La figura de la prostituta
La figura de la prostituta bien pudo aparecer en la Prehistoria. Cuando el hombre descubre su participación, con el acto sexual, en el nacimiento de los hijos. Este hecho cambia mucho: la vinculación entre hombres y mujeres, la relación de la madre con sus hijos y el tipo de organización social, que se vuelve patriarcal. Así la mujer deja de desempeñar funciones como curandera, recolectora o alfarera y pasa a ser madre y esposa. Como durante casi toda su vida fértil, la mujer está embarazada o lactando a su hijo, el hombre ha de recurrir a otras mujeres para satisfacer sus necesidades sexuales. Lógicamente, estas mujeres no podían estar casadas, y sin el apoyo y sustento económico de un marido, se veían abocadas a cobrar por sus servicios sexuales.
En la Antigüedad existía la prostitución sagrada y la mujer era la intermediaria entre los dioses y los hombres. En Egipto, Grecia y Roma la prostitución era una práctica legal y existía en tres versiones: la prostitución sagrada, la legal y la hospitalaria, en la que el marido ofrecía a su esposa para agasajar a sus invitados. Superada la Edad Media, el discurso de la Iglesia convirtió a las prostitutas en pecadoras, siendo algunas quemadas por la Inquisición como brujas, y la legislación las transformó en delincuentes, así pues, la práctica de la prostitución requirió de una regulación legal. En 1621 fue ilegalizado el comercio sexual, aunque no se evitó una actividad cada vez más numerosa, y en 1704 las mujeres de mala vida eran enviadas a la cárcel de Galeras en Madrid o las casas de Recogidas y Arrepentidas. En el siglo XVIII la práctica de la prostitución era tan habitual que generaba problemas de salud y se consideró un peligro para la salubridad pública, se intentó erradicar, pero había tantos intereses por medio que se acabó por recluir a las prostitutas en burdeles. La sociedad se planteaba un dilema: la necesidad de proteger el modelo de familia patriarcal, basado en la virginidad de la mujer para poder transmitir legítimamente el patrimonio, y la necesidad sexual del varón, que hacía de la prostitución un mal necesario que el estado tuvo que reglamentar.
En el siglo XIX la mujer ya puede hablar con su propia voz y ha logrado gozar de cierta libertad. La prostituta se considera una víctima de la sociedad que debe ser redimida o un ser miserable del que conviene apartarse. Una visión dual que genera tolerancia o juicios condenatorios y que mantiene a la mujer en un rol de individuo estigmatizado.
Hoy, el debate sobre la prostitución continúa.
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