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Cierzo

Los horrores de la guerra

Ocurrió el pasado 13 de noviembre en una mezquita de Falluya, un marine del ejército norteamericano asesinó a un iraquí que estaba tendido en el suelo, herido y desarmado. La secuencia, emitida por todas las cadenas de televisión, sobrecoge por su crudeza y, según parece, no es un hecho aislado, acostumbra a producirse en todas las guerras. Un médico endocrinólogo que ha entrado en combate explica que la molécula (C9H13NO3) es responsable de este tipo de actos que cometen los soldados. Bajo sus efectos, aumenta el ritmo cardíaco para incrementar la energía, se dilatan los bronquios y las pupilas para facilitar la respiración y la visión, aumenta la vasoconstricción y el sudor y se acelera la coagulación de la sangre, por lo que resulta muy adecuada en casos de lucha por la supervivencia. Sólo tiene una pega, la adrenalina no desaparece en el instante en que deja de ser imprescindible, sus efectos perduran durante un tiempo. El marine del que hablamos se encontraba expuesto a esta molécula que alteró la química de su organismo y le impulsaba a matar cuando cometió estos actos. Luego, pasada la situación de peligro, volvió a ser un hombre disciplinado, responsable y, en teoría, con una moral que le impediría matar a un prisionero herido, indefenso e inofensivo.

Carezco de argumentos para contradecir al experto endocrino, no soy médico y tampoco he luchado en ninguna guerra, pero esta explicación, que seguramente es muy cierta, no puede ser una excusa. Para mí, y para cualquier ejército que respete la ley, el asesinato deliberado y a sangre fría de un prisionero desarmado es un homicidio y como tal debe ser perseguido, aunque el verdugo sea víctima de los horrores de la guerra y por un instante haya dejado de ser hombre para convertirse en un monstruo.

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