El lenguaje de la mentira
Umberto Eco, el reconocido novelista y semiótico italiano, afirma que las lenguas son el único sistema semiótico que hacen posible la mentira.
Esta teoría queda respaldada por un experimento llevado a cabo en los Estados Unidos. En un centro de estudio de primates se realizaba a diario la siguiente prueba: una investigadora se acercaba a la jaula de un chimpancé con una golosina y dos vasos opacos, cubría el caramelo con uno de los vasos y a continuación el chimpancé señalaba dónde estaba oculto, entonces la investigadora levantaba el vaso y le ofrecía la golosina al chimpancé. En cada experimento el caramelo cambiaba de lugar y el chimpancé acertaba siempre a encontrarlo. Un día realizó el experimento otro investigador, siguió el proceso acostumbrado y cuando el mono señaló el vaso que guardaba el caramelo, el investigador levantó el vaso, cogió la golosina y se la comió. Naturalmente el chimpancé se enfadó mucho. Al día siguiente volvió el mismo investigador a realizar la prueba, escondió el caramelo en el vaso de la izquierda y el mono indicó el de la derecha, el que no tenía caramelo.
Además de demostrar que los hombres no son los únicos animales inteligentes que existen, la prueba demostró que quizá las especies avanzadas son capaces de mentir y que la mentira no es exclusiva de los humanos. Yo me atrevo a decir que el chimpancé del experimento aprendió a mentir porque había sido engañado, que en su hábitat natural nunca habría desarrollado esta habilidad. Doy por buena la tesis de Eco. Pero me pregunto ahora, ¿de dónde proviene nuestra capacidad de mentir? ¿Es un acto extralingüístico que depende del carácter pícaro o maligno de los humanos en este caso las lenguas serían absueltas de toda culpa ya que seríamos nosotros los que haríamos un mal uso de ellas? ¿Mentimos porque en nuestra naturaleza existe un punto de maldad o porque la lengua nos lo permite? Esta segunda forma de ver la cuestión inculparía directamente a las lenguas.
La solución al dilema no es sencilla, ya que no podemos desvincular la lengua de las personas. la lengua y las personas estamos unidos por un vínculo, la pareja que formamos, hablante-lengua, no se puede disociar. Como hablantes y como personas podemos pensar y a la vez decir sentidos sin referencia. Siendo turistas perdidos en una ciudad extraña podemos solicitar la ayuda de algún vecino del lugar para que nos indique cómo se llega a ese monumento que tenemos interés en visitar. Él nos dará una serie de instrucciones concretas que tendrán sentido, pero es posible que la intención aviesa de ese individuo en vez de conducirnos al monumento en cuestión nos lleve al zoológico o a la oficina de Correos. Estas construcciones, en las que separamos el sentido de la referencia, son precisamente una de las peculiaridades de nuestro sistema semiótico, un sistema sin parangón en el reino animal.
Puedo decir que soy quien no soy, que me inventé una identidad falsa hecha a la medida de mi conveniencia, puedo construir con palabras un mundo irreal, que nadie verá nunca porque sólo existe en mi imaginación. Nada será auténtico, pero mi identidad y mi mundo se sustentan sobre una base consistente desde un punto de vista lingüístico y mental. Además del sentido sin referencia, sabemos que todavía disponemos de más recursos. La asemanticidad, la vaguedad, la polivalencia, la ambigüedad. De manera que somos unos auténticos expertos en la fabricación de mentiras. Mentimos para convencer, para influir, para ocultar, para engañar, para salvarnos, para acusar, para vender, para fastidiar... Mentiras y más mentiras. Y aún nos queda otro recurso, un poco paradójico, porque el uso de una lengua convive también con el silencio, con las medias verdades y la información que se oculta.
¿Cómo sería un mundo sin mentiras? ¿Cómo nos convencería la publicidad, la prensa, los políticos?
Esta teoría queda respaldada por un experimento llevado a cabo en los Estados Unidos. En un centro de estudio de primates se realizaba a diario la siguiente prueba: una investigadora se acercaba a la jaula de un chimpancé con una golosina y dos vasos opacos, cubría el caramelo con uno de los vasos y a continuación el chimpancé señalaba dónde estaba oculto, entonces la investigadora levantaba el vaso y le ofrecía la golosina al chimpancé. En cada experimento el caramelo cambiaba de lugar y el chimpancé acertaba siempre a encontrarlo. Un día realizó el experimento otro investigador, siguió el proceso acostumbrado y cuando el mono señaló el vaso que guardaba el caramelo, el investigador levantó el vaso, cogió la golosina y se la comió. Naturalmente el chimpancé se enfadó mucho. Al día siguiente volvió el mismo investigador a realizar la prueba, escondió el caramelo en el vaso de la izquierda y el mono indicó el de la derecha, el que no tenía caramelo.
Además de demostrar que los hombres no son los únicos animales inteligentes que existen, la prueba demostró que quizá las especies avanzadas son capaces de mentir y que la mentira no es exclusiva de los humanos. Yo me atrevo a decir que el chimpancé del experimento aprendió a mentir porque había sido engañado, que en su hábitat natural nunca habría desarrollado esta habilidad. Doy por buena la tesis de Eco. Pero me pregunto ahora, ¿de dónde proviene nuestra capacidad de mentir? ¿Es un acto extralingüístico que depende del carácter pícaro o maligno de los humanos en este caso las lenguas serían absueltas de toda culpa ya que seríamos nosotros los que haríamos un mal uso de ellas? ¿Mentimos porque en nuestra naturaleza existe un punto de maldad o porque la lengua nos lo permite? Esta segunda forma de ver la cuestión inculparía directamente a las lenguas.
La solución al dilema no es sencilla, ya que no podemos desvincular la lengua de las personas. la lengua y las personas estamos unidos por un vínculo, la pareja que formamos, hablante-lengua, no se puede disociar. Como hablantes y como personas podemos pensar y a la vez decir sentidos sin referencia. Siendo turistas perdidos en una ciudad extraña podemos solicitar la ayuda de algún vecino del lugar para que nos indique cómo se llega a ese monumento que tenemos interés en visitar. Él nos dará una serie de instrucciones concretas que tendrán sentido, pero es posible que la intención aviesa de ese individuo en vez de conducirnos al monumento en cuestión nos lleve al zoológico o a la oficina de Correos. Estas construcciones, en las que separamos el sentido de la referencia, son precisamente una de las peculiaridades de nuestro sistema semiótico, un sistema sin parangón en el reino animal.
Puedo decir que soy quien no soy, que me inventé una identidad falsa hecha a la medida de mi conveniencia, puedo construir con palabras un mundo irreal, que nadie verá nunca porque sólo existe en mi imaginación. Nada será auténtico, pero mi identidad y mi mundo se sustentan sobre una base consistente desde un punto de vista lingüístico y mental. Además del sentido sin referencia, sabemos que todavía disponemos de más recursos. La asemanticidad, la vaguedad, la polivalencia, la ambigüedad. De manera que somos unos auténticos expertos en la fabricación de mentiras. Mentimos para convencer, para influir, para ocultar, para engañar, para salvarnos, para acusar, para vender, para fastidiar... Mentiras y más mentiras. Y aún nos queda otro recurso, un poco paradójico, porque el uso de una lengua convive también con el silencio, con las medias verdades y la información que se oculta.
¿Cómo sería un mundo sin mentiras? ¿Cómo nos convencería la publicidad, la prensa, los políticos?
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