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Cierzo

Libertad, divino tesoro

La libertad humana se halla restringida, condicionada, entorpecida. Los hombres venimos a la vida con una herencia sumamente gravosa, víctimas de eso que suele llamarse concupiscencia, a la cual hay que sumar luego las presiones medioambientales, el tremendo poder de la inercia, el veto social que amenaza a toda forma de excentricidad o de santidad. La misma inteligencia, además de ser falible, nace ya sujeta a prejuicios, a esquemas heredados casi inmodificables. Por lo general, la gente suele tomar sus decisiones en los momentos de mayor obcecación; sus retractaciones, en cambio, coinciden con los instantes de mayor debilidad.

La conquista de la libertad se asemeja a ese juego de feria que consiste en trepar hasta lo alto de un poste, todas las noches hay alguien que enjabona el poste con su mano alevosa. Nos sentimos tentados a secundar a los deterministas: el destino impone los fines y el azar suministra los medios. Pero ¿qué ocurriría entonces? Si así fuera, si no existiera la libertad, familias enteras de vocablos deberían desaparecer del diccionario, no sólo las derivadas de libertad, sino también de obligación, prohibición, ley, represión, etc. Sólo nos quedarían unas pocas docenas de palabras: determinismo, gaviota, marejada...

Digamos que hay dos extremos igualmente falsos: creer que la libertad humana lo puede todo y creer que no puede nada. Entre estos dos extremos cabe cualquier teoría sobre la libertad, la tuya y la mía, por muy distantes que se hallen. Aun en las dictaduras más tiránicas un ciudadano puede escoger entre comprar el diario de la mañana o el de la tarde; y ni siquiera el ciudadano más libre y poderoso, en la más libérrima de las democracias, puede comprar un yate cuyo peso sea superior al volumen de agua que desaloja.

El hombre puede elegir, pero no puede escoger su nivel de elección. Su futuro depende de un presente que viene dado por el pasado. Sin embargo, en todo presente hay un margen de maniobra, y esto es lo único que importa, no lo que haya hecho de nosotros el pasado. Claro que el gravamen del pasado no sólo es físico, sino también moral. La responsabilidad constituye el reverso de la libertad, su lado enojoso. Al concepto de libertad pertenece tanto el derecho de elegir como el deber de asumir las consecuencias derivadas de la elección.

Gracias a mi escepticismo, hace tiempo que me percaté de que el mundo no es esto ni aquello, sino un discreto entramado de situaciones intermedias, de vidas mediocres, de pequeños éxitos que no autorizan ninguna euforia, de pequeños fracasos que no pueden justificar ninguna desesperación. Tanto la desesperación como la euforia son productos del espíritu, así como también lo es la libertad, que tiene una medida absoluta totalmente personal. Por eso yo, que además de escéptica, soy práctica, tengo un sentido de la realidad que me impide hacerme ilusiones que acabarían fácilmente en una brutal decepción.

Libertad, palabra demasiado fuerte, demasiado incómoda, palabra que en sí misma resulta obscena; mencionarla es una falta de educación, puesto que nadie conoce la libertad. ¿Por qué no ver en la mentira que entraña el concepto un impulso positivo del hombre a cambiar el mundo, a mejorarlo, aunque sólo sea verbalmente? Libertad, una palabra ambigua. Si la libertad es mentira, la mentira es libertad. ¿Qué versión preferís escoger?

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