Escepticismo

El hombre de fe, el «creyente» de cualquier tipo, es, forzosamente, un hombre dependiente, alguien que no puede autoconsiderarse como un fin en sí mismo, que no puede fijarse fines por sí mismo. El «creyente» no se pertenece, no puede ser más que un medio, ha de ser consumido; necesita que alguien le consuma. Su instinto le hace situar en un lugar de honor una moral basada en salirse fuera de sí mismo. Todo le persuade a ello: su inteligencia, su experiencia, su vanidad. En esencia todo tipo de fe es una manifestación de un salir fuera de sí mismo, de un extrañamiento de la individualidad propia.
Comprenderemos muy bien lo que es la convicción, la «fe», si tenemos en cuenta lo necesario que es para la mayoría de los hombres tener un regulador que les vincule y les mantenga a raya desde fuera; si consideramos en qué medida la coacción -y en un sentido más elevado la esclavitud- constituye la condición única y definitiva que permite prosperar al hombre débil de voluntad, y principalmente a la mujer. La «fe» representa, así, la columna vertebral de todo hombre que tiene una convicción. Para que este tipo de hombres subsista, necesita no ver muchas cosas, no ser imparcial en nada, tomar siempre partido con todo su ser, tener una visión rígida y necesaria de todos los valores. Precisamente por eso la «fe» es la antítesis de la verdad, y el hombre de convicciones, el antagonista del hombre veraz.
El creyente no dispone de la libertad necesaria para tener conciencia del auténtico problema de lo «verdadero» y lo «falso». Ser honrado en esta cuestión le perdería, El condicionamiento patológico de su óptica convierte al convencido en un fanático -Savonarola, Lutero, Rousseau, Robespierre, SaintSimón-, en la antítesis del espíritu fuerte, que ha logrado ser libre. Pero el problema es que los gestos ampulosos y afectados de esos espíritus enfermos, de esos epilépticos de la idea, influyen en la gran masa. Los fanáticos resultan pintorescos y la gente prefiere contemplar gestos a escuchar razones.
"Escepticismo", de Friedrich Nietzsche, es un fragmento de la obra El Anticristo (1888)
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