El fin de la educación pública
Poco antes de fallecer, el historiador Tony Judt recordó la extraordinaria importancia que tiene el estado del bienestar para construir una sociedad viable y en paz. Él mismo se ponía de ejemplo. Gracias a la educación pública fue el primero de su familia que pudo estudiar en la elitista universidad de Cambridge. Historias semejantes, en las que alguien de clase obrera podía estudiar con hijos de aristócratas y de acaudalados hombres de negocios, debía suscitar una reacción en quienes consideran que el estado está al servicio de sus intereses y que hay que mantener las distancias entre los de arriba y los de abajo. Solo desde esta perspectiva pueden entenderse las políticas neoliberales que predominan en este momento y que resultan lesivas para todos.
De la misma forma que los bróker utilizan sofisticados sistemas de manipulación para obtener beneficio en sus inversiones a costa del empobrecimiento colectivo, quien determina hoy la política educativa europea, manipula el lenguaje a fin de lograr unos objetivos reales que se contradicen con las finalidades teóricas. Cuando se dice excelencia, se busca exclusividad. Cuando se pide austeridad, nos dicen empobrecimiento. En realidad, hay una estrategia global en la Unión Europea que busca erosionar a largo plazo la educación pública, el pilar fundamental en el que se sustenta el edificio de la sociedad del bienestar y el cuestionado valor de la igualdad. Ésta es una conclusión a la que no cuesta llegar después de que se celebrara recientemente en Londres la Conferencia Europea contra los planes de austeridad (Europe Against Austerity Campaign). Doscientas personas llegadas de todo el continente explicaron sus experiencias nacionales, que siguen un patrón común. Los ingleses hablaron de la obsesión por la autonomía, o lo que es más cierto, de la indiferencia por la educación, del falseamiento sistemático de los resultados educativos en las evaluaciones nacionales y del soporte político a las academias, lo que nosotros conocemos como escuelas concertadas, que buscan una pureza social y étnica en una sociedad desestructurada y multiétnica. Francia e Italia resumen su situación en una palabra clave: menos. Menos escuelas, menos docentes, menos salarios, menos perspectivas para los alumnos. Los representantes de Grecia enumeraron cuántas escuelas se han cerrado en los últimos tres años, cuánto ha bajado su poder adquisitivo, cuánto se ha elevado el número de suicidios. ¿Por qué? Todo ha sido para satisfacer a los banqueros europeos pagando una deuda que no han originado los servicios públicos, sino el fraude fiscal del empresariado griego, las rebajas impositivas a las clases altas y la codicia de los especuladores. Da pena decirlo, pero la contracción económica a la que están sometidos los griegos ya supera a la ocasionada por los nazis en la Segunda Guerra Mundial. De hecho, lo que ocurre en Europa es la guerra. Guerra contra el estado del bienestar.
¿Para qué tanto sacrificio? Tanto sufrimiento ha de tener una razón, una explicación. Conseguir un sistema privatizado donde solo las familias con recursos puedan llevar a sus hijos a la universidad y el resto tenga que endeudarse hasta la médula para alcanzar las mismas oportunidades, un sistema ya vigente en Estados Unidos e Inglaterra, donde los créditos financian el derecho fundamental a la enseñanza.
En España, si impera el modelo de Esperanza Aguirre, las familias pasarán de entramparse de por vida en la compra de una vivienda de precio abusivo a hacerlo para que sus hijos tengan una mínima oportunidad de salir adelante. Mientras, nuestra clase empresarial se frota las manos ante las nuevas oportunidades del mercado.
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