Horrible decisión
La naturaleza nos juega malas pasadas a las mujeres. Un día se presenta la primera menstruación y, a partir de esa fecha, sabes que cada mes estás sentenciada a sufrir el típico síndrome premenstrual: la hipersensibilidad, la irritabilidad, las molestias físicas, el bailoteo hormonal... Poco a poco te acostumbras, qué remedio, y lo aceptas como algo inevitable.
Llega el día X, tienes la caja de tampones preparada, las pastillas analgésicas... Pero ese mes la menstruación se hace de rogar, se retrasa. Entonces surge la intuición, a cada instante más certera, de que estás embarazada. Te niegas a admitir que esto pueda ocurrirte precisamente a ti, que tomas precauciones y controlas tu fecundidad. Compras un test y cruzas los dedos: Dios mío, que no sea verdad. Prometo no acostarme con un tío en lo que me queda de vida. ¡Por favor! ¡Por favor! Que no esté embarazada. El test da positivo, y como no acabas de creértelo repites la prueba, esta vez en la farmacia, que parece más fiable. ¡Vas a ser mamá! No hay duda ni remedio. Es como si un meteorito gigante chocase contra tu mundo, provocando un cataclismo semejante al que extinguió a los dinosaurios en la Tierra. Te anticipas a los cambios que se producirán en los próximos meses. La empresa no renovará tu contrato cuando sepa que, antes de finalizar el periodo de prueba, tendrá que darte la baja por maternidad. Adiós al empleo de tus sueños, al brillante porvenir que te auguraba el gerente dentro de la compañía. Habías estudiado cinco años en la universidad, habías realizado un master en el extranjero, habías pasado cientos de entrevistas laborales y al fin una oportunidad... perdida. No dispones de piso propio porque esperabas a que tu situación económica se afianzara con un trabajo fijo para meterte en hipotecas y demás. No estás preparada para asumir la responsabilidad de educar a un hijo. Eventualmente haces de canguro con los sobrinos, los llevas al cine, a MacDonald's, al parque... pero de esto a ser madre, hay mucho trecho. El hombre con el que sales, el padre de la criatura, no es mala persona, aunque tampoco habías planeado incluirlo en tu vida, hay detalles de él que no te agradan y que no soportarías en una convivencia.
Piensas, piensas, piensas. Cualquier decisión que adoptes será inadecuada. Miras tu vientre y lo ves inflado igual que un globo. Sales a la calle y te parece que llevas escrita en la frente tu futura maternidad. Te encuentras mal, con náuseas, cansada... Quedas con el padre para anunciarle la buena nueva y ves el miedo dibujado en su cara dura, no le hace ninguna gracia, cree que intentas cazarlo y se rebela, él tiene otros planes. Sabías que te fallaría. Cuando lloras, no porque se desentienda del asunto, sino porque no te ofrece apoyo, cariño o salidas, él se ablanda y dice que te dará dinero para que lo soluciones, para que le libres del problema.
Estás sola, deprimida, asustada, embarazada. Te colocas una mano en el vientre y percibes que debajo vive tu hijo, una criaturita a la que, sin ser deseada, empiezas a querer. Lloras, lloras y te desesperas. Los días pasan rápido y urge tomar una decisión. Una especie de instinto natural te incita a ser madre, observas a las mujeres que empujan el cochecito de su bebé, a los niños que juegan en el patio de la guardería, a otras embarazadas. Sí, ¿por qué no? El sentido común te convence de que debes abortar, no es el momento adecuado, no así, sin un compañero a tu lado, sin un hogar, sin dinero. No, de ninguna manera.
Llegas espantada al hospital del que te han hablado y te explican en qué consiste la intervención, te informan del precio y de las garantías que ofrece el servicio médico. Te sientes despreciable. Es mi hijo. Es mi hijo y voy a deshacerme de él. No puedes hacerlo. Es un crimen. Notas unas pataditas imaginarias y lloras, lloras sola, en silencio, en secreto. Cuando te cansas de llorar y de cavilar, preparas una bolsa con cuatro cosas y sales de casa nerviosa, diciendo que vas al gimnasio, que quizá vuelvas tarde porque luego irás de marcha con unas amigas. Y tus padres, que nunca sospecharán lo cerca que han estado de ser abuelos otra vez, te despiden con la misma sonrisa de siempre y con la misma advertencia: Ten cuidado.
Dentro de la clínica ya no piensas y te dejas llevar y traer por el personal, los hechos transcurren como en un sueño. Todo ha terminado. Pero no es cierto, todo comienza justo en ese instante en el que ves un coagulo de sangre sobre una gasa y sabes que era tu hijo. Te han arrancado una parte de tu ser, te has quedado sin dignidad y con un sentimiento de culpa que nunca conseguirás evitar. A tu lado pasean madres con sus niños cogidos de la mano, un bebé te sonríe en la tienda, un anuncio de pañales te recuerda a la familia feliz que nunca será. Sigues llorando a escondidas, en silencio, cada noche, sin consuelo.
Llega el día X, tienes la caja de tampones preparada, las pastillas analgésicas... Pero ese mes la menstruación se hace de rogar, se retrasa. Entonces surge la intuición, a cada instante más certera, de que estás embarazada. Te niegas a admitir que esto pueda ocurrirte precisamente a ti, que tomas precauciones y controlas tu fecundidad. Compras un test y cruzas los dedos: Dios mío, que no sea verdad. Prometo no acostarme con un tío en lo que me queda de vida. ¡Por favor! ¡Por favor! Que no esté embarazada. El test da positivo, y como no acabas de creértelo repites la prueba, esta vez en la farmacia, que parece más fiable. ¡Vas a ser mamá! No hay duda ni remedio. Es como si un meteorito gigante chocase contra tu mundo, provocando un cataclismo semejante al que extinguió a los dinosaurios en la Tierra. Te anticipas a los cambios que se producirán en los próximos meses. La empresa no renovará tu contrato cuando sepa que, antes de finalizar el periodo de prueba, tendrá que darte la baja por maternidad. Adiós al empleo de tus sueños, al brillante porvenir que te auguraba el gerente dentro de la compañía. Habías estudiado cinco años en la universidad, habías realizado un master en el extranjero, habías pasado cientos de entrevistas laborales y al fin una oportunidad... perdida. No dispones de piso propio porque esperabas a que tu situación económica se afianzara con un trabajo fijo para meterte en hipotecas y demás. No estás preparada para asumir la responsabilidad de educar a un hijo. Eventualmente haces de canguro con los sobrinos, los llevas al cine, a MacDonald's, al parque... pero de esto a ser madre, hay mucho trecho. El hombre con el que sales, el padre de la criatura, no es mala persona, aunque tampoco habías planeado incluirlo en tu vida, hay detalles de él que no te agradan y que no soportarías en una convivencia.
Piensas, piensas, piensas. Cualquier decisión que adoptes será inadecuada. Miras tu vientre y lo ves inflado igual que un globo. Sales a la calle y te parece que llevas escrita en la frente tu futura maternidad. Te encuentras mal, con náuseas, cansada... Quedas con el padre para anunciarle la buena nueva y ves el miedo dibujado en su cara dura, no le hace ninguna gracia, cree que intentas cazarlo y se rebela, él tiene otros planes. Sabías que te fallaría. Cuando lloras, no porque se desentienda del asunto, sino porque no te ofrece apoyo, cariño o salidas, él se ablanda y dice que te dará dinero para que lo soluciones, para que le libres del problema.
Estás sola, deprimida, asustada, embarazada. Te colocas una mano en el vientre y percibes que debajo vive tu hijo, una criaturita a la que, sin ser deseada, empiezas a querer. Lloras, lloras y te desesperas. Los días pasan rápido y urge tomar una decisión. Una especie de instinto natural te incita a ser madre, observas a las mujeres que empujan el cochecito de su bebé, a los niños que juegan en el patio de la guardería, a otras embarazadas. Sí, ¿por qué no? El sentido común te convence de que debes abortar, no es el momento adecuado, no así, sin un compañero a tu lado, sin un hogar, sin dinero. No, de ninguna manera.
Llegas espantada al hospital del que te han hablado y te explican en qué consiste la intervención, te informan del precio y de las garantías que ofrece el servicio médico. Te sientes despreciable. Es mi hijo. Es mi hijo y voy a deshacerme de él. No puedes hacerlo. Es un crimen. Notas unas pataditas imaginarias y lloras, lloras sola, en silencio, en secreto. Cuando te cansas de llorar y de cavilar, preparas una bolsa con cuatro cosas y sales de casa nerviosa, diciendo que vas al gimnasio, que quizá vuelvas tarde porque luego irás de marcha con unas amigas. Y tus padres, que nunca sospecharán lo cerca que han estado de ser abuelos otra vez, te despiden con la misma sonrisa de siempre y con la misma advertencia: Ten cuidado.
Dentro de la clínica ya no piensas y te dejas llevar y traer por el personal, los hechos transcurren como en un sueño. Todo ha terminado. Pero no es cierto, todo comienza justo en ese instante en el que ves un coagulo de sangre sobre una gasa y sabes que era tu hijo. Te han arrancado una parte de tu ser, te has quedado sin dignidad y con un sentimiento de culpa que nunca conseguirás evitar. A tu lado pasean madres con sus niños cogidos de la mano, un bebé te sonríe en la tienda, un anuncio de pañales te recuerda a la familia feliz que nunca será. Sigues llorando a escondidas, en silencio, cada noche, sin consuelo.
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