El hombre del traje azul
Sentada en un tren. Vuelvo a una casa que no sé si es la mía o un reducto de fantasmas. La mente alborotada por pensamientos dispares detiene su carrera cuando veo subir al hombre del traje azul. Se sienta casi frente a mí. Debe tener unos ochenta años. Le miro. Me mira. Nos miramos. La fugacidad de nuestras miradas esconde timidez o miedo. Me atrae. No puedo dejar de observarle sin que se dé cuenta. Pulcro. Correcto. Educado. Sus gafas me recuerdan a otras… Empiezo a ver a mi padre en aquel hombre sereno de gesto bondadoso. Poco a poco, la convivencia del viaje silencioso nos acerca. Nos permite mirarnos con más confianza. Siento algo especial. Ganas de llorar. De hablarle. De abrazarle. De refugiarme en él. Si fuera mi padre le diría todo lo que nunca podré decirle. Percibo algo intangible, una niebla invisible que avanza y nos acerca. Nos sonreímos con gesto amable, cómplice. A la memoria vuelven momentos deseados por compartir, anhelos irrealizables. Sueños. Realidad.
El tren se detiene. Barcelona. Allí compartimos escalera mecánica hasta llegar al andén. Yo llevo equipaje, él viaja con su sonrisa. Pase usted primero, me dice haciéndose a un lado para que avance con mi maleta. Su voz es cálida y afable. Se me antoja cariñosa.
Me voy sobrecogida. Sabiendo que algún día escribiré sobre el hombre del traje azul. Sobre el deseo de padre. Sobre la sensación de pérdida. Sobre confusión interior.
Quiero creer que es un ángel, sin creer en nada. Quiero pensar que ha vuelto para decirme lo que no tuvo tiempo o se arrepintió de callar. Quiero lo que nunca podré tener, un padre, con su traje azul.
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