La elección en amor
En una conferencia reciente me ha ocurrido insinuar, entre otras, dos ideas, de las cuales la segunda va articulada en la primera. Ésta suena así: el fondo decisivo de nuestra individualidad no está tejido con nuestras opiniones y experiencias de la vida; no consiste en nuestro temperamento, sino en algo más sutil, más etéreo y previo a todo esto. Somos, antes que otra cosa, un sistema nato de preferencias y desdenes. Más o menos coincidentes con el del prójimo, cada cual lleva dentro el suyo, armado y pronto a dispararnos en pro o en contra, como una batería de simpatías y repulsiones. El corazón, máquina de preferir y desdeñar, es el soporte de nuestra personalidad. Antes de que conozcamos lo que nos rodea, vamos lanzados por él en una u otra dirección, hacia unos u otros valores. Somos, merced a esto, muy perspicaces para las cosas en que están realizados los valores que preferimos, y ciegos para aquellas en que residen otros valores iguales o superiores, pero extraños a nuestra sensibilidad.
A esta idea, sustentada hoy con vigorosas razones por todo un grupo de filósofos, agrego una segunda, que no he visto hasta ahora apuntada. Se comprende que en nuestra convivencia con el prójimo nada nos interesa tanto como averiguar su paisaje de valores, su sistema de preferir, que es raíz última de su persona y cimiento de su carácter. Asimismo, el historiador que quiera entender una época necesita, ante todo, fijar la tabla de valores dominantes en los hombres de aquel tiempo. De otro modo, los hechos y dichos de aquella edad que los documentos le notifican serán letra muerta, enigma y charada, como lo son los actos y palabras de nuestro prójimo mientras no hemos penetrado más allá de ellos y hemos entrevisto a que valores en su secreto fondo sirven. Ese fondo, ese núcleo del corazón, es, en efecto, secreto: lo es en buena parte para nosotros mismos, que lo llevamos dentro; mejor dicho, que somos llevados por él. Actúa en la penumbra subterránea, en los sótanos de la personalidad, y nos es tan difícil percibirlo como nos es difícil ver el palmo de tierra sobre que pisan nuestros pies. Tampoco la pupila se puede contemplar a sí misma. Pero, además, una buena porción de nuestra vida consiste en la mejor intencionada comedia que a nosotros mismos nos hacemos. Fingimos modos de ser que no son el nuestro; y los fingimos sinceramente, no para engañar a los demás, sino para maquillarnos ante nuestra propia mirada.
El tipo de humanidad que en el otro ser preferimos, dibuja el perfil de nuestro corazón. Es el amor un ímpetu que emerge de lo más subterráneo de nuestra persona, y al llegar al haz visible de la vida arrastra, en aluvión, algas y conchas del abismo interior. Un buen naturalista, filiando estos materiales, puede reconstruir el fondo pelágico del que han sido arrancados. Se querrá oponer a esto la presunta experiencia de que a menudo una mujer que consideramos de egregio carácter fija su entusiasmo en un hombre torpe y vulgar. Pero yo sospecho que los que así juzgan padecen casi siempre una ilusión óptica: hablan un poco desde lejos y el amor es un cendal de finísima trama, que sólo se ve bien desde muy cerca. En muchos casos, el tal entusiasmo es solo aparente: en realidad no existe. El amor auténtico y el falso se comportan -vistos desde lejos- con ademanes semejantes. Pero supongamos un caso en que el entusiasmo sea efectivo: ¿qué debemos pensar? Una de dos: o que el hombre no es tan menospreciable como creemos, o que la mujer no era, efectivamente, de tan selecta condición como imaginábamos.
En conversaciones y en cursos universitarios (con ocasión de determinar qué es lo que llamamos carácter) he expuesto reiteradamente este pensamiento y he podido observar que provoca con cierto automatismo un primer movimiento de protesta y resistencia. Como en sí misma la idea no contiene ingrediente alguno irritante o ácido, ¿por qué, en tesis general, no había de halagarnos que nuestros amores sean la manifestación de nuestro ser recóndito? Esa automática resistencia equivale a una comprobación de su verdad. El individuo se siente cogido de sorpresa y en descubierto por una brecha que no había resguardado. Siempre nos enoja que alguien nos juzgue por aquella faceta de nuestra persona que presentamos al descuido. Nos toman desprevenidos y esto nos irrita. Quisiéramos ser juzgados previo aviso y por las actitudes que dependen de nuestra voluntad, a fin de poder componerlas como ante el fotógrafo. (Terror de la instantánea). Pero claro es que, desde el punto de vista del investigador del corazón humano, lo interesante es entrar en el prójimo por donde menos presuma y sorprenderlo in fraganti.
Si la voluntad del hombre pudiese suplantar por completo su espontaneidad, no habría para qué bucear en los fondos arcanos de su persona. Pero la voluntad solo puede suspender algunos momentos el vigor de lo espontáneo. A lo largo de toda una vida, la intervención del albedrío contra el carácter es prácticamente nula. Nuestro ser tolera cierta dosis de falsificación por medio de la voluntad dentro de esa medida, mejor que de falsificación es lícito hablar de que nos completamos y perfeccionamos. Es el golpe de pulgar que el espíritu -inteligencia y voluntad- da a nuestro barro primigenio. Sea mantenida en todo honor esta divina intervención de la potencia espiritual. Mas para ello es preciso moderar ilusiones y no creer que este influjo maravilloso puede pasar de aquella dosis. Más allá de ella empieza la efectiva falsificación. Un hombre que toda su vida marcha en contra de su nativa inclinación es que nativamente está inclinado a la falsedad. Hay quien es sinceramente hipócrita o naturalmente afectado.
Cuanto más va penetrando la actual Psicología en el mecanismo del ser humano, más evidente aparece que el oficio de la voluntad y, en general, el del espíritu, no es creador, sino meramente corrector. La voluntad no mueve, sino que suspende éste o el otro ímpetu prevoluntario que asciende vegetativamente de nuestro subsuelo anímico. Su intervención es, pues, negativa. Si a veces parece lo contrario, es por la razón siguiente; constantemente acaece que en el intrincamiento de nuestras inclinaciones, apetitos, deseos, uno de ellos actúa como un freno sobre otro. La voluntad, al suspender ese refrenamiento, permite a la inclinación antes trabada que fluya y se estire plenamente. Entonces, parece que nuestro querer tiene un poder activo, cuando, en rigor, lo único que ha hecho es levantar las esclusas que contenían aquel ímpetu preexistente.
El sumo error, desde el Renacimiento hasta nuestros días, fue creer -con Descartes- que vivimos de nuestra conciencia, de aquella breve porción de nuestro ser que vemos claramente y en que nuestra voluntad opera. Decir que el hombre es racional y libre me parece una expresión muy próxima a ser falsa. Porque, en efecto, poseemos razón y libertad; pero ambas potencias forman solo una tenue película que envuelve el volumen de nuestro ser, cuyo interior ni es racional ni es libre. Las ideas mismas de que la razón se compone nos llegan hechas y listas de un fondo oscuro, enorme, que está situado debajo de nuestra conciencia. Parejamente, los deseos se presentan en el escenario de nuestra mente clara como actores que vienen ya vestidos y recitando su papel de entre los misteriosos y tenebrosos bastidores. Y como sería falso decir que un teatro es la pieza que se representa en su iluminado escenario, me parece por lo menos inexacto decir que el hombre vive de su conciencia, de su espíritu. La verdad es que, salvo esa somera intervención de nuestra voluntad, vivimos de una vida irracional que desemboca en la conciencia, oriunda de la cuenca latente, del fondo invisible que en rigor somos. Por eso el psicólogo tiene que transformarse en buzo y sumergirse bajo la superficie de las palabras, de los actos, de los pensamientos del prójimo, que son mero escenario. Lo importante está detrás de todo eso. Al espectador le basta con ver a Hamlet, que arrastra su neurastenia por el jardín ficticio. El psicólogo le espera cuando sale por el foro y quiere conocer, en la penumbra de telones y cordajes, quién es el actor que hace de Hamlet. Es natural, pues, que busque los escotillones y rendijas por donde deslizarse a lo profundo de la persona. Uno de estos escotillones es el amor.
Vanamente la dama que pretende ser tenida por exquisita se esfuerza en engañamos. Hemos visto que amaba a Fulano, Fulano es torpe, indelicado, sólo atento a la perfección de su corbata y al lustre de su Rolls. Contra esta idea de que en la elección amorosa revelamos nuestro más auténtico fondo caben innumerables objeciones. Es posible que entre ellas existan algunas suficientes para dar al traste con la verosimilitud del aserto. Sin embargo, las que de hecho suelen salir al paso me parecen inoperantes, poco rigurosas, improvisadas por un juicio sin cautela. Se olvida que la Psicología del erotismo sólo puede proceder microscópicamente. Cuanto más íntimo sea el tema psicológico de que se trate, mayor será la influencia del detalle. Ahora bien: el menester amoroso es uno de los más íntimos. Probablemente, no hay más que otra cosa más íntima que el amor: la que pudiera llamarse sentimiento metafísico, o sea, la impresión radical última, básica, que tenemos del universo. Sirve ésta de fondo y soporte al resto de nuestras actividades, cualesquiera que ellas sean. Nadie vive sin ella aunque no todos la tienen dentro de sí subrayada con la misma claridad. Contiene nuestra actitud primaria y decisiva ante la realidad total, el sabor que el mundo y la vida tienen para nosotros. El resto de nuestros sentires, pensares, quereres, se mueve ya sobre esa actitud primaria y va montado en ella, coloreado por ella.
Precisamente, el cariz de nuestros amores es uno de los síntomas más próximos de esa primigenia sensación. Por medio de él nos es dado sospechar a qué o en qué tiene puesta su vida el prójimo y esto es lo que interesa más averiguar: no anécdotas de su existencia, sino la carta a que juega su vida. Todos nos damos alguna cuenta de que en zonas de nuestro ser, más profundas que aquellas donde la voluntad actúa, está ya decidido a qué tipo de vida quedamos adscritos. Vano es el ir y venir de experiencias y razonamientos, nuestro corazón, con terquedad de astro, se siente adscrito a una órbita previa y girará por su propia gravitación hacia el arte o la ambición política o el placer sexual o el dinero. Muchas veces la existencia aparente del individuo va al redropelo de su destino íntimo, dando ocasión a sorprendentes disfraces: el hombre de negocios que oculta a un sensual, o el escritor que es en verdad sólo un ambicioso de poder político.
Extracto de Estudios sobre el amor, Ortega y Gasset
A esta idea, sustentada hoy con vigorosas razones por todo un grupo de filósofos, agrego una segunda, que no he visto hasta ahora apuntada. Se comprende que en nuestra convivencia con el prójimo nada nos interesa tanto como averiguar su paisaje de valores, su sistema de preferir, que es raíz última de su persona y cimiento de su carácter. Asimismo, el historiador que quiera entender una época necesita, ante todo, fijar la tabla de valores dominantes en los hombres de aquel tiempo. De otro modo, los hechos y dichos de aquella edad que los documentos le notifican serán letra muerta, enigma y charada, como lo son los actos y palabras de nuestro prójimo mientras no hemos penetrado más allá de ellos y hemos entrevisto a que valores en su secreto fondo sirven. Ese fondo, ese núcleo del corazón, es, en efecto, secreto: lo es en buena parte para nosotros mismos, que lo llevamos dentro; mejor dicho, que somos llevados por él. Actúa en la penumbra subterránea, en los sótanos de la personalidad, y nos es tan difícil percibirlo como nos es difícil ver el palmo de tierra sobre que pisan nuestros pies. Tampoco la pupila se puede contemplar a sí misma. Pero, además, una buena porción de nuestra vida consiste en la mejor intencionada comedia que a nosotros mismos nos hacemos. Fingimos modos de ser que no son el nuestro; y los fingimos sinceramente, no para engañar a los demás, sino para maquillarnos ante nuestra propia mirada.
El tipo de humanidad que en el otro ser preferimos, dibuja el perfil de nuestro corazón. Es el amor un ímpetu que emerge de lo más subterráneo de nuestra persona, y al llegar al haz visible de la vida arrastra, en aluvión, algas y conchas del abismo interior. Un buen naturalista, filiando estos materiales, puede reconstruir el fondo pelágico del que han sido arrancados. Se querrá oponer a esto la presunta experiencia de que a menudo una mujer que consideramos de egregio carácter fija su entusiasmo en un hombre torpe y vulgar. Pero yo sospecho que los que así juzgan padecen casi siempre una ilusión óptica: hablan un poco desde lejos y el amor es un cendal de finísima trama, que sólo se ve bien desde muy cerca. En muchos casos, el tal entusiasmo es solo aparente: en realidad no existe. El amor auténtico y el falso se comportan -vistos desde lejos- con ademanes semejantes. Pero supongamos un caso en que el entusiasmo sea efectivo: ¿qué debemos pensar? Una de dos: o que el hombre no es tan menospreciable como creemos, o que la mujer no era, efectivamente, de tan selecta condición como imaginábamos.
En conversaciones y en cursos universitarios (con ocasión de determinar qué es lo que llamamos carácter) he expuesto reiteradamente este pensamiento y he podido observar que provoca con cierto automatismo un primer movimiento de protesta y resistencia. Como en sí misma la idea no contiene ingrediente alguno irritante o ácido, ¿por qué, en tesis general, no había de halagarnos que nuestros amores sean la manifestación de nuestro ser recóndito? Esa automática resistencia equivale a una comprobación de su verdad. El individuo se siente cogido de sorpresa y en descubierto por una brecha que no había resguardado. Siempre nos enoja que alguien nos juzgue por aquella faceta de nuestra persona que presentamos al descuido. Nos toman desprevenidos y esto nos irrita. Quisiéramos ser juzgados previo aviso y por las actitudes que dependen de nuestra voluntad, a fin de poder componerlas como ante el fotógrafo. (Terror de la instantánea). Pero claro es que, desde el punto de vista del investigador del corazón humano, lo interesante es entrar en el prójimo por donde menos presuma y sorprenderlo in fraganti.
Si la voluntad del hombre pudiese suplantar por completo su espontaneidad, no habría para qué bucear en los fondos arcanos de su persona. Pero la voluntad solo puede suspender algunos momentos el vigor de lo espontáneo. A lo largo de toda una vida, la intervención del albedrío contra el carácter es prácticamente nula. Nuestro ser tolera cierta dosis de falsificación por medio de la voluntad dentro de esa medida, mejor que de falsificación es lícito hablar de que nos completamos y perfeccionamos. Es el golpe de pulgar que el espíritu -inteligencia y voluntad- da a nuestro barro primigenio. Sea mantenida en todo honor esta divina intervención de la potencia espiritual. Mas para ello es preciso moderar ilusiones y no creer que este influjo maravilloso puede pasar de aquella dosis. Más allá de ella empieza la efectiva falsificación. Un hombre que toda su vida marcha en contra de su nativa inclinación es que nativamente está inclinado a la falsedad. Hay quien es sinceramente hipócrita o naturalmente afectado.
Cuanto más va penetrando la actual Psicología en el mecanismo del ser humano, más evidente aparece que el oficio de la voluntad y, en general, el del espíritu, no es creador, sino meramente corrector. La voluntad no mueve, sino que suspende éste o el otro ímpetu prevoluntario que asciende vegetativamente de nuestro subsuelo anímico. Su intervención es, pues, negativa. Si a veces parece lo contrario, es por la razón siguiente; constantemente acaece que en el intrincamiento de nuestras inclinaciones, apetitos, deseos, uno de ellos actúa como un freno sobre otro. La voluntad, al suspender ese refrenamiento, permite a la inclinación antes trabada que fluya y se estire plenamente. Entonces, parece que nuestro querer tiene un poder activo, cuando, en rigor, lo único que ha hecho es levantar las esclusas que contenían aquel ímpetu preexistente.
El sumo error, desde el Renacimiento hasta nuestros días, fue creer -con Descartes- que vivimos de nuestra conciencia, de aquella breve porción de nuestro ser que vemos claramente y en que nuestra voluntad opera. Decir que el hombre es racional y libre me parece una expresión muy próxima a ser falsa. Porque, en efecto, poseemos razón y libertad; pero ambas potencias forman solo una tenue película que envuelve el volumen de nuestro ser, cuyo interior ni es racional ni es libre. Las ideas mismas de que la razón se compone nos llegan hechas y listas de un fondo oscuro, enorme, que está situado debajo de nuestra conciencia. Parejamente, los deseos se presentan en el escenario de nuestra mente clara como actores que vienen ya vestidos y recitando su papel de entre los misteriosos y tenebrosos bastidores. Y como sería falso decir que un teatro es la pieza que se representa en su iluminado escenario, me parece por lo menos inexacto decir que el hombre vive de su conciencia, de su espíritu. La verdad es que, salvo esa somera intervención de nuestra voluntad, vivimos de una vida irracional que desemboca en la conciencia, oriunda de la cuenca latente, del fondo invisible que en rigor somos. Por eso el psicólogo tiene que transformarse en buzo y sumergirse bajo la superficie de las palabras, de los actos, de los pensamientos del prójimo, que son mero escenario. Lo importante está detrás de todo eso. Al espectador le basta con ver a Hamlet, que arrastra su neurastenia por el jardín ficticio. El psicólogo le espera cuando sale por el foro y quiere conocer, en la penumbra de telones y cordajes, quién es el actor que hace de Hamlet. Es natural, pues, que busque los escotillones y rendijas por donde deslizarse a lo profundo de la persona. Uno de estos escotillones es el amor.
Vanamente la dama que pretende ser tenida por exquisita se esfuerza en engañamos. Hemos visto que amaba a Fulano, Fulano es torpe, indelicado, sólo atento a la perfección de su corbata y al lustre de su Rolls. Contra esta idea de que en la elección amorosa revelamos nuestro más auténtico fondo caben innumerables objeciones. Es posible que entre ellas existan algunas suficientes para dar al traste con la verosimilitud del aserto. Sin embargo, las que de hecho suelen salir al paso me parecen inoperantes, poco rigurosas, improvisadas por un juicio sin cautela. Se olvida que la Psicología del erotismo sólo puede proceder microscópicamente. Cuanto más íntimo sea el tema psicológico de que se trate, mayor será la influencia del detalle. Ahora bien: el menester amoroso es uno de los más íntimos. Probablemente, no hay más que otra cosa más íntima que el amor: la que pudiera llamarse sentimiento metafísico, o sea, la impresión radical última, básica, que tenemos del universo. Sirve ésta de fondo y soporte al resto de nuestras actividades, cualesquiera que ellas sean. Nadie vive sin ella aunque no todos la tienen dentro de sí subrayada con la misma claridad. Contiene nuestra actitud primaria y decisiva ante la realidad total, el sabor que el mundo y la vida tienen para nosotros. El resto de nuestros sentires, pensares, quereres, se mueve ya sobre esa actitud primaria y va montado en ella, coloreado por ella.
Precisamente, el cariz de nuestros amores es uno de los síntomas más próximos de esa primigenia sensación. Por medio de él nos es dado sospechar a qué o en qué tiene puesta su vida el prójimo y esto es lo que interesa más averiguar: no anécdotas de su existencia, sino la carta a que juega su vida. Todos nos damos alguna cuenta de que en zonas de nuestro ser, más profundas que aquellas donde la voluntad actúa, está ya decidido a qué tipo de vida quedamos adscritos. Vano es el ir y venir de experiencias y razonamientos, nuestro corazón, con terquedad de astro, se siente adscrito a una órbita previa y girará por su propia gravitación hacia el arte o la ambición política o el placer sexual o el dinero. Muchas veces la existencia aparente del individuo va al redropelo de su destino íntimo, dando ocasión a sorprendentes disfraces: el hombre de negocios que oculta a un sensual, o el escritor que es en verdad sólo un ambicioso de poder político.
Extracto de Estudios sobre el amor, Ortega y Gasset
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