Ablación
Hay hechos que marcan la vida dejando sobre la sensibilidad una cicatriz imperecedera. He visto cómo se realizaba una circuncisión femenina, bueno, no exactamente, lo cierto es que no he podido mantener la vista en la pantalla que ofrecía el testimonio gráfico de un drama que viven anualmente millones de mujeres.
Una chiquilla de siete años recorre varios kilómetros por el desierto africano hasta encontrarse con la partera que ha de practicarle la ablación, camina por la tierra polvorienta acompañada de su madre, con paso rápido y decidido, resuelta a cumplir con una tradición pavorosa. Esta práctica es requerida por los hombres, que quieren asegurarse de ser los primeros que obtienen los favores sexuales de su esposa y exigen la circuncisión femenina. Las madres acceden por temor a que sus hijas no encuentren un marido, pues la mujer a la que no se le ha practicado la ablación del clítoris se la considera sucia, promiscua y no casadera. No existen motivos religiosos, la ignorancia y la superstición imponen este sufrimiento a las niñas.
La madre de la pequeña le coloca una raíz entre los dientes, se sienta detrás de ella en el suelo y la rodea con sus piernas para inmovilizarla. La partera se prepara, saca de entre sus ropas una bolsita y de su interior extrae una cuchilla de afeitar rota y oxidada, con el filo desigual, escupe sobre la hoja, pero no se eliminan los restos de sangre seca que hay adheridos. No puedo mirar, no puedo imaginar ni remotamente el dolor que debe estar sufriendo esa pobre niña al sentir que le sierran la carne de los genitales. Cuando vuelvo a mirar, la niña sigue sentada, con un rostro inexpresivo, la piernas le tiemblan incontroladamente. Supongo que ha terminado, pero la operación sigue en un macabro e inesperado segundo acto. La partera coge las espinas de un árbol y taladra con ellos los labios de la vagina, luego pasa un hilo por los agujeros. Deseo creer que a estas alturas la niña ya no siente nada y pienso: ojalá se desmaye. Mi deseo ferviente se cumple.
La imagen escalofriante de unos trozos de carne sanguinolentos abandonados sobre la tierra repugna y duele, aunque no más que el conocimiento de las consecuencias que se derivarán de este brutal acto. La pequeña tiene las piernas atadas para que no se mueva, para que no se rasgue. Lo peor no ha pasado aún, lo peor viene ahora, cuando la niña tenga que orinar por el diminuto agujero del diámetro de una cerilla, gota a gota, cuando se le infecte la herida y dependa de su resistencia física que viva o muera.
Muchas niñas perecen desangradas, de septicemia, hepatitis B, sida, por el tétanos o la gangrena, admira la fortaleza de las que logran sobrevivir. Al cortar la funda del clítoris se impide que la mujer disfrute del sexo, pero la infibulación -coser la vagina- produce consecuencias graves a largo plazo: daños en la uretra y el ano, cicatrices, infecciones crónicas de la vejiga y la pelvis, quistes y accesos en la vulva, dificultad al orinar, disminorrea, acumulación de sangre de la menstruación en el abdomen, frigidez, depresión, suicidio. También hay que hacer mención de los impedimentos que impone esta práctica a las relaciones sexuales, cuando tiene lugar la penetración, cuando llega el momento del parto y la mujer se desgarra o fallece en el intento, cuando después de dar a luz, el marido exige que vuelvan a coser a su esposa, así cinco, nueve, once veces...
Alguien tiene que hablar por estas mujeres sin voz, alguien debe defenderlas de la barbarie, de la mutilación. Ellas están obligadas a guardar silencio, pero nosotras no, nosotras tenemos el deber inexcusable de dar a conocer su secreto y evitarlo. La ONU calcula que se les ha practicado la circuncisión a unos 135 millones de mujeres en el mundo y cada año, dos millones, corren la misma suerte en 28 países. Para muchas de ellas ya no hay remedio, el daño está consumado, pero aún estamos a tiempo de salvar a otras.
Una chiquilla de siete años recorre varios kilómetros por el desierto africano hasta encontrarse con la partera que ha de practicarle la ablación, camina por la tierra polvorienta acompañada de su madre, con paso rápido y decidido, resuelta a cumplir con una tradición pavorosa. Esta práctica es requerida por los hombres, que quieren asegurarse de ser los primeros que obtienen los favores sexuales de su esposa y exigen la circuncisión femenina. Las madres acceden por temor a que sus hijas no encuentren un marido, pues la mujer a la que no se le ha practicado la ablación del clítoris se la considera sucia, promiscua y no casadera. No existen motivos religiosos, la ignorancia y la superstición imponen este sufrimiento a las niñas.
La madre de la pequeña le coloca una raíz entre los dientes, se sienta detrás de ella en el suelo y la rodea con sus piernas para inmovilizarla. La partera se prepara, saca de entre sus ropas una bolsita y de su interior extrae una cuchilla de afeitar rota y oxidada, con el filo desigual, escupe sobre la hoja, pero no se eliminan los restos de sangre seca que hay adheridos. No puedo mirar, no puedo imaginar ni remotamente el dolor que debe estar sufriendo esa pobre niña al sentir que le sierran la carne de los genitales. Cuando vuelvo a mirar, la niña sigue sentada, con un rostro inexpresivo, la piernas le tiemblan incontroladamente. Supongo que ha terminado, pero la operación sigue en un macabro e inesperado segundo acto. La partera coge las espinas de un árbol y taladra con ellos los labios de la vagina, luego pasa un hilo por los agujeros. Deseo creer que a estas alturas la niña ya no siente nada y pienso: ojalá se desmaye. Mi deseo ferviente se cumple.
La imagen escalofriante de unos trozos de carne sanguinolentos abandonados sobre la tierra repugna y duele, aunque no más que el conocimiento de las consecuencias que se derivarán de este brutal acto. La pequeña tiene las piernas atadas para que no se mueva, para que no se rasgue. Lo peor no ha pasado aún, lo peor viene ahora, cuando la niña tenga que orinar por el diminuto agujero del diámetro de una cerilla, gota a gota, cuando se le infecte la herida y dependa de su resistencia física que viva o muera.
Muchas niñas perecen desangradas, de septicemia, hepatitis B, sida, por el tétanos o la gangrena, admira la fortaleza de las que logran sobrevivir. Al cortar la funda del clítoris se impide que la mujer disfrute del sexo, pero la infibulación -coser la vagina- produce consecuencias graves a largo plazo: daños en la uretra y el ano, cicatrices, infecciones crónicas de la vejiga y la pelvis, quistes y accesos en la vulva, dificultad al orinar, disminorrea, acumulación de sangre de la menstruación en el abdomen, frigidez, depresión, suicidio. También hay que hacer mención de los impedimentos que impone esta práctica a las relaciones sexuales, cuando tiene lugar la penetración, cuando llega el momento del parto y la mujer se desgarra o fallece en el intento, cuando después de dar a luz, el marido exige que vuelvan a coser a su esposa, así cinco, nueve, once veces...
Alguien tiene que hablar por estas mujeres sin voz, alguien debe defenderlas de la barbarie, de la mutilación. Ellas están obligadas a guardar silencio, pero nosotras no, nosotras tenemos el deber inexcusable de dar a conocer su secreto y evitarlo. La ONU calcula que se les ha practicado la circuncisión a unos 135 millones de mujeres en el mundo y cada año, dos millones, corren la misma suerte en 28 países. Para muchas de ellas ya no hay remedio, el daño está consumado, pero aún estamos a tiempo de salvar a otras.
2 comentarios
kelly -
BERNARDO ROSALES ALVARADO -