Absenta
Sesenta y ocho grados de alcohol perfumado de anís se deslizan por mi garganta, me abrasan el esófago y caen incendiarios en el estómago. El infierno no huele a azufre, sino a absenta.
El local, un bar, si se califica con extrema benevolencia, es lúgubre y desprende un olor mareante, el que envuelve a las putas que se acodan en la barra. Me agrada esta decadencia que lo contamina todo.
Cierro los ojos, soy el hombre que no deseo ser. No quiero verme reflejado en el espejo que tengo enfrente.
Nadie me ha oído quejarme, ni cuando mi madre se fugó con un rico banquero dejándome abandonado a los cuatro años; ni cuando mi padre, borracho de sufrimiento y güisqui, desfogaba su frustración en mí con su cinturón de cuero repujado y punta metálica. No me quejé cuando a causa de una paliza quedé cojo porque mi cadera se quebró. No osé quejarme cuando descubrí que el único sentimiento que despertaba en las mujeres era lástima, ni me quejaría luego, cuando mi vida, privado de cariño y de un trabajo digno, ¿quién iba a contratar a un minusválido que padecía terribles dolores en los huesos?, se convirtió en lo que es ahora. A oscuras sueño, mi mente vuela rauda por lejanos parajes, por otros mundos, pero con la luz la realidad se vuelve cruel e insoportable.
Soy un artista dotado de una aguda penetración, dibujo retratos de la gente que veo pasar, paisajes conocidos o inventados, siempre a carboncillo, sin una gota de color.
A veces la inspiración me llega como una especie de posesión incontrolable, y emborrono cualquier superficie susceptible de ser manchada por mi carbón: paredes, manteles, servilletas, camisas... Siento un latigazo en el espíritu que me insta a dibujar, a dibujar hasta que mi mano queda exhausta, y los dedos se agarrotan, y el alma se me queda seca.
Entonces bebo para recuperar mi equilibrio hídrico, copas y más copas de absenta, que le devuelven a mi vida una cualidad untuosa. Contemplo mi mano ennegrecida y me siento artista, sí artista, aunque mis obras sólo reflejen panorámicas del infierno visto desde mi rincón de marginado y esté casi siempre ebrio, de tanto en tanto, me siento artista.
El suelo se mueve con su oleaje incesante bajo mis pies. ¡Oh! Judith. Cuántas veces te he soñado compañera de viaje por este océano desolado. Cuántas veces he deseado admirar, tan sólo admirar, tu cuerpo desnudo, templo de belleza reservado para unos pocos, para aquellos que pueden comprarte. No sabes que te amo, tanto como para que me hiera de muerte ver cómo te dejas manosear ante mis ojos por viejos y jóvenes, por obreros y funcionarios.
Me ha faltado valor para confesarte mi afecto hasta hace un rato, estaba demasiado sereno para que tú lo interpretaras como una muestra de mi humor cáustico. Me has mirado a los ojos con dulzura y me has sonreído.
Ven conmigo. No puedo pagarte. Entonces, hazme un retrato. Y yo te he seguido con mi pierna rengueante y mi cuerpo tullido, igual que un perro vagabundo seguiría a los confines de la tierra al propietario de la mano que se ha atrevido a acariciarlo.
Judith. Me ha costado advertir que era un juego, que tus promesas ardientes y las partes de tu cuerpo que me ofrecías lasciva jamás serían para mí. Tenías que demostrarme que no soy un hombre, sólo, sólo soy un patético remedo de virilidad asida a una masa inerte.
Te has reído de mis lágrimas, te has burlado de mí, pobre diablo, rey de su infierno. Me has dejado tendido en esa cama testigo de mi humillación y ni te has dignado a acercarme el bastón. La puerta se ha cerrado tras de ti y yo he continuado llorando como un estúpido iluso. No esperaba mucho de ti, habría bastado un roce de tu piel para arrancarme del lodo.
Les has contado a todos mi vergüenza. He conseguido descender las escaleras que conducen a las habitaciones del primer piso para ser recibido por los aplausos y las risotadas de la clientela.
Ya no me queda dignidad ni orgullo, no has podido robarme nada porque nada tengo, salvo esta sed insaciable de inconsciencia. El quinto vaso entra dulcemente por mi boca y me produce una arcada de amargura. ¡Ah! Regreso a mis dominios, al negro infierno al que viajo confundiendo delirio y realidad.
Mi vientre se abomba, crece, crece, crece, revienta. He parido unas larvas monstruosas y enormes que reptan por mi cuerpo deforme y me devoran voraces. No noto sus dentelladas arrancándome pedazos de carne, pero sé que me consumen a grandes bocados, que lamen mis huesos convertidos en simple carroña. Luego las veo metamorfosearse en mariposas gigantes, con tres pares de alas formidables, añiles, maravillosas. Vuelan, revolotean alrededor de mi cadáver putrefacto. Son unas mariposas hermosas, tornasoladas, elegantes. Sus alas agitan el aire y producen música. Yo las he creado, son hijas mías, he sido capaz de engendrar algo bello, algo que todos admirarán. Soy el padre de media docena de mariposas gigantes.
El local, un bar, si se califica con extrema benevolencia, es lúgubre y desprende un olor mareante, el que envuelve a las putas que se acodan en la barra. Me agrada esta decadencia que lo contamina todo.
Cierro los ojos, soy el hombre que no deseo ser. No quiero verme reflejado en el espejo que tengo enfrente.
Nadie me ha oído quejarme, ni cuando mi madre se fugó con un rico banquero dejándome abandonado a los cuatro años; ni cuando mi padre, borracho de sufrimiento y güisqui, desfogaba su frustración en mí con su cinturón de cuero repujado y punta metálica. No me quejé cuando a causa de una paliza quedé cojo porque mi cadera se quebró. No osé quejarme cuando descubrí que el único sentimiento que despertaba en las mujeres era lástima, ni me quejaría luego, cuando mi vida, privado de cariño y de un trabajo digno, ¿quién iba a contratar a un minusválido que padecía terribles dolores en los huesos?, se convirtió en lo que es ahora. A oscuras sueño, mi mente vuela rauda por lejanos parajes, por otros mundos, pero con la luz la realidad se vuelve cruel e insoportable.
Soy un artista dotado de una aguda penetración, dibujo retratos de la gente que veo pasar, paisajes conocidos o inventados, siempre a carboncillo, sin una gota de color.
A veces la inspiración me llega como una especie de posesión incontrolable, y emborrono cualquier superficie susceptible de ser manchada por mi carbón: paredes, manteles, servilletas, camisas... Siento un latigazo en el espíritu que me insta a dibujar, a dibujar hasta que mi mano queda exhausta, y los dedos se agarrotan, y el alma se me queda seca.
Entonces bebo para recuperar mi equilibrio hídrico, copas y más copas de absenta, que le devuelven a mi vida una cualidad untuosa. Contemplo mi mano ennegrecida y me siento artista, sí artista, aunque mis obras sólo reflejen panorámicas del infierno visto desde mi rincón de marginado y esté casi siempre ebrio, de tanto en tanto, me siento artista.
El suelo se mueve con su oleaje incesante bajo mis pies. ¡Oh! Judith. Cuántas veces te he soñado compañera de viaje por este océano desolado. Cuántas veces he deseado admirar, tan sólo admirar, tu cuerpo desnudo, templo de belleza reservado para unos pocos, para aquellos que pueden comprarte. No sabes que te amo, tanto como para que me hiera de muerte ver cómo te dejas manosear ante mis ojos por viejos y jóvenes, por obreros y funcionarios.
Me ha faltado valor para confesarte mi afecto hasta hace un rato, estaba demasiado sereno para que tú lo interpretaras como una muestra de mi humor cáustico. Me has mirado a los ojos con dulzura y me has sonreído.
Ven conmigo. No puedo pagarte. Entonces, hazme un retrato. Y yo te he seguido con mi pierna rengueante y mi cuerpo tullido, igual que un perro vagabundo seguiría a los confines de la tierra al propietario de la mano que se ha atrevido a acariciarlo.
Judith. Me ha costado advertir que era un juego, que tus promesas ardientes y las partes de tu cuerpo que me ofrecías lasciva jamás serían para mí. Tenías que demostrarme que no soy un hombre, sólo, sólo soy un patético remedo de virilidad asida a una masa inerte.
Te has reído de mis lágrimas, te has burlado de mí, pobre diablo, rey de su infierno. Me has dejado tendido en esa cama testigo de mi humillación y ni te has dignado a acercarme el bastón. La puerta se ha cerrado tras de ti y yo he continuado llorando como un estúpido iluso. No esperaba mucho de ti, habría bastado un roce de tu piel para arrancarme del lodo.
Les has contado a todos mi vergüenza. He conseguido descender las escaleras que conducen a las habitaciones del primer piso para ser recibido por los aplausos y las risotadas de la clientela.
Ya no me queda dignidad ni orgullo, no has podido robarme nada porque nada tengo, salvo esta sed insaciable de inconsciencia. El quinto vaso entra dulcemente por mi boca y me produce una arcada de amargura. ¡Ah! Regreso a mis dominios, al negro infierno al que viajo confundiendo delirio y realidad.
Mi vientre se abomba, crece, crece, crece, revienta. He parido unas larvas monstruosas y enormes que reptan por mi cuerpo deforme y me devoran voraces. No noto sus dentelladas arrancándome pedazos de carne, pero sé que me consumen a grandes bocados, que lamen mis huesos convertidos en simple carroña. Luego las veo metamorfosearse en mariposas gigantes, con tres pares de alas formidables, añiles, maravillosas. Vuelan, revolotean alrededor de mi cadáver putrefacto. Son unas mariposas hermosas, tornasoladas, elegantes. Sus alas agitan el aire y producen música. Yo las he creado, son hijas mías, he sido capaz de engendrar algo bello, algo que todos admirarán. Soy el padre de media docena de mariposas gigantes.
0 comentarios