Balada caucásica
Fue el hombre más poderoso del mundo. Un hombre con una inteligencia perversa, uno de los mayores genocidas de la historia, convencido de que la muerte era la solución definitiva para todos los males. Durante su juventud bolchevique se dedicó a atracar bancos, las mujeres le adoraban pese a tener la cara marcada por la viruela y el brazo izquierdo tullido. Hipocondríaco, resentido, sus cóleras eran letales y lo convirtieron en el quinto jinete del Apocalipsis, en el asesino de las libertades. El “zar rojo”, el “padrecito”, Stalin. Ese hombre que con las venas cargadas de vodka tramaba acciones criminales que hacían temblar al mundo. Murió en 1953, pero aún hay muchos rusos que le lloran porque se sienten huérfanos, le lloran incluso algunos que sobrevivieron al “GULAG”. Fueron treinta años de despotismo sanguinario ejercido despiadadamente sobre doscientos millones de personas. Cierto día, lady Astor, en una visita a la Unión Soviética, le preguntó a Stalin: “¿Durante cuánto tiempo continuará matando gente?” La respuesta que recibió fue contundente: “Tanto tiempo como sea necesario”. El que requirió el culto al yo que convirtió a Stalin en el perpetrador de la mayor ignominia, mayor incluso que la de Hitler.
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