Misoginia literaria
Nuestras antecesoras escritoras del siglo XIX tuvieron que hilar muy fino a la hora de dar a conocer sus obras sin tener que sacrificar o la feminidad o el talento.
A partir de las convulsiones sociales que tuvieron lugar en esa época, la mujer dejó de ser una personalidad oculta en la penumbra doméstica y se hizo visible en todos los campos, también en la literatura. Sólo que, para expresarse públicamente, las escritoras se toparon con la mujer que se les exigía ser y descubrieron la falta de concordancia con las mujeres que eran.
Rosalía de Castro lo explica muy bien:
De aquellas que cantan palomas y flores
todos dicen que tiene alma de mujer.
Pues yo que no las canto,
Virgen de la Paloma
¡ay! ¿de qué la tendré?
Escribir como mujer consistía, pues, en trasladar al papel las emociones "espontáneas" de esa mujer ideal, plegándose a las estructuras simbólicas que conformaban la identidad femenina de la época.
Y ¿cuáles eran los requisitos que debían cumplir las mujeres escritoras? Que el amor-pasión, eje del poema romántico masculino, rebajara su calor, hasta quedar convertido en un impulso sentimental despojado de erotismo. Que se extasiara ante los fenómenos naturales y le cantase a una flor, a unos trinos o al crepúsculo y demostrara con ello su sensibilidad femenina acercándose a la naturaleza. Y, por supuesto, que evitara adentrarse en temas políticos o sociales, que para tratar esos asuntos con rigor ya estaban los varones.
En definitiva, la mujer veía paralizada su creatividad, pues si intentaba salir de lo trillado y escribir una obra original, se la tildaba poco menos que de monstruo.
La misoginia literaria llegó a casos extremos, como con Gertrudis Gómez de Avellaneda, a quien la Real Academia rechazó su candidatura argumentando que su atractiva presencia perturbaría las sesiones. Tampoco hay que olvidar la alegación que hizo el célebre antropólogo Lévi-Strauss para votar en contra de Marguerite Yourcenar, primera mujer que ingresó en la Academia Francesa en 1980: "No se cambian las normas de la tribu".
Ha sido una fatigosa andadura por un camino difícil, pero aquí estamos las mujeres hoy, casi al mismo nivel que nuestros colegas, los hombres que escriben, y digo casi porque todavía hay quien piensa que las mujeres escriben de manera diferente, que se hace una discriminación positiva que nos favorece y que no podemos aportar a la literatura nada que no hayan dicho ya ellos.
A partir de las convulsiones sociales que tuvieron lugar en esa época, la mujer dejó de ser una personalidad oculta en la penumbra doméstica y se hizo visible en todos los campos, también en la literatura. Sólo que, para expresarse públicamente, las escritoras se toparon con la mujer que se les exigía ser y descubrieron la falta de concordancia con las mujeres que eran.
Rosalía de Castro lo explica muy bien:
De aquellas que cantan palomas y flores
todos dicen que tiene alma de mujer.
Pues yo que no las canto,
Virgen de la Paloma
¡ay! ¿de qué la tendré?
Escribir como mujer consistía, pues, en trasladar al papel las emociones "espontáneas" de esa mujer ideal, plegándose a las estructuras simbólicas que conformaban la identidad femenina de la época.
Y ¿cuáles eran los requisitos que debían cumplir las mujeres escritoras? Que el amor-pasión, eje del poema romántico masculino, rebajara su calor, hasta quedar convertido en un impulso sentimental despojado de erotismo. Que se extasiara ante los fenómenos naturales y le cantase a una flor, a unos trinos o al crepúsculo y demostrara con ello su sensibilidad femenina acercándose a la naturaleza. Y, por supuesto, que evitara adentrarse en temas políticos o sociales, que para tratar esos asuntos con rigor ya estaban los varones.
En definitiva, la mujer veía paralizada su creatividad, pues si intentaba salir de lo trillado y escribir una obra original, se la tildaba poco menos que de monstruo.
La misoginia literaria llegó a casos extremos, como con Gertrudis Gómez de Avellaneda, a quien la Real Academia rechazó su candidatura argumentando que su atractiva presencia perturbaría las sesiones. Tampoco hay que olvidar la alegación que hizo el célebre antropólogo Lévi-Strauss para votar en contra de Marguerite Yourcenar, primera mujer que ingresó en la Academia Francesa en 1980: "No se cambian las normas de la tribu".
Ha sido una fatigosa andadura por un camino difícil, pero aquí estamos las mujeres hoy, casi al mismo nivel que nuestros colegas, los hombres que escriben, y digo casi porque todavía hay quien piensa que las mujeres escriben de manera diferente, que se hace una discriminación positiva que nos favorece y que no podemos aportar a la literatura nada que no hayan dicho ya ellos.
0 comentarios