De suicidas y suicidios
Con cierto soporte estadístico podemos afirmar que los climas fríos propician el suicidio y que en los lugares más cálidos hay propensión al homicidio y al asesinato.
En Escandinavia, por ejemplo, las largas noches y las horas que se pasa uno encerrado en casa debido a las bajas temperaturas, convidan a comerse el coco de mala manera, una discusión permanente con los porqués de la existencia, que, en el peor de los casos, conduce a pensar que la longevidad está de más. Algo que no ocurriría si suecos y noruegos dejasen de malgastar su vida en este tipo de actos deductivos.
En las regiones más meridionales, en cambio, la vida en la calle, la ausencia de ropa de abrigo y la desnudez de la piel proporcionan un contacto más visceral, una sociabilidad que se explota y, en ocasiones, estalla. Discutir, pelearse, es el pan nuestro de cada día, y cuando se traspasan los límites del entendimiento, hay individuos que optan por darle una guantada al prójimo, a ver si así le convencen.
Resumiendo, que cuando un islandés se entera de que su mujer le engaña o se sabe acorralado por la policía, opta por pegarse un tiro. Sin embargo, cuando un español o un italiano sabe que le han puesto los cuernos o pilla a alguien robando en su casa, cose a cuchilladas a su pareja, le rompe la cara a quien haga falta y sale pitando, que la ley facilita la impunidad.
En fin, un país con un mayor índice de suicidios que de asesinatos es periodísticamente más aburrido; también más civilizado. Obviamente, lo ideal sería que no muriese nadie, aunque, puestos a elegir, sería preferible cada vez que una mala bestia mata a su mujer y luego se suicida, escogiese primero el suicidio.
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