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Cierzo

¿La fe produce felicidad?

¿La fe produce felicidad? De mis lecturas bíblicas conservo el recuerdo de algunas frases que el evangelio atribuye a Jesucristo y que vosotros habréis escuchado alguna vez. Cito de memoria, pero el sentido de las palabras creo que es exacto. No se oculta una buena noticia sobre el celemín, sino que se pone como un candelero para que alegre a toda la casa. Guardaos de los profetas de calamidades, que vienen a vosotros como lobos vestidos de ovejas, como aguafiestas disfrazados de predicadores. ¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe? Quiero que tengáis en vosotros mi propio gozo y que vuestro gozo sea completo. Si sonreís sólo a los que os sonríen, ¿qué mérito tenéis?, ¿no hacen lo mismo los paganos? No atesoréis motivos de alegría que la carcoma del tiempo echa a perder y los envidiosos podrían desbaratar; atesorad, en cambio, gozo para el cielo; donde está tu gozo allí está tu corazón. Vosotros sois la alegría del mundo, pero si la alegría se pone triste, ¿con qué la alegrarán? Esto os mando, que os alegréis los unos a los otros.

Sinceramente, queridos amigos, ¿a vosotros os parece que los creyentes son más felices que los que no creen? Ya sé que dicho así apenas tiene sentido, sería como preguntar si son más felices los dentistas, o los barítonos, o los domiciliados en la acera de los pares. Lo que pregunto es si los cristianos viven su religión como una religión de alegría. El mayor reproche que les hacía Nietzsche era no tener aspecto de ser felices. Hay en Roma un organismo oficial para la defensa de la fe, destinado a vigilar la ortodoxia. Pienso que hace tiempo deberían haber creado otro instituto para la defensa de la esperanza: el desaliento y la amargura son la peor de las herejías. Junto con las herejías del pensamiento, de fácil formulación, como aquella que sostiene que el Espíritu Santo procede sólo del Padre y no del Hijo, existen otras más difusas, más inconcretas, herejías digamos del sentimiento, la sensación dominante, verbigracia, de que la religión es algo sombrío y funesto, neurotizante, frustrante. ¿Acaso no atañe esto directamente a la ortodoxia?

La mayoría de los cristianos, en mi opinión, no viven su fe como fuente de alegría. Sin embargo, ¿la culpa es siempre suya? No sé qué pensaréis vosotros al respecto, pero por mi parte puedo deciros una cosa: cuando oigo a los curas hablar del sufrimiento, de la desgracia y el sacrificio, los encuentro bastante elocuentes. En cambio, en las contadísimas ocasiones en las que les he oído hablar sobre la felicidad o el gozo carecían de toda fuerza de persuasión. ¿Por qué? No creo que sea sólo por la especial dificultad del tema, dificultad extensiva también a las artes plásticas; basta recordar las dos cabezas que esculpió Bernini, la del réprobo doliente, tan impresionante, y la del bienaventurado feliz, tan tópica, tan inexpresiva. Tiene que haber otras causas. Seguramente existen predicadores que, en su deseo de reclutar adeptos, omiten toda alusión al sacrificio y a la renuncia, o suscitan unas vanas esperanzas anunciando por su cuenta un éxito o una satisfacción que nunca llegará, pero hay otros que son los culpables de una tergiversación peor: las promesas de felicidad que hizo Dios, cuando las exponen ellos, resultan tan poco convincentes que parecen falsas. Sería menester, supongo, todo un organismo oficial para defender la alegría cristiana contra unos y contra otros, contra los incendios y contra las inundaciones causadas por los bomberos.

Valdría la pena hacer una encuesta entre los creyentes preguntándoles qué concepto tienen de Dios, cómo se lo imaginan. Como un juez implacable, como el Altísimo o inaccesible, como un ojo que todo lo escudriña, como un soberano universal o ingeniero del mundo, como un benefactor omnipotente pero arbitrario, como Motor Inmóvil, como guardián celosísimo, etc. Frente a este Dios, la reacción más natural suele ser siempre el temor, el deseo de fuga. Sin embargo, acto seguido, la recomendación más lógica y a la vez más inesperada sería aquella que daba San Agustín: "¿Quieres huir de Dios? Huye a Dios".

De niña, yo comprendía muy bien el miedo inicial de los gorriones al espantapájaros, pero no comprendía cómo ese miedo puede prolongarse más allá de un tiempo prudencial. Al principio se asustan y escapan, y es natural que sea así. Pero después de algunos días deberían saber ya que ese palitroque con chaqueta es completamente inofensivo. Y luego habría una tercera fase, cuando por fin cayesen en la cuenta de que un espantapájaros resulta el mejor señalizador de los lugares donde encontrar alimento. La verdad, no entiendo cómo los gorriones no han llegado aún a una deducción semejante y cómo ésta no pertenece ya a la memoria genética de la especie. Tal vez sea menester que pasen algunos milenios. Pero ¿acaso los hombres somos más perspicaces?, ¿acaso las generaciones humanas han logrado a través de los siglos difundir una noción más aceptable de Dios?

Péguy no salía de su asombro ante la poca confianza que los hombres tienen en su Señor. Veía que son capaces de practicar la caridad y el desprendimiento, incluso son capaces de realizar por Dios algunos actos heroicos, pero en cambio no aciertan a confiar suficientemente en Él. Tras un día de trabajo agotador, se acuestan y no pueden dormir, porque no paran de darle vueltas a la cabeza a sus miserables preocupaciones, lo mismo que un puñado de pepitas en una calabaza vacía. "No me gusta la gente que no duerme" dice el Señor Dios. "Trabajar bien y dormir mal es peor que trabajar mal y dormir bien, porque la pereza es un pecado menos grave que la falta de confianza en Mí".

Se trata, pues, de confiar en Dios, de creer en su amor. Está bien que el hombre reconozca humildemente: "No soy digno del amor de Dios". Pero ésta no es la cuestión. La cuestión es darse cuenta de que tal amor, un amor inmerecido, gratuito e incondicional, ese amor sí es digno de Dios. Porque si Dios sólo amase a los que son dignos de su amor, ¿qué mérito tendría?, ¿no hacen lo mismo los paganos?

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