El espectáculo de la muerte
Hace unos años fuimos espectadores del fusilamiento encarnizado de Ceaucescu y ahora le ha tocado el turno a Saddam Hussein. La pena de muerte, que no es nunca un acto de justicia, sino la rendición a esa pulsión humana llamada venganza, continúa siendo un espectáculo.
En la Edad Media, la pena de muerte se aplicaba en lugares públicos y formaba parte de las distracciones ofrecidas por el señor feudal, unos siglos antes, los romanos habían llevado la pena capital al circo. Ahora estamos en el siglo XXI, pero con la ejecución televisada de Saddam, la civilización humana ha dado un paso atrás. Las cadenas televisivas del mundo entero han difundido las macabras imágenes y por Internet circulan vídeos grabados con teléfonos móviles que se recrean en la muerte y en el estado en que quedó el cadáver.
Estamos tan acostumbrados a contemplar todo tipo de sucesos cruentos y salvajes que ya no discriminamos la escena de una película de un hecho real. Tanto es así que en el estado norteamericano de Texas (conocido precisamente por su afición a la pena de muerte) un niño de diez años que había visto por televisión el ahorcamiento de Saddam fue a su habitación, ató el extremo de una cuerda a su litera y el otro a su cuello y saltó. El cuerpo del pequeño fue encontrado muerto, colgado, el día de fin de año. Quizás aquellas imágenes le impresionaron tanto como para imitarlas. Lamentablemente, este niño no parece ser la única víctima. Algo semejante ha pasado en Pakistán con un chaval de nueve años y con una niña de quince en la India. La pena de muerte no es sólo una barbaridad, también es la causa de más barbaridades.
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