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Cierzo

En el nombre de Dios

El gran rabino de Jerusalén fustiga al terrorista palestino cargado de explosivos en una calle de Jaffa, pero no dice nada sobre el asesinato de los habitantes de un barrio de Cisjordania destruidos por unos misiles de Tsahal; el papa carga contra la píldora anticonceptiva, a la que hace responsable del genocidio más grande de todos los tiempos, pero defiende activamente la masacre de centenares de miles de tutsis por parte de hutus católicos de Ruanda; las más altas instancias del Islam mundial denuncian los crímenes del colonialismo, de la humillación y de la explotación que el mundo occidental les hace padecer, pero festejan una Jihad planetaria llevada a cabo bajo los auspicios de Al Qaeda. Fascinaciones por la muerte de los extranjeros, los descreídos y los infieles, por otro lado, las tres religiones monoteístas consideran al ateo como el enemigo común.

 

Las indignaciones monoteístas son selectivas: el espíritu corporativo funciona a pleno rendimiento. Los judíos disponen de su Alianza, los cristianos de su Iglesia y los musulmanes de su Umma. Estas tres escapan a la ley y disfrutan de una extraterritorialidad ontológica y metafísica. Entre miembros de una misma comunidad, todo se defiende y se justifica. Un judío, Ariel Sharon, puede hacer exterminar a un palestino, el poco defendible Cheick Hiacine, y no ofende a Yahvé, porque el asesinato se efectúa en su nombre. Un cristiano, Pío XII, tiene derecho a justificar a un genocida que masacra judíos, (Eichmann puede huir de Europa gracias al Vaticano), y no hace enfadar a su Señor, porque el genocidio venga el deicidio atribuido al pueblo judío. Un musulmán, el mulah Omar, puede hacer arrestar a unas mujeres acusadas de adulterio, esto complace a Alá porque el patíbulo se construye en su nombre. Detrás de todas estas abominaciones, unos versículos de la Torá, unos pasajes de los Evangelios, unas suras del Corán que legitiman, justifican y bendicen.

 

Desde el momento en que la religión tiene efectos públicos y políticos, aumenta considerablemente su poder de causar daños. Cuando alguien se fundamenta en un pasaje concreto elegido en alguno de los tres libros para explicar la legitimidad y la justificación del crimen perpetrado, el delito se convierte en inatacable. ¿Alguien puede ir contra la palabra revelada, las sentencias de Dios, la llamada divina? Porque Dios no habla (sólo al pueblo judío y a algunos iluminados a los que a veces envía un mensajero, por ejemplo una virgen), sino que los clérigos le hacen hablar. Cuándo un hombre de Iglesia se expresa, cuando cita los pasajes de su libro, oponerse equivale a decirle no a Dios en persona. ¿Quién dispone de la suficiente fuerza moral y de convicción para rechazar la palabra de Dios? Toda teocracia hace imposible la democracia. Mejor dicho, una brizna de teocracia impide la existencia misma de la democracia.

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