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Cierzo

Big Bang

Como lo prueba el desplazamiento del espectro de las galaxias hacia el rojo, el universo está en expansión. Para que las galaxias se desplacen es preciso que hayan tenido un punto de partida. Se supone, pues, que al principio toda la masa del universo estaba condensada en un núcleo imperceptible, mucho más pequeño que la cabeza de un alfiler, en el que reinaba un espantoso caos. En un momento dado, hace acaso diez o quince mil millones de años, se produjo algo que no fue precisamente una explosión, sino más bien una brusca dilatación acompañada de una enorme liberación de energía en el vacío. Esta energía se fue transformando en materia en el transcurso de la dilatación del punto físico inicial hasta formar, en virtud de una serie de cambios, el universo en expansión continua, cuya inmensidad desafía el alcance de nuestros telescopios.

Esta teoría, originada hace unos sesenta años en las observaciones del astrónomo belga Lemaître y recogida más recientemente por el físico Gamow, que la ha difundido con el expresivo nombre de “Big Bang” o “Gran Explosión” primordial, ha sido admitida y adoptada hoy por la mayoría de los astrofísicos. Como asigna un comienzo al universo, no es en absoluto una teoría contraria a la doctrina judeocristiana de la Creación, y la Iglesia podría apoyarla sin reservas para proporcionarle, al fin, una base científica a su predicación.

Sin embargo, aunque es cierto que el relato de la creación se abre en la Biblia con la evocación de un caos, vagamente descrito como la nube de partículas –más exactamente de quasars- que habrían seguido al Big Bang, también es verdad lo que nos dice el evangelio: En el principio existía el Verbo o la Palabra, y no otra cosa.

La Iglesia ha procurado siempre no comprometerse con ningún sistema científico. Confió durante un tiempo en la teoría de Ptolomeo, que situaba la tierra en el centro del mundo, y luego vinieron Copérnico y Galileo que la situaron entre el enjambre de estrellas del firmamento, y los eclesiásticos se vieron obligados a seguirles después de una vana tentativa de resistencia. Las teorías científicas poseen la gran ventaja de estar sujetas a revisión, y no tendría nada de particular que a la hipótesis del Big Bang sucediera otra que, en lugar de hablar de expansión, defendiera que las galaxias describen majestuosas curvas para confluir en un punto de atracción irresistible y desconocido. ¡Quién sabe! Los trabajos de los físicos y de los astrofísicos encierran el mayor interés, pero no hay motivo para erigir sus hipótesis en doctrina; ni ellos mismo lo hacen por lo mucho que valoran, y con razón, su libertad de examen.

Por lo demás, la teoría del Big Bang presenta bastantes puntos oscuros. Cuando se nos dice, por ejemplo, que la brutal dilatación del punto físico originario libera una enorme cantidad de energía en el vacío, es evidente que el problema se traslada de ese núcleo físico, la “cabeza del alfiler” donde se halla concentrada la masa del universo, al mencionado vacío, un vacío absoluto y primordial tan difícil de definir como cualquier misterio del credo cristiano.

Y la teoría no es tan nueva. La misma intuición puede encontrarse en la brillante obra de Edgar Allan Poe titulada Eureka, que publicó en 1848. La teoría del escritor norteamericano es de pura lógica, y el estado de los conocimientos de su tiempo no permitía al autor que la apoyara en el análisis del espectro de las galaxias o en el ciclo de las reacciones termonucleares, pero el resultado es de una lógica sorprendente: el universo está en expansión y todo él ha salido de un punto diminuto. Puede suceder que el autor, aun careciendo de los medios excepcionales de investigación hoy existentes, obtenga los mismos resultados.

En cuanto a la relación entre el texto del Génesis y el Big Bang, hay un error, al menos, en el hecho de que el libro sagrado nos habla del comienzo del mundo visible, no de los secretos de la fabricación de la materia. Y cristianos, judíos y musulmanes creen que el espíritu es anterior a todas las cosas, visibles o invisibles.

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