Las creencias
Todos creemos en algo, incluso los escépticos como yo. No existe nadie que no crea en algo. En definitiva, todo es fe. La ciencia misma es un acto de fe. El científico cree en las leyes de la naturaleza, en la exactitud de sus análisis, en la capacidad de su inteligencia.
Aunque parezca un contrasentido, la ciencia está constituida sobre un acto de fe, se empieza creyendo en el testimonio de los sentidos y se acaba elaborando una doctrina. Sólo por lo que tiene de creencia, la ciencia se atreve a negar lo que ella es incapaz de probar. ¿Puede probarse acaso que sólo es verdad lo que se puede probar? El racionalismo tiene razones que la razón ignora.
La realidad confirma a diario la presencia de lo aleatorio como algo inherente a la naturaleza. Por eso, a la ley de la causalidad la ha sustituido la teoría de la probabilidad, a los esquemas deterministas el principio de indeterminación, a los axiomas las hipótesis. La ciencia moderna trabaja con hipótesis, que luego los hechos corroborarán o desmentirán. El éxito actual de la ciencia radica en su relatividad, ya que sólo establece leyes provisionales y cálculos aproximativos. El margen de influencia reservado al azar, a la Divina Providencia, a los hados o a la Naturaleza, queda pues garantizado. Y los científicos modernos ya no creen que saben, ahora saben que creen.
No hay certezas absolutas, sólo certezas estadísticas y sólo estadísticamente se puede decir que las estadísticas resultan fiables.
La fe no consiste en acumular la razón, sino en usarla de un modo razonable. Bajo el imperio de la razón, el hombre ha ido reduciendo su universo cada vez más, hasta el punto de confundir lo verdadero con lo verificable o con lo verosímil. Las consecuencias han sido, evidentemente, desastrosas.
Por eso es imprescindible la fantasía, tan imprescindible como un segundo remo. Con un solo remo siempre navegaríamos en círculo, dando vueltas y más vueltas. El progreso meramente racional será siempre un círculo vicioso, tautológico. Y es que el hombre es un rey cuando sueña y un mendigo cuando piensa. La fantasía es una manera de combatir las limitaciones de lo real.
Aunque parezca un contrasentido, la ciencia está constituida sobre un acto de fe, se empieza creyendo en el testimonio de los sentidos y se acaba elaborando una doctrina. Sólo por lo que tiene de creencia, la ciencia se atreve a negar lo que ella es incapaz de probar. ¿Puede probarse acaso que sólo es verdad lo que se puede probar? El racionalismo tiene razones que la razón ignora.
La realidad confirma a diario la presencia de lo aleatorio como algo inherente a la naturaleza. Por eso, a la ley de la causalidad la ha sustituido la teoría de la probabilidad, a los esquemas deterministas el principio de indeterminación, a los axiomas las hipótesis. La ciencia moderna trabaja con hipótesis, que luego los hechos corroborarán o desmentirán. El éxito actual de la ciencia radica en su relatividad, ya que sólo establece leyes provisionales y cálculos aproximativos. El margen de influencia reservado al azar, a la Divina Providencia, a los hados o a la Naturaleza, queda pues garantizado. Y los científicos modernos ya no creen que saben, ahora saben que creen.
No hay certezas absolutas, sólo certezas estadísticas y sólo estadísticamente se puede decir que las estadísticas resultan fiables.
La fe no consiste en acumular la razón, sino en usarla de un modo razonable. Bajo el imperio de la razón, el hombre ha ido reduciendo su universo cada vez más, hasta el punto de confundir lo verdadero con lo verificable o con lo verosímil. Las consecuencias han sido, evidentemente, desastrosas.
Por eso es imprescindible la fantasía, tan imprescindible como un segundo remo. Con un solo remo siempre navegaríamos en círculo, dando vueltas y más vueltas. El progreso meramente racional será siempre un círculo vicioso, tautológico. Y es que el hombre es un rey cuando sueña y un mendigo cuando piensa. La fantasía es una manera de combatir las limitaciones de lo real.
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