La primera doctorada en España
Las mujeres solemos quejarnos del escaso número de féminas que ocupan cargos de relieve, en especial relacionados con la ciencia y los claustros universitarios. Pero el 2 de noviembre de 1784 ingresó en la Real Academia Española, como miembro numerario, una joven de diecisiete años de edad.
El conde de Floridablanca, ministro principal de Carlos III, quiso tener un rasgo de modernismo y renovación concediendo a María Isidra Quintina Guzmán y La Cerda, hija de los marqueses de Montealegre y condes de Oñate y Paredes, esta distinción, que desató algún que otro resentimiento y numerosas protestas. María Isidra destacaba por sus ganas de aprender, su portentosa memoria y su agudo juicio, cualidades que, llegando a conocimiento del rey, le valieron para ser convertida por éste en prototipo y modelo de imitación para las demás mujeres. Carlos III acudió a presidir el ingreso de la nueva académica y ella dijo, con sobrado motivo, en su discurso: “¿No ha sido necesario apurar toda la liberalidad de la Real Academia Española para elevar a un honor que es el más distinguido empleo y encumbrado premio de los esclarecidos literatos a una joven de diecisiete años que sólo ha conocido por sus nombres los gimnasios, las academias, los seminarios, ni ha tocado los umbrales del famoso Templo de Minerva, ni aún ha oído otra voz que la de un solo maestro?”
Al año siguiente, el 7 de mayo de 1785, y una vez superados con éxito los exámenes pertinentes, María Isidra recibiría el grado maestro y de doctor en Filosofía y Letras Humanas en la Universidad de Alcalá. Disertó sobre un punto de Menandro, glosando su frase: “No hay patrimonio más precioso que la sabiduría”, y la defensa de su tesis fue muy aplaudida, aunque hubo tres doctores en Teología que manifestaron su protesta por escrito.
Tuvo que pasar un siglo hasta que Martina Castell y Ballespí recibiera en Madrid el grado de doctora en Medicina, en 1882.
El conde de Floridablanca, ministro principal de Carlos III, quiso tener un rasgo de modernismo y renovación concediendo a María Isidra Quintina Guzmán y La Cerda, hija de los marqueses de Montealegre y condes de Oñate y Paredes, esta distinción, que desató algún que otro resentimiento y numerosas protestas. María Isidra destacaba por sus ganas de aprender, su portentosa memoria y su agudo juicio, cualidades que, llegando a conocimiento del rey, le valieron para ser convertida por éste en prototipo y modelo de imitación para las demás mujeres. Carlos III acudió a presidir el ingreso de la nueva académica y ella dijo, con sobrado motivo, en su discurso: “¿No ha sido necesario apurar toda la liberalidad de la Real Academia Española para elevar a un honor que es el más distinguido empleo y encumbrado premio de los esclarecidos literatos a una joven de diecisiete años que sólo ha conocido por sus nombres los gimnasios, las academias, los seminarios, ni ha tocado los umbrales del famoso Templo de Minerva, ni aún ha oído otra voz que la de un solo maestro?”
Al año siguiente, el 7 de mayo de 1785, y una vez superados con éxito los exámenes pertinentes, María Isidra recibiría el grado maestro y de doctor en Filosofía y Letras Humanas en la Universidad de Alcalá. Disertó sobre un punto de Menandro, glosando su frase: “No hay patrimonio más precioso que la sabiduría”, y la defensa de su tesis fue muy aplaudida, aunque hubo tres doctores en Teología que manifestaron su protesta por escrito.
Tuvo que pasar un siglo hasta que Martina Castell y Ballespí recibiera en Madrid el grado de doctora en Medicina, en 1882.
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