Damnificados por la Disney
Durante varios años luché por superar el tremendo trauma que me causó ver la película Peter Pan de Disney. Cada noche, antes de acostarme, debía dominar un pánico cerval y atreverme a echar un vistazo bajo la cama. Sólo tras convencerme de que no se escondía allí el terrible cocodrilo, me metía entre las sábanas y me envolvía en ellas como una momia. Con esa ingenuidad típica de los niños, pensaba que si yo no veía al monstruo, él tampoco me vería a mí. Pese a tomar tantas precauciones, en el transcurso de la noche me despertaba angustiada varias veces, cabía la posibilidad de que durante el sueño alguna de mis manos quedase fuera de la cama y aquel enorme cocodrilo me dejara manca de un bocado, igual que hizo con el pobre capitán Garfio.
Cerca de dos años me llevó superar lo peor, convencerme de que era bastante improbable que un cocodrilo africano cruzase a nado el Mediterráneo y atravesara andando media península Ibérica hasta llegar a mi casa, pero aún quedaba por eliminar un argumento de peso, por medidas, un cocodrilo cabía perfectamente debajo de mi cama.
Poco a poco, de mis pesadillas se borró la imagen de aquel gancho metálico que sustituía a mi mano mutilada, ya no realizaba el obligado ritual de inspección, pero el miedo sufrido dejó su huella en mi subconsciente y hoy, muchos lustros después, los reptiles en general y los cocodrilos en particular, me producen cierto repelús.
No he sido la única damnificada por la factoría Disney y, como yo, otros niños han padecido traumas similares a los míos que aún perviven en su memoria de adultos. Investigando un poco me he encontrado con casos curiosos. Tengo un amigo que pasó años sin probar una manzana roja, por si acaso estaba envenenada; otro me comenta que se estremece cada vez que ha de estrecharle la mano a una mujer que lleva las uñas largas y rojas, como una bruja. Un chaval sufría crisis de ansiedad tras perpetrar cada trastada infantil, estaba convencido de que le crecerían orejas y cola de burro, como al amigo de Pinocho. Una compañera tuvo consciencia de la muerte después de haber visto Bambi, cada tarde al salir de la escuela se le constreñía el corazón, ¿y si su madre no iba a buscarle porque había muerto y ella se quedaba sola? Un vecino temió quedarse calvo y mudo como el enanito de Blancanieves, el terror le llevaba a pasar horas delante del espejo, necesitaba cerciorase de que aún tenía pelo, casi no hablaba para no quedarse sin voz, motivo por el cual los demás le gastaban bromas diciéndole que parecía mudo, así su pánico crecía y crecía encerrado en este círculo vicioso...
Según tengo entendido, la sala de cine que estrenó Blancanieves tuvo que cambiar el tapizado de las butacas porque los niños se orinaban de miedo durante la proyección. Ignoro si algún psicólogo o psiquiatra infantil supervisa los guiones de las películas Disney, porque alguien tendría que prever y evitar los daños emocionales que puede causar una película de dibujos animados que se clasifica apta para todos los públicos.
Cerca de dos años me llevó superar lo peor, convencerme de que era bastante improbable que un cocodrilo africano cruzase a nado el Mediterráneo y atravesara andando media península Ibérica hasta llegar a mi casa, pero aún quedaba por eliminar un argumento de peso, por medidas, un cocodrilo cabía perfectamente debajo de mi cama.
Poco a poco, de mis pesadillas se borró la imagen de aquel gancho metálico que sustituía a mi mano mutilada, ya no realizaba el obligado ritual de inspección, pero el miedo sufrido dejó su huella en mi subconsciente y hoy, muchos lustros después, los reptiles en general y los cocodrilos en particular, me producen cierto repelús.
No he sido la única damnificada por la factoría Disney y, como yo, otros niños han padecido traumas similares a los míos que aún perviven en su memoria de adultos. Investigando un poco me he encontrado con casos curiosos. Tengo un amigo que pasó años sin probar una manzana roja, por si acaso estaba envenenada; otro me comenta que se estremece cada vez que ha de estrecharle la mano a una mujer que lleva las uñas largas y rojas, como una bruja. Un chaval sufría crisis de ansiedad tras perpetrar cada trastada infantil, estaba convencido de que le crecerían orejas y cola de burro, como al amigo de Pinocho. Una compañera tuvo consciencia de la muerte después de haber visto Bambi, cada tarde al salir de la escuela se le constreñía el corazón, ¿y si su madre no iba a buscarle porque había muerto y ella se quedaba sola? Un vecino temió quedarse calvo y mudo como el enanito de Blancanieves, el terror le llevaba a pasar horas delante del espejo, necesitaba cerciorase de que aún tenía pelo, casi no hablaba para no quedarse sin voz, motivo por el cual los demás le gastaban bromas diciéndole que parecía mudo, así su pánico crecía y crecía encerrado en este círculo vicioso...
Según tengo entendido, la sala de cine que estrenó Blancanieves tuvo que cambiar el tapizado de las butacas porque los niños se orinaban de miedo durante la proyección. Ignoro si algún psicólogo o psiquiatra infantil supervisa los guiones de las películas Disney, porque alguien tendría que prever y evitar los daños emocionales que puede causar una película de dibujos animados que se clasifica apta para todos los públicos.
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