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Cierzo

A un pedancio cualquiera

El ridículo está hecho casi siempre de sufrimiento, del escarnio inherente a un yo idealizado, obstinado o susceptible en exceso. Pero yo no sé evaluar a los humanos: juzgar, comprender, reconocer que no comprendo nada, un proceso claramente disuasorio.

De ordinario, las incongruencias no suelen ser graves, sólo son regocijantes. ¿Se ha fijado alguien en que la defensa cerril de una idea se ampara en la infalibilidad de los instintos? Es porque no puede cimentarse en los titubeos propios de la razón.

A mí no me gusta discutir ni tampoco adoctrinar, mi escepticismo difícilmente cuadraría con el ejercicio del magisterio o con la controversia ideológica, pero puedo colaborar sin dificultad en una reflexión humorística.

Los extravíos de la razón, la vanidad, las virtudes que no son virtudes y los vicios que no son vicios, el afán de complicarlo todo... todos esos rasgos ridículos que no son privativos de nadie, sino extensivos a la humanidad entera, incluida yo, son temas universales y permanentes del humor. ¿Cómo sin humor podrían soportarse ciertas cosas? Que atribuyan intenciones malvadas a la mera exposición de los hechos; que se tergiversen, según convenga, las ideas claramente planteadas; que se insulte a la persona cuando no se pueden rebatir sus argumentos...

El humor es activo y es pasivo. Lo que llamamos sentido del humor se aplica tanto a la persona que sabe practicar el humor como a aquella que sabe encajarlo. Y la modalidad más excelsa del humor tiene lugar cuando reúne ambos significados, cuando alguien sabe reírse de sí mismo.

Tener sentido del humor, saber reírse de uno mismo, desarma a los adversarios porque los deja ociosos, porque les obliga a dar golpes contra el aire o porque convierte la batalla en una partida de parchís.

Todos deberíamos poner en práctica una sencilla receta homeopática: Conviene reírse de uno mismo cinco minutos cada mañana a fin de no hacer el ridículo el resto del día.

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