Karoshi
En Japón existe una palabra para definir el exceso de trabajo: karoshi. En el año 2000 la empresa Deutsu, primera firma publicitaria del país nipón, pagó una indemnización de casi 1.300.000 euros a la familia de Ichiro Oshima, un empleado de 24 años que se ahorcó en el baño de su casa por no poder soportar un ritmo laboral frenético durante 80 horas a la semana.
La palabra trabajo procede de la latina tripalium, que nombraba a un instrumento de tortura compuesto por tres estacas. Si en la Edad Media el trabajo era algo deleznable, reservado en exclusiva a las clases sociales más bajas, la reforma protestante del siglo XVI consideró que el trabajo dignificaba al hombre y ahora, la maldición bíblica de ganarse el pan con el sudor de la frente, se ha convertido en una forma más de esclavitud. Largas jornadas laborales adobadas con dosis de estrés superlativo rompen el equilibrio entre trabajo y vida personal a millones de trabajadores en los países desarrollados. La vida familiar se resiente porque se pasan más horas en la empresa que en casa, también la salud física y mental se ve afectada.
Según datos de la Unión Europea, padecen estrés laboral el 28% de los trabajadores y dicho estrés es el causante del 50% de las bajas laborales, originando unas pérdidas anuales de 20.000 millones de euros. Cansancio, jaqueca, dolor de estómago, insomnio, palpitaciones, depresión, irritabilidad, fallos en la memoria, incapacidad para concentrarse, ansiedad, trastornos cardiovasculares... Habitualmente lo llamados estar quemado, pero en realidad son los síntomas de que el trabajo nos está matando. Nos hallamos inmersos en un círculo vicioso destructivo. Nuestra sociedad sobrevalora el estatus que otorga el dinero, para ganar más, hay que trabajar más, la exigencia de tener una casa, un coche, unas vacaciones de lujo, determinados objetos símbolo de prestigio... nos convierte en esclavos del vil metal y reduce nuestra vida a una laboriosidad incesante con la que pretendemos disfrutar de lo mejor. No nos damos cuenta de que la contrapartida tiene unas consecuencias tan nefastas que hace que el esfuerzo no merezca la pena.
La palabra trabajo procede de la latina tripalium, que nombraba a un instrumento de tortura compuesto por tres estacas. Si en la Edad Media el trabajo era algo deleznable, reservado en exclusiva a las clases sociales más bajas, la reforma protestante del siglo XVI consideró que el trabajo dignificaba al hombre y ahora, la maldición bíblica de ganarse el pan con el sudor de la frente, se ha convertido en una forma más de esclavitud. Largas jornadas laborales adobadas con dosis de estrés superlativo rompen el equilibrio entre trabajo y vida personal a millones de trabajadores en los países desarrollados. La vida familiar se resiente porque se pasan más horas en la empresa que en casa, también la salud física y mental se ve afectada.
Según datos de la Unión Europea, padecen estrés laboral el 28% de los trabajadores y dicho estrés es el causante del 50% de las bajas laborales, originando unas pérdidas anuales de 20.000 millones de euros. Cansancio, jaqueca, dolor de estómago, insomnio, palpitaciones, depresión, irritabilidad, fallos en la memoria, incapacidad para concentrarse, ansiedad, trastornos cardiovasculares... Habitualmente lo llamados estar quemado, pero en realidad son los síntomas de que el trabajo nos está matando. Nos hallamos inmersos en un círculo vicioso destructivo. Nuestra sociedad sobrevalora el estatus que otorga el dinero, para ganar más, hay que trabajar más, la exigencia de tener una casa, un coche, unas vacaciones de lujo, determinados objetos símbolo de prestigio... nos convierte en esclavos del vil metal y reduce nuestra vida a una laboriosidad incesante con la que pretendemos disfrutar de lo mejor. No nos damos cuenta de que la contrapartida tiene unas consecuencias tan nefastas que hace que el esfuerzo no merezca la pena.
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