Jeroglíficos
Jeroglífico: vocablo griego formado por hieros (sagrado) y gluphein (grabar).
Trasladémonos a Rosetta, en Egipto, al mes de agosto de 1799. Bouchard, oficial de ingenieros del cuerpo expedicionario del general Bonaparte, desentierra en esta ciudad una piedra cubierta de inscripciones. Aunque el valeroso soldado fue incapaz de descifrar los textos que contenía un decreto redactado por los sacerdotes en honor del rey Ptolomeo V, datado el año 196 a.C., los eruditos constataron la presencia de tres antiguos sistemas de escritura: el griego, el demótico utilizado en el Egipto de las postrimerías- y el jeroglífico.
Inmediatamente surgió una hipótesis tentadora: ¿sería el mismo texto redactado en tres escrituras diferentes? En otras palabras, ¿se estaba ante la traducción griega de un texto escrito en jeroglíficos que, tras catorce siglos de silencio, finalmente permitiría encontrar la clave de su descifrado?
En efecto, desde la conquista árabe del siglo VII d. C., la escritura jeroglífica era una gran muda. Ya nadie sabía leer aquellos signos extraños que se consideraban mágicos; en ellos se encontraban, según los antiguos, los secretos de los sacerdotes.
En el siglo I d.C., Filón el Judío escribió: Los discursos de los egipcios proporcionan una filosofía que se expresa por medio de símbolos, filosofía que revelan en las letras llamadas sagradas. Dos siglos después, en el III d.C., el filósofo Plotino resaltaba: Los sabios de Egipto daban prueba de una ciencia consumada empleando signos simbólicos por medio de los cuales, en cierto sentido, designaban intuitivamente, sin necesidad de recurrir a la palabra Así pues, cada jeroglífico consistía en una especie de ciencia o de sabiduría. Opiniones nada despreciables puesto que estos dos pensadores frecuentaban con asiduidad la biblioteca de Alejandría y posiblemente aún eran capaces de leer los jeroglíficos. ¿Acaso no se afirmó que el gran Homero prefería esta lengua a cualquier otra?
Los primeros cristianos y algunos padres de la Iglesia todavía testimonian una admiración por los jeroglíficos; después, en el año 639, con la invasión árabe, una noche espesa cae sobre la tierra de los faraones. El cambio de lengua, de religión, de costumbres, la modificación de las maneras de pensar, son el resultado de la creación de un estado musulmán, de valores radicalmente opuestos a los de la antigua civilización egipcia.
¿Subsistió una tradición oral que permitió a unos pocos la lectura de jeroglíficos? Es probable, pero no existen pruebas de ello. En cualquier caso, el capitán Bouchard, aunque fuese de ingenieros, no fue capaz de leer la piedra Rosetta. Tampoco los sabios de la expedición tuvieron éxito en esta empresa.
No obstante, Francia acababa de descubrir el eslabón perdido, y todas las esperanzas estaban permitidas. La alegría duró poco pues la expedición de Bonaparte, como es sabido, acabó en desastre militar después de que el general abandonase a sus hombres. Los británicos aprovecharon la ocasión para apoderarse de Egipto, y de la piedra Rosetta, que fue trasladada a Londres, al Museo Británico, donde reina, acompañada de la siguiente inscripción: Conquered by the Brithis Armies (Conquistada por el Ejército Británico). Pero no todo se había perdido, pues se hicieron copias que eran estudiadas por unos cuantos investigadores.
En aquellos inicios del siglo XIX fueron bastante numerosas las tentativas para descifrar los jeroglíficos. Tras el fracaso, a mediados del siglo XVIII, de Kircher, un jesuita alemán que pensaba que todos los jeroglíficos eran símbolos sin lectura fonética, muchos estaban convencidos de que los signos serían un enigma para siempre. Posteriormente renació la curiosidad; gracias a la piedra Rosetta se desbordó la imaginación de algunos eruditos, en particular la del inglés Young, que logró descifrar algunos signos, aunque después topó con obstáculos insuperables. Entre los conquistadores de lo imposible destacó un francés, Jean-François Champollion.
Champollion, nacido el 23 de diciembre de 1790 en Figeac, se retrató a sí mismo en una de sus cartas: Soy todo para Egipto, y él es todo para mí. Hombre predestinado, superdotado, envidiado y detestado por la mayoría de las autoridades científicas de su tiempo, trabajador incansable, dedicó toda su vida a una extraordinaria misión: encontrar la clave de la lectura de los jeroglíficos y resucitarlos. Desde su infancia se entregó al estudio de varias lenguas muertas e incluso intentó aprender chino y persa. Pero su salud era mala, iba detrás del dinero y de un cargo oficial, y no tenía a su disposición los documentos originales que poseían algunos de sus rivales, incapaces de hacer uso de ellos. Los momentos de desesperación abundaban; Champollion no lograba descifrar sus jeroglíficos
París, 14 de septiembre de 1822. En el Instituto de Francia, el hermano de Champollion trabaja en su despacho, es otra jornada como las otras, gris y monótona. De improviso se abre la puerta. Jean-François Champollion entra completamente exaltado y grita: ¡Lo tengo! Acto seguido, se desmaya. La emoción ha sido tan intensa que permanece alterado varios días. Lejos de este mundo, se prepara para descifrar varios milenios de historia y civilización. Incluso hoy, uno se queda confundido y admirado ante la magnitud del descubrimiento. En la época de los ordenadores, escrituras mucho más sencillas que la jeroglífica continúan siendo indescifrables. Y es un solo cerebro humano el que logra descubrir el velo en el curso de una fulgurante intuición que sigue siendo un enigma.
Antes de Champollion existían dos teorías. Según la primera, los jeroglíficos no eran ni sonidos ni letras como los de nuestro alfabeto, sino símbolos e imágenes. Por ejemplo, un pato es un pato y, tal vez, simboliza otra cosa, pero ¿qué? Con arreglo a la segunda teoría, cada jeroglífico es un sonido a una letra. Por ejemplo, un pato sería una A, una B o una C, pero ¿cómo hallar el equivalente fonético correcto? Tomadas aisladamente, ninguna de las dos teorías era exacta: había que unirlas y superarlas. Es lo que resume Champollion en su carta al barón Dacier: Es un sistema complejo, una escritura a la vez figurativa, simbólica y fonética en un mismo texto, en una misma frase, casi diría en la misma palabra. Efectivamente, el sistema jeroglífico es figurativo, simbólico y fonético en una misma palabra.
No cuesta imaginar la alegría de Champollion durante su único viaje a Egipto, cuando al leer los auténticos monumentos constató la exactitud de su descubrimiento. Champollion, autor de una gramática, un diccionario y un estudio sobre los dioses de Egipto, murió agotado el 4 de marzo de 1832. Jamás se ensalzará lo suficiente el talento de este genio sin el cual el Egipto faraónico habría desaparecido para siempre, él resucitó la sabiduría de una civilización y pocos hombres han logrado una hazaña semejante.
Trasladémonos a Rosetta, en Egipto, al mes de agosto de 1799. Bouchard, oficial de ingenieros del cuerpo expedicionario del general Bonaparte, desentierra en esta ciudad una piedra cubierta de inscripciones. Aunque el valeroso soldado fue incapaz de descifrar los textos que contenía un decreto redactado por los sacerdotes en honor del rey Ptolomeo V, datado el año 196 a.C., los eruditos constataron la presencia de tres antiguos sistemas de escritura: el griego, el demótico utilizado en el Egipto de las postrimerías- y el jeroglífico.
Inmediatamente surgió una hipótesis tentadora: ¿sería el mismo texto redactado en tres escrituras diferentes? En otras palabras, ¿se estaba ante la traducción griega de un texto escrito en jeroglíficos que, tras catorce siglos de silencio, finalmente permitiría encontrar la clave de su descifrado?
En efecto, desde la conquista árabe del siglo VII d. C., la escritura jeroglífica era una gran muda. Ya nadie sabía leer aquellos signos extraños que se consideraban mágicos; en ellos se encontraban, según los antiguos, los secretos de los sacerdotes.
En el siglo I d.C., Filón el Judío escribió: Los discursos de los egipcios proporcionan una filosofía que se expresa por medio de símbolos, filosofía que revelan en las letras llamadas sagradas. Dos siglos después, en el III d.C., el filósofo Plotino resaltaba: Los sabios de Egipto daban prueba de una ciencia consumada empleando signos simbólicos por medio de los cuales, en cierto sentido, designaban intuitivamente, sin necesidad de recurrir a la palabra Así pues, cada jeroglífico consistía en una especie de ciencia o de sabiduría. Opiniones nada despreciables puesto que estos dos pensadores frecuentaban con asiduidad la biblioteca de Alejandría y posiblemente aún eran capaces de leer los jeroglíficos. ¿Acaso no se afirmó que el gran Homero prefería esta lengua a cualquier otra?
Los primeros cristianos y algunos padres de la Iglesia todavía testimonian una admiración por los jeroglíficos; después, en el año 639, con la invasión árabe, una noche espesa cae sobre la tierra de los faraones. El cambio de lengua, de religión, de costumbres, la modificación de las maneras de pensar, son el resultado de la creación de un estado musulmán, de valores radicalmente opuestos a los de la antigua civilización egipcia.
¿Subsistió una tradición oral que permitió a unos pocos la lectura de jeroglíficos? Es probable, pero no existen pruebas de ello. En cualquier caso, el capitán Bouchard, aunque fuese de ingenieros, no fue capaz de leer la piedra Rosetta. Tampoco los sabios de la expedición tuvieron éxito en esta empresa.
No obstante, Francia acababa de descubrir el eslabón perdido, y todas las esperanzas estaban permitidas. La alegría duró poco pues la expedición de Bonaparte, como es sabido, acabó en desastre militar después de que el general abandonase a sus hombres. Los británicos aprovecharon la ocasión para apoderarse de Egipto, y de la piedra Rosetta, que fue trasladada a Londres, al Museo Británico, donde reina, acompañada de la siguiente inscripción: Conquered by the Brithis Armies (Conquistada por el Ejército Británico). Pero no todo se había perdido, pues se hicieron copias que eran estudiadas por unos cuantos investigadores.
En aquellos inicios del siglo XIX fueron bastante numerosas las tentativas para descifrar los jeroglíficos. Tras el fracaso, a mediados del siglo XVIII, de Kircher, un jesuita alemán que pensaba que todos los jeroglíficos eran símbolos sin lectura fonética, muchos estaban convencidos de que los signos serían un enigma para siempre. Posteriormente renació la curiosidad; gracias a la piedra Rosetta se desbordó la imaginación de algunos eruditos, en particular la del inglés Young, que logró descifrar algunos signos, aunque después topó con obstáculos insuperables. Entre los conquistadores de lo imposible destacó un francés, Jean-François Champollion.
Champollion, nacido el 23 de diciembre de 1790 en Figeac, se retrató a sí mismo en una de sus cartas: Soy todo para Egipto, y él es todo para mí. Hombre predestinado, superdotado, envidiado y detestado por la mayoría de las autoridades científicas de su tiempo, trabajador incansable, dedicó toda su vida a una extraordinaria misión: encontrar la clave de la lectura de los jeroglíficos y resucitarlos. Desde su infancia se entregó al estudio de varias lenguas muertas e incluso intentó aprender chino y persa. Pero su salud era mala, iba detrás del dinero y de un cargo oficial, y no tenía a su disposición los documentos originales que poseían algunos de sus rivales, incapaces de hacer uso de ellos. Los momentos de desesperación abundaban; Champollion no lograba descifrar sus jeroglíficos
París, 14 de septiembre de 1822. En el Instituto de Francia, el hermano de Champollion trabaja en su despacho, es otra jornada como las otras, gris y monótona. De improviso se abre la puerta. Jean-François Champollion entra completamente exaltado y grita: ¡Lo tengo! Acto seguido, se desmaya. La emoción ha sido tan intensa que permanece alterado varios días. Lejos de este mundo, se prepara para descifrar varios milenios de historia y civilización. Incluso hoy, uno se queda confundido y admirado ante la magnitud del descubrimiento. En la época de los ordenadores, escrituras mucho más sencillas que la jeroglífica continúan siendo indescifrables. Y es un solo cerebro humano el que logra descubrir el velo en el curso de una fulgurante intuición que sigue siendo un enigma.
Antes de Champollion existían dos teorías. Según la primera, los jeroglíficos no eran ni sonidos ni letras como los de nuestro alfabeto, sino símbolos e imágenes. Por ejemplo, un pato es un pato y, tal vez, simboliza otra cosa, pero ¿qué? Con arreglo a la segunda teoría, cada jeroglífico es un sonido a una letra. Por ejemplo, un pato sería una A, una B o una C, pero ¿cómo hallar el equivalente fonético correcto? Tomadas aisladamente, ninguna de las dos teorías era exacta: había que unirlas y superarlas. Es lo que resume Champollion en su carta al barón Dacier: Es un sistema complejo, una escritura a la vez figurativa, simbólica y fonética en un mismo texto, en una misma frase, casi diría en la misma palabra. Efectivamente, el sistema jeroglífico es figurativo, simbólico y fonético en una misma palabra.
No cuesta imaginar la alegría de Champollion durante su único viaje a Egipto, cuando al leer los auténticos monumentos constató la exactitud de su descubrimiento. Champollion, autor de una gramática, un diccionario y un estudio sobre los dioses de Egipto, murió agotado el 4 de marzo de 1832. Jamás se ensalzará lo suficiente el talento de este genio sin el cual el Egipto faraónico habría desaparecido para siempre, él resucitó la sabiduría de una civilización y pocos hombres han logrado una hazaña semejante.
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