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Cierzo

Ayer y hoy en el arte

Antes podíamos discernir la emoción intensa de quien se ponía ante una obra de arte y la curiosa aplicación, artesanal y trabajada, de su creador. Antes, la intensidad y la perfección de la obra producida eran la razón de ser y la justificación de los proyectos, de los esfuerzos, de los ensayos y de los arrepentimientos que la habían hecho posible. Ahora la cosa funciona al revés. El arte no es una finalidad, sino un medio. La obra ya no es la justificación, ni la razón de ser, ni la finalidad de ninguna actividad creadora, es un pretexto, una ocasión, un medio para explorar el inconsciente, estimular el imaginario y provocar una especie de trance hipnótico que podríamos denominar con más exactitud: pasividad y no actividad de médium. El arte, los sueños, la locura, la mezcalina, el opio: medios diferentes para obtener los mismos efectos.

A partir de este momento, ¿qué puede convertirse en una obra de arte? Cualquier cosa, por incongruente o insólita que sea, puede aspirar, especialmente si no presenta ningún indicio de creación. El arte, así, queda destituido de cualquier significación. La antigua lógica había descubierto un teorema que todos los escolares conocen: que la comprensión de una noción (es decir, de la riqueza de los predicados que la constituyen) está siempre en razón inversa a su extensión. Si todo puede ser arte, es preciso que el arte sea tan poca cosa como nada. La última mitad del siglo XX no ha hecho más que sacar las consecuencias de este hecho. En 1961, el Groupe de Recerca d'Art Visuel (GRAV) proponía eliminar la categoría de "obra de arte" y Ben Vautier declaró "auténtica obra de arte: la ausencia de arte".

Pero no sólo se eliminaba del arte toda forma de expresividad o de significación, la consecuencia fue mucho más amplia, y era el intento de destruir una forma de comunicación. Rechazando cualquier tipo de orden, toda regla o convención, se había hecho desaparecer toda sintaxis, de manera que la semántica se volvía aleatoria. Una deflagración había arruinado incluso sus fundamentos más originarios. Lo que pudo ser sólo un juego, una mistificación, se convirtió de repente en una catástrofe metafísica. Las formas que ya no se referían a ninguna significación dejaban de ser signos, los nombres dejaban de designar, los signos se cerraban en la pura y simple materialidad. Se había acabado la expresión y la expresividad. Se habían dinamitado las bases del lenguaje y los puentes habían sido volados. Podíamos continuar intercambiando y observando algunas señales rudimentarias, pero una irremediable soledad se cerraba sobre cada persona. La humanidad ya no sería nunca esta experiencia común y enigmática sobre la que se basa la esperanza de una comprensión universal, sino un territorio etnológico, un espacio comercial, una zona más o menos homogénea de exigencias elementales y de primarias prohibiciones. Como no podemos descubrir lo que nos es más íntimo y comunicárnoslo, sólo nos une la abstracción de una mercancía universal: el dinero.

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