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Cierzo

Lo que soy

Lo que soy El olor es nauseabundo y me provoca el vómito, huele a carne quemada. Un compañero de mi comando yace esparcido por el asfalto, el brazo derecho sobre el contenedor de basura, otro trozo uniformado sangra en la acera. Cierro los ojos, estoy extenuado, el fusil pesa hoy más que nunca.

Vuelvo a vomitar: bilis, dolor. La mujer embarazada se desangra delante de mi vista, casi no se le ve el hueco que la bala ha dejado en su cabeza. No puedo más. ¿Estaré muerto yo también? No consigo moverme en este escondrijo, el miedo me paraliza. He descubierto al francotirador. Sabe que estoy aquí, oculto en el portal de una casa en ruinas. Calculo mis posibilidades: cincuenta por ciento de escapar, cincuenta por ciento de que me mate. Es un porcentaje esperanzador, pero irreal. Él es un mercenario, tiene nervios templados, un arma precisa, paciencia y nada que perder. Yo fui reclutado a la fuerza, tengo familia, dos niñas, a una de ellas ni siquiera la conozco, nació hace un mes.

No estoy hecho de madera de héroe. No conozco a ningún héroe. Supongo que su sangre es roja, como la de los demás. Igual que la de los pobres hombres que he visto morir, miserables, desvalidos y solos.

Cuesta creer que exista otra vida fuera de este lugar, lejos de la locura y la barbarie de esta guerra inútil, como lo son todas.

Hemos sufrido una emboscada, no vendrán refuerzos, no recibiré ayuda. Estoy solo. Cae la tarde y el cielo se vuelve de un color parduzco. El corazón me late deprisa, he de hacer algo y no puedo pensar.

Los recuerdos me llegan como ráfagas de tiros. El primer muerto, un muchacho rubio con su uniforme de campaña recién estrenado. El primer asesinato, un sargento enemigo, veo su cara a todas horas, no hay manera de olvidar. La chica violada por diecisiete soldados, el anciano destrozado junto al cuerpo menudo de un niño que llora. Cuánto sufrimiento para nada.

No distingo al francotirador, es igual, seguirá apostado, vigilante. Tarde o temprano uno de los dos tendrá que hacer un movimiento, uno de los dos morirá. El estómago se me resiente después de meses comiendo basura, bebiendo agua putrefacta, ayunando. ¿Qué clase de vida es ésta? A veces olvido, a veces se me olvidan las minas, el ruido ensordecedor de la batalla, el agotamiento, los gritos, los ataques por sorpresa, la sangre, el miedo constante, el olor a muerte. A veces siento ganas de morir porque sé que no podré escapar nunca de la guerra y su recuerdo.

Fuerza y valor es la divisa de mi batallón, y a mí no me queda ya ni fuerza ni valor. La sangre de mis compañeros ha salpicado mis botas, mi camisa, mis manos y hasta mi alma. Que se joda la patria, que se joda la causa, que se joda el mundo entero que contempla esta contienda desde el televisor sin haber perdido la dignidad y el respeto a sí mismo. Alguien debería contar la verdad de esta mierda. Para el Gobierno sólo somos los números de una placa, un cadáver más en otro ataúd.

Me avergüenzo de lo que he hecho, soy un asesino, he matado bajo la impunidad que me da este uniforme. Antes creía que estaba cumpliendo con mi deber y deseaba sobrevivir, ahora esto me parece un error espantoso.

Me pongo en pie y me acerco al boquete de lo que fue una puerta. Camino un paso, dos... Una bala silba cortando el aire. Sólo escucho el eco de mi grito.

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