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Cierzo

El sentido del humor y la vida

El sentido del humor y la vida La vida humana constituye una tragedia para los que sienten y una comedia para los que piensan, por eso sólo las personas con sentido del humor poseen tanta sensibilidad como lucidez. El humor convierte a la vida en una tragedia casi bufa y en una comedia casi melancólica.

El peso indestructible de nuestra infancia, aunque sepultada bajo ese cúmulo de cosas que los años han ido depositando encima: frustraciones, represiones, inhibiciones, desengaños, y tantos revoques sucesivos de falso embellecimiento, eufemismos, explicaciones convencionales, códigos de interpretación, todo cuanto constituye el lastre específico de los adultos, es innegable.

A pesar de ello, la niñez subsiste en el fondo del hombre y de vez en cuando da síntomas de vida: una repentina nostalgia, un amor sin cálculos, la fulgurante adivinación de que todo es un juego, el aprecio instintivo de la bondad o el perdón, cierta forma desmañada de pecar, un acto de plena confianza en alguien, una momentánea suspensión del raciocinio.

El día en que uno aprende a perdonarse y a reírse de sí mismo acaba reconciliándose con ese niño. Ha llegado ya a la etapa de la niñez, que no es la primera de la vida, sino la última.

Según Nietzsche, el desarrollo humano pasa por tres etapas: camello, león y niño. Primero, el hombre soporta como un camello la carga de la ley impuesta por otros, cuando madura interiormente, logra sacudirse ese fardo y se convierte en ley para sí mismo, de la dependencia pasa a la autonomía. Se ha hecho león. Pero tiene que dar otro paso, sufrir un nuevo cambio. Éste se producirá en el momento en que desaparezca su necesidad de autoafirmarse, de demostrarse a sí mismo que es libre y, sencilla y despreocupadamente, disfrute su libertad. Quien pasó del "tú debes" al "yo quiero", ha de pasar luego del "yo quiero" al "yo soy". Es la etapa final de la vida, esa última madurez, que, por descontado, nunca se experimenta como madurez, sino, al contrario, como ingravidez.

Las personas que no son capaces de reírse de sí mismas son profundamente desgraciadas, porque no pueden permitirse el placer de ser indulgentes consigo mismas. El niño que llevan dentro está maniatado, amordazado, temblando. El tiránico superego ocupa toda su alma y los territorios vecinos. Se avergonzarían mucho si les viéramos enternecerse, llorar, jugar con un tren eléctrico o leer un cómic. Por miedo al ridículo, adoptan una seriedad excesiva que les convierte ineludiblemente en personas ridículas. Todos sabemos que nuestro peor enemigo no siempre es el tirano que está enfrente. Existe otro dictador más peligroso, porque se halla oculto dentro de nosotros mismos, tan interiorizado y asimilado ya, que lo consideramos un colaborador más que un opresor. Todos tendemos a justificar esta autocensura, a interpretarla como control, como conciencia ordenada, cuando en verdad es un engaño, una abdicación ante ese poder difuso y represivo que gravita sobre nosotros, imponiéndonos una percepción del mundo, originando muchas restricciones mentales, obligándonos a vivir dentro del territorio acotado que es el orden convencional.

¿Por qué toleramos a este tirano? Porque por encima de todo preferimos la seguridad, porque, pese a todo lo que se diga, el hombre no ama la libertad, sólo juguetea con ella, permitiéndose algún encuentro furtivo con ella. La libertad nos asusta, sabemos el riesgo que implica exponerse a ella: derriba las barreras del espíritu, amplía nuestro universo, destruye nuestras defensas lógicas, obliga a replantearse todas las convicciones, nos deja a la intemperie. Sabemos que su acción es saludable, pero peligrosa.

Contra la vida, la mejor defensa es el humor. Quien posee sentido del humor sabe que es hombre y que nada humano le es ajeno. Siempre estará dispuesto a excusar los aspectos negativos del prójimo porque en ellos contempla los suyos propios.

El humor sirve para hacer más llevadera la seriedad de la vida. El humor sirve para desenmascarar ese círculo vicioso en que se desenvuelve nuestra existencia, esa profunda inutilidad de lo útil.

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