Ciudades
Toda ciudad, por pequeña que sea, se asemeja a una cebolla: incontables pieles superpuestas, a veces blanquecinas, otras oscuras pero generalmente traslúcidas o transparentes, ocultando un corazón que en sí no es nada, ni existe; unas capas más gruesas y bastas, en la periferia, en contacto con la húmeda y alimenticia tierra; otras finas, delicadas y refugiadas en su centro; ácida y dulzona al mismo tiempo, destinada a la más prosaica ensalada o al guiso más refinado. Según la habilidad del chef.
Toda ciudad encierra en su seno múltiples universos, sólo es preciso encontrarlos. Y nada hay más agradable que pasear una y mil veces por ella, por provinciana que sea, retorciendo el callejero, a distintas horas del día y en fechas diferentes, con cualquier motivo lúdico o guiado por el ocioso azar. Su gente, sus espacios, sus asuntos también se aglutinan y se confunden. Sólo hay que prestar atención. Y en ocasiones es bueno dejarse orientar y aprender de la sabiduría y las huellas de los que nos preceden.
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