúspide de esta construcción de uno mismo se halla también la cumbre de la existencia y el punto de ebullición emocional. Es la mirada del otro la que nos otorga identidad, una identidad nueva, que tiene la particularidad de actuar con vida propia a la vez que preserva la conciencia que uno guarda de sí, una conciencia que no volverá a ser como antes.
Y es que la identidad de todo hombre prescinde del punto final al concluir cada pieza, porque al igual que ocurre con un borrador, nunca será el texto definitivo, y está llamada a transformarse sin cesar.
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